El fuego en las palabras

El fuego en las palabras

Los textos de Cortázar tienen la extraña cualidad de hacer dudar a los lectores si han terminado de leer los relatos, si se ha completado la lectura

11 Septiembre 2016

Por Máximo Hernán Mena - Para LA GACETA - Köln (Alemania)

En el capítulo 73 de Rayuela se afloja un gran tornillo. Se deja de lado la posibilidad de seguir asegurando hechos y se comienza a contar una historia: el relato del napolitano que contemplaba un tornillo, de ese hombre que vivía el misterio de esa pieza desenroscada que lograba conmover todo su mundo; ésta es la historia de la duda por sobre todas las certezas.

Ese tornillo (que, por supuesto, es algo más que sólo un tornillo) es como la literatura. Desde ese capítulo 73, el libro de Julio Cortázar y la literatura, ya no pueden ser leídos del mismo modo porque la escritura busca una nueva lectura que pueda acercarse a la magia de lo irrepetible y de lo inolvidable. Porque si partimos de la incerteza de ese tornillo que no ajusta nada, el libro se empieza a mover sobre sí mismo y a cambiar sus diversos rostros. ¿Dónde está, realmente, el comienzo de un relato o de una novela? ¿Dónde comienza el juego de la rayuela, o ese humano camino hacia otros cielos?

Como en Cirenaica, novela de Ermanno Cavazzoni, donde los personajes aflojan los tornillos de todas las cosas de una ciudad, Cortázar ha abandonado los soportes de las palabras y del relato, ha dejado en suspenso las convenciones de principio y final; porque las historias que desea contar no se sabe cuándo empiezan. ¿Las historias se inauguran con la búsqueda en la ciudad de París o con la búsqueda de las palabras? La lectura no es contemplación, sino que se asemeja más a lo que afirma la palabra alemana que usa Cortázar en este capítulo de la novela: “Tätigkeit”: actividad, puesta en movimiento, acción. La lectura como “Tätigkeit”, como movimiento vital.

Por eso, al desmontar la escritura, la lectura se vuelve entonces un recorrido no lineal, se convierte en una geografía, con meandros, calles sin salida, y hombres que se bajan del tren en la estación equivocada. Como en la vida. El relato de Cortázar comienza con la inseguridad sobre cómo contar y sigue con los caminos por las calles de París. Se puede, gracias a este recorrido, pasar del capítulo 73 de Rayuela al capítulo 1, como propone el mismo Cortázar al comienzo del libro.

Cruces

Un año antes de la publicación de Rayuela en 1963, Vladimir Nabokov publicó, en inglés, Pale fire (Pálido fuego), un libro que posee múltiples bisagras que desarman el relato. El libro de Nabokov está compuesto de un prólogo, un poema en cuatro cantos, y los comentarios sobre el poema que absorben la casi totalidad del libro.

Charles Kinbote, el prologuista y comentarista, intenta a través de las notas al poema de William Shade (sombra), explicar los versos que son decisivos para entender la vida y la obra del poeta. Pero Kinbote termina contanto su propia historia, otra historia que apenas se toca con la de Shade. Se produce una composición de miles de fragmentos y uno no sabe qué historia ha leído. Sabe que ha leído varias al mismo tiempo, pero también duda si realmente se ha leído todo el libro, si se ha terminado de conocer la historia.

Los libros de Nabokov y de Cortázar comparten esa extraña cualidad de hacer dudar a los lectores si han terminado de leer los relatos, si se ha completado la lectura. Y ahí está la clave, porque la lectura es siempre una actividad que nunca termina de ajustarse y parecerse a sí misma; como el tornillo (con su rosca y giro interminable) o como el fuego (siempre diferente a sí mismo). Uno de los personajes del libro de Nabokov menciona que la frase “pálido fuego” pertenece a uno de los textos de William Shakespeare. Conociendo lo mucho que le divertía a Nabokov jugar con los dobles en sus novelas, podemos decir que en su libro hay dos William (el poeta Shade y el poeta Shakespeare) y un mismo fuego. El “pálido fuego” de la escritura, de la lectura, de los hombres que llevan, en sí mismos, las palabras que los convocan sin darles ninguna pausa.

Aurora Bernárdez, compañera de Cortázar a lo largo de muchos de sus años en París, fue la traductora al español del libro de Nabokov. ¿Habrá leído Julio Cortázar Pálido fuego mientras escribía Rayuela? Creo que esta no es la pregunta importante, sino quizás pensar cómo compartían estos dos grandes escritores, que propusieron libros y escrituras móviles e inacabables, la sensación de que la escritura podía ser un fuego “incurable”, “el pulso de una hoguera”, “ardiendo así sin tregua”. El fuego imborrable de la escritura que no cesa de cambiar sus colores y de reinventarse para seguir dando calor y luz, para que las palabras puedan seguir diciendo; llamas para hablar, pavesas y cenizas que encienden el aire y las historias. Ese fuego que convierte los frágiles puntos brillantes que se apagan lentamente, en sinuosas líneas negras (en la impresión) que no se borran ni se olvidan.

Fuego inolvidable

En el cuento Tres libros y una isla, de Roberto Fontanarrosa, uno de los personajes menciona que, cuando le preguntaron a Jean Cocteau qué salvaría de un incendio, él contesta que salvaría el fuego. Entonces, hay que salvar el fuego, eso que parece no estar. Porque, ¿qué se salva del fuego? ¿qué permanece de las historias que contamos o que nos contamos a nosotros mismos? Tal vez, un fuego parecido al fuego “sin color” de la novela Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, un fuego que ya no consume papel pero que está ahí, vivo y palpitando en otras palabras, en la memoria de esos personajes que recuerdan y se aprenden los libros para que el fuego perviva y no se apague la chispa que cuenta. “Sí, pero quién nos curara del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la Rue de la Huchette...”. “Ardemos en nuestra obra...”

De este fuego inolvidable habla Julio Cortázar; de las lenguas irrepetibles de la escritura.

© LA GACETA

Máximo Hernán Mena - Licenciado en Letras

Publicidad
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios