¿Tienen derechos los delincuentes? *

¿Tienen derechos los delincuentes? *

Con relativa frecuencia, se dice que por proteger en exceso los derechos de los delincuentes el Estado descuida los derechos del común de la ciudadanía. La afirmación es tan reiterada, provocativa y –de ser cierta– preocupante que conviene detenerse a analizarla

18 Septiembre 2016

Por Roberto Gargarella

Una primera duda amenaza con cuestionar el sentido mismo de aquel reclamo. La duda es: ¿cuál es la dificultad que nos impide defender, al mismo tiempo, los derechos de los ciudadanos comunes y los derechos de los delincuentes? ¿Puede decirse, sensatamente, que la protección de los derechos de unos supone la desprotección de los del resto?

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La respuesta parece, obviamente, negativa. Sabemos, por ejemplo, que no existe ningún problema material para defender al mismo tiempo la libertad de expresión de los funcionarios públicos y la libertad de crítica de sus opositores, y que no existen dificultades para asegurar la libertad de los creyentes tanto como la de los ateos. ¿Por qué no pensar, entonces, que en el caso de las políticas de seguridad puede hacerse exactamente lo mismo, es decir, cuidar al mismo tiempo los derechos de todos?

Alguien podría sostener que el problema es diferente, porque cuanto más protegidos están los delincuentes, más desprotegida queda la sociedad frente a ellos. No se trata, entonces, de negar la capacidad del Estado para asegurar los derechos de todos al mismo tiempo. Se trata de cuestionar su misma pretensión de hacerlo. Es decir, se trata de decir que el Estado no debe, por más que pueda, dar tanta protección a los delincuentes.

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Esta queja sería muy válida si fuera cierto que determinados funcionarios públicos o dirigentes policiales dan amparo al crimen organizado o favorecen la creación de “zonas liberadas” para la comisión de delitos. Tales situaciones son absolutamente inaceptables. Sin embargo, según intuyo, no es esto lo que está en discusión, ya que en el rechazo de tales posibilidades todos estamos demasiado de acuerdo.

¿Qué es lo que se quiere decir, entonces, cuando se critica al Estado por preocuparse demasiado por los derechos de los que delinquen? Para algunos, reprochar al Estado porque se preocupa mucho por los delincuentes significa reprocharle que cuida en exceso a los sospechosos de haber cometido un delito. Si esta es la crítica en danza, cabría responder, ante todo, que ello es muy diferente de decir que el Estado cuida a los delincuentes. Sospechoso puede ser cualquiera: yo, usted, su vecino, y no queremos ni merecemos ser tratados nunca como delincuentes.

Por eso mismo, porque todos somos susceptibles de ser sospechados, necesitamos de un Estado que sea prudente en extremo a la hora de cargar contra la persona de quien sospecha. Ello especialmente en nuestro país, donde la historia no nos da un solo ejemplo de una autoridad que haya administrado con circunspección y cordura sus poderes de coerción, una vez autorizada a recortar más libremente nuestros derechos. Corresponde, entonces, repudiar, antes que bendecir, al Estado que quiere tratar a los sospechosos como culpables.

Por supuesto, puede que alguno no se preocupe por esto, porque tiene la certeza de que el Estado nunca lo va a detener, ya sea por sus conexiones, por su forma de vestir, por su color de piel o por la tendencia histórica de nuestras autoridades a no perseguir determinados delitos, desde la evasión impositiva hasta la corrupción empresarial. Pero esta forma de ver las cosas, resulta obvio, no debe convertirse en regla para todos: la justicia, como diría John Rawls, no debe pensarse desde los ojos de los omnipotentes, sino desde el punto de vista de los más débiles.

Ahora bien, tal vez quienes critican al Estado por proteger los derechos de los delincuentes no estén pidiendo que sea más severo con los sospechosos, sino que no sea tan blando con los condenados. Lo que están diciendo es que el Estado cuida demasiado los derechos de los culpables. Sin embargo, si ese es el reclamo, no pudo haberse elegido peor blanco: lamentablemente, en lo relativo a los derechos de nuestros presos, casi todo lo que hace el Estado resulta deshonroso para la Constitución, que, desde un tímido humanismo, ordena cárceles “sanas y limpias” y condena sin atenuantes todas las medidas que mortifiquen a los presos.

Es decir, en relación con los condenados, el problema no puede ser jamás el “excesivo” cuidado legal, ya que lo que prevalece es lo opuesto: el absoluto descuido de la legalidad. Lo que se necesita, con dramática urgencia, es más derecho y no menos derecho. Existen, por supuesto, infinitas razones por las que reclamar voluntades políticas diferentes, una administración penal y carcelaria más equitativa y menos corrupta, una estructura policial diferente. Pero nada de ello justifica socavar la idea de que todos (aun los peores delincuentes) tienen derechos que deben ser respetados incondicionalmente, más allá de lo que nos pida nuestro legítimo dolor, nuestro justificado enojo.

* Adelanto de Castigar al prójimo (Siglo XXI).

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