La ignorancia contra la soberbia
La ignorancia contra la soberbia. Este podría ser el título de la intervención artística que protagonizó un grupo de personas esta semana frente a la Casa Histórica. Intervención que comenzó con la colocación de diarios y alambres de púas sobre la puerta y las ventanas del museo, luego continuó con un hecho de violencia neandertal, más tarde con la condena de los organizadores de la Bienal de Fotografía Documental, en cuyo marco se realizó esta manifestación artística. La ola de la intervención siguió con la publicación de los hechos en los medios de comunicación, la condena de otras instituciones públicas y privadas al acto de violencia, el debate prepotente, obcecado y básico en las redes sociales y continúa incluso ahora en estas líneas. Probablemente, la onda expansiva de este hecho prosiga varios días o semanas más a través de distintos canales y formas de expresión.

Una intervención que iba a acabar en una foto y terminó siendo -acaso sin querer- en mucho más que eso.

Los intolerantes que se creen virtuosos suelen ser los más peligrosos. Porque esgrimen argumentos que ellos suponen más “elevados” que los del resto a la hora de patotear derechos y libertades. Vaya si lo sabrán las víctimas del yihaidismo, del nazismo, del stalinismo, de la inquisición católica, de las dictaduras latinoamericanas, de las narcoguerrillas, o de las bombas y las invasiones estadounidenses, entre otras formas de autoritarismos que comenzaron con intolerancia y acabaron masacrando a pueblos enteros.

Antes de convertirse en victimario, el intolerante es una víctima. Una víctima de sus propias limitaciones, de su ignorancia, de sus carencias intelectuales y culturales y, sobre todo, de su incapacidad mental y física para poder interactuar en una sociedad organizada, democrática y dialoguista.

El intolerante es una persona con miedo y el miedo es una sensación que se dispara ante lo desconocido, ante lo que se ignora, y por lo tanto no se maneja ni controla. Y en el pánico es donde aparece la violencia. Ante la falta de palabras, de argumentos complejos y sofisticados (ignorancia) surge la violencia, en cualquiera de sus formas: patrioterismo, chauvinismo, fascismo, fanatismo deportivo o religioso, sectarismo, entre otras falanges segregacionistas, y todas poseen una característica sine qua non: simbología inmaculada. Banderas, camisetas, bustos, imágenes, fechas, lugares, canciones… Porque donde ya no tienen cabida el saber y la razón, sólo queda la fe. Porque fe es la única que da respuestas a esos misterios inexplicables a los que no puede llegar el conocimiento.

Los violentos que atentaron contra esta expresión artística, linda o fea, tonta o brillante, oportuna o desubicada, no son victimarios de la libertad de expresión, como denunciaron los artistas de la bienal, sino que son víctimas de su incapacidad de comprender más allá de su limitada escala de valores simbólicos. Patria, bandera, Casa Histórica, Himno Nacional, monumento a... no se tocan. ¿Por qué? “Porque son sagrados”, es la respuesta más habitual del patriotero con pocos argumentos más que su fe nacionalista.

Ignorante también de cómo se tratan, se usan, se aprovechan y se disfrutan de estos “templos” de la historia en los países más civilizados, incluso bastante más nacionalistas que el nuestro, como Estados Unidos, Francia o Alemania.

Naciones donde los museos y los solares históricos están vivos, vivos de concurrencia, vivos de intervenciones artísticas y experimentos sociales, repletos de niños que viven estímulos para niños, no de bronces mudos y muertos que no dicen nada.

Hace unos años en Estados Unidos, para algún aniversario, le pusieron una peluca afroamericana, negra, abundante y bien rizada, a una emblemática estatua de Abraham Lincoln. Habrá habido, seguramente, gente a la que no le gustó la idea e incluso se habrá sentido ofendida, pero nadie fue a quitársela por la fuerza, de lo contrario hubiera sido detenido por la policía, como debería haber ocurrido esta semana en Tucumán.

Sí se sabe que ese día en Estados Unidos, cientos de niños que desfilaron por el lugar, a propósito de aquel aniversario, les llamó la atención la peluca y les pareció graciosa, pero muchos se enteraron gracias a esa intervención artística que fue ese hombre quien abolió la esclavitud en ese país.

Esto ocurre en la mayoría de las grandes ciudades y sus lugares históricos y emblemáticos, ya sea por razones de orgullo o de vergüenza. La gente se apodera de ellos, los resignifica, los contextualiza, los utiliza, los vive, porque de lo contrario se convierten en símbolos muertos, enmohecidos, que con los años van perdiendo su sentido. Y vaya curiosidad, que estos países que son irreverentes con sus símbolos, que se atreven a desafiarlos con arte, con recitales, con debates públicos o con juegos para chicos, por ejemplo, como Estados Unidos, tienen a la vez las sociedades más nacionalistas y comprometidas con su patria. No es una curiosidad, es una consecuencia. Nacionalismo tal vez exagerado en algunos casos, pero ese es otro tema.

Hasta aquí la ignorancia, que se opone como un anticuerpo a la soberbia del arte. Un arte que muchas veces se pretende popular, que se auto erige como vocero de un pueblo oprimido y sin voz, pero que en realidad es de elite, para pocos, un arte que no sabe comunicar su mensaje, no sabe comunicarse con su público y quizás porque si lo hiciera debería asumir su propio fracaso. No siempre, pero sin dudas en muchas ocasiones.

Ante la ignorancia, lamentablemente masiva, de aquellos que piensan que arte es un lienzo de caballete o una escultura de Lola Mora (léanse los tristísimos comentarios en los foros de LA GACETA y en Facebook al respecto), se contrapone otro arte supuestamente de vanguardia, sofisticado y soberbio.

Carecen muchas veces los artistas de la humildad necesaria para alcanzar los corazones de la audiencia. O al menos su mente. “Si no me entienden, que se joroben, yo soy así”. ¿Acaso pretende un artista intervenir un espacio caro desde lo simbólico y que nadie reaccione? Porque, de ser así, se peca por ingenuo o por hipócrita.

Hace poco cubrieron el Obelisco de Buenos Aires con un preservativo. Se trató de una campaña de educación y concientización sexual. Una vez más no somos quiénes para juzgar su valor artístico ni conocemos el resultado que tuvo esta campaña. Aún siendo Buenos Aires, una ciudad con más educación cívica y tolerancia urbana que Tucumán, hubo voces críticas hacia esta movida. Los autores eran conscientes de que el objetivo de esta intervención era llamar la atención y hacer reaccionar a la gente. No se erigieron en víctimas incomprendidas por la “masa intolerante y mediocre”.

Distinto en el hecho de la Casa Histórica donde, en principio, no se pretendía sorprender al público ni hacerlo reaccionar espontáneamente. Entonces aquí también no supieron comunicar los artistas ni las autoridades nacionales del museo. Debieron informar previamente lo que se iba a hacer, tal vez vallar el perímetro y tomar los recaudos necesarios. Otra vez la soberbia frente al otro que está obligado a entender y no yo a explicar con anticipación el uso de un espacio público, y con más razón tan importante.

Por último, una paradoja que surge de este escándalo y que vale la pena subrayar. La obra violentada del artista cordobés Res era una crítica bastante dura hacia los medios de comunicación, sobre todo a los diarios, vistos como un muro con alambres de púas que separa a la gente de su independencia. De nuevo el arte soberbio que viene a querer ser la voz de un pueblo sin voz, oprimido y engañado.

Y vaya paradoja, que esta vez fueron los medios, y principalmente este diario, los que salieron a informar y a condenar la violencia contra esa expresión artística. Una obra que pretendió advertir al pueblo sobre los medios y terminó siendo defendida por los medios del pueblo.

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