Por amor a la pelota
VOLVIÓ CON TODO. Godoy Cruz y Huracán fueron dos de los equipos que dieron el puntapié inicial. Télam VOLVIÓ CON TODO. Godoy Cruz y Huracán fueron dos de los equipos que dieron el puntapié inicial. Télam
Todos pusieron el foco en Sarmiento-Arsenal, el partido que marcó el viernes la vuelta del fútbol. Cuentan que fue trending topic. Y que la TV Pública, que volverá a recibir las sobras de lo que deje la nueva política del fútbol televisado, duplicó su pobre audiencia y subió a 2,3 puntos. Era la pelota que volvía a rodar después de 89 días de una telenovela interminable, que además tenía como protagonistas a dirigentes y políticos luchando por el poder y no a jugadores disputándose una pelota. Unas horas antes de Sarmiento-Arsenal, por el fútbol de ascenso, Primera B Metropolitana, UAI Urquiza jugaba contra San Telmo. Y allí estaba el DT del equipo visitante, el “Sapo” Roberto Marcos Saporiti, 77 años, ex asistente de César Menotti en la selección argentina, dirigiendo a pibes que, como me dijo después, son apenas cuatro o cinco años más grandes que sus nietos. “¿Puede explicarse la pasión?”. La pregunta se la hace Martín Caparrós en su libro Boquita. Y acaso no hay respuesta. Sufrimos casi cien días de pujas miserables por el poder. Y acá estamos ahora, otra vez dirigiendo como Saporiti, jugando como Carlitos Tevez o trabajando como periodistas. Todos también con nuestra parte de hinchas. Celebrando la vuelta de la pelota criolla.

“Me encanta que el mejor equipo no siempre sea el que gana”, dice a su vez Nick Hornby, inglés, autor del libro que todavía, creo, sigue siendo la mejor declaración de amor al fútbol (“Fiebre en las gradas”). Porque el Boca que ama Caparrós, que inició el torneo con un plantel de más de treinta jugadores, puede partir otra vez como favorito. “Demasiados refuerzos, habrá que ver si hay equipo”, avisa sin embargo Diego Latorre, dueño del análisis más inteligente que nos ofrecen desde la TV. Es decir, el fútbol permite que no sea campeón el que más dinero tiene para refuerzos. Ni el que mejor juega. No sucede siempre, claro. Pero, cuando ocurre, cuando gana el débil o el que juega peor, es una rareza, porque casi todos los demás deportes premian la lógica del más poderoso o del mejor. Lo vimos en los Juegos Olímpicos de Río, que nos ayudaron a soportar el ayuno del fútbol en estos casi “cien días de soledad” (y no lo digo por el fútbol argentino, precisamente, que hizo un papelón con su selección armada a última hora). Para peor, los Juegos de Río aumentaron cierto odio al fútbol. Ver cómo los demás deportes dirimen dudas con la tecnología. Que la mayoría de sus deportistas aceptan fallos injustos sin protestar. Que saludan al rival. Que no buscan engañar al árbitro. Que hablan fácil con la prensa. Que son menos divos, mucho más amables. Comparado, el fútbol y los jugadores quedaron casi como si fueran de la peor especie. Es cierto, lo que sucedió en estos cien días ayudó muy poco a mejorar la imagen. La histeria de un fútbol que echa técnicos hasta días antes del inicio del torneo, como hizo Racing con Facundo Sava. Pero la comparación es injusta. La mayoría de esos deportes no sufren las presiones del fútbol. Las presiones que son el Lado B de su popularidad. Manipulaciones políticas, económicas y sociales. Un combo que, casi siempre, no hace más que afectar el juego.

En “Boquita”, Caparrós acepta que el fútbol puede ser algo “fugaz”, “infantil”, una “salvajería feliz”, un “gozo idiota” y “pura explosión sin pensamiento”. Que corremos detrás de la pelota acaso sabiendo que “todo final es falso” porque “nada se acaba para siempre” y porque “todo es perfectamente efímero”. Y Hornby, peor aún, nos dice que suele ver en muchas canchas descontento, insultos y odio. “Nadie parecía disfrutar, al menos en el sentido en que yo entendía ese término”. Hornby lo escribe y se explica. Los hinchas, sigue diciendo, son “esa gente única que acepta la extraña paradoja de que su sufrimiento privado suceda en público”. Y el sufrimiento puede no implicar odios. Sino porque la ilusión puede quedar destrozada con un insoportable cero-cero. Pero “quejarse de que el fútbol sea aburrido –afirma Hornby- es como quejarse de que el Rey Lear tenga un final tan triste: es no haber entendido nada”. Para Hornby, “el fútbol es un universo alternativo, tan serio y tan estresante como el trabajo, dotado de las mismas preocupaciones, esperanzas y desilusiones de las mismas alegrías ocasionales. Yo voy al fútbol –dice Hornby- por muchas y variadas razones, pero no voy buscando entretenimiento. Para el hincha que lo es hasta la médula de sus huesos, el fútbol espectáculo seguramente existe, sólo que uno no está en condiciones de apreciarlo”. Acaso exagere, pero Hornby pide por eso “más respeto para quienes deliramos por un gol”. “Recuperé ese sentimiento de volver a ir con los amigos a la cancha”. Me lo dijo el viernes un hincha de River, feliz porque su equipo había ganado un nuevo título internacional de la mano del Muñeco Gallardo y avisó que, como Boca, vuelve a ponerse la pilcha de candidato. El fútbol, además de ilusiones, ofrece un sentimiento de “pertenencia e identidad” que no puede ofrecer ningún otro deporte. Por algo durante los Juegos de Río se escucharon en las tribunas puros cantos futboleros. “Demasiada pasión que contradice el espíritu olímpico de fair play”, se quejaron algunos. Decenas de deportistas argentinos celebraron sin embargo y agradecieron ese apoyo futbolero. Es el hincha que considera que su apoyo puede ser vital para el triunfo. Y que por eso vuelve este fin de semana a la cancha. El hincha que sabe que el fútbol no es exactamente cuestión de vida o muerte. Por algo pasó ya casi cien días sin campeonato y su vida siguió adelante. El hincha que sabe ya que los “fracasos” de su equipo no son exactamente sus “fracasos”. Pero que va a la cancha con ilusión y sentimiento de pertenencia. Y acepta acaso unas horas de cierto delirio, de abrazarse con desconocidos, de celebrar un minuto y llorar al siguiente. De aceptar que el fútbol, como escribe Hornby, puede ser tal vez, “una diferente visión acerca del mundo”.

Cambia, pero no tanto

Entre las tantas cosas que pasaron en estos casi cien días sin fútbol, Argentina perdió otra vez la final de la Copa América contra Chile (parece ya que fue hace más de un siglo). Leo Messi renunció. Y la selección, maltratada en su preparación a los Juegos de Río, perdió también al Tata Martino. La vuelta ahora será tan completa que el jueves tendremos a la selección en Mendoza. Con Messi, que revirtió su renuncia. Y con el Patón Bauza, nuevo DT, designado por una Comisión Normalizadora de una AFA que precisó otra vez de dineros públicos para que el fútbol, ascenso incluido, volviera a arrancar. El rival del jueves, Uruguay, amagó una crisis. Sus jugadores obligaron a la dirigencia a evaluar una oferta de patrocinio casi cinco veces superior a la que iban a aceptar. Y la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF), por primera vez desde 1998, votó en contra del empresario Paco Casal, su poder paralelo. La AUF, con alguna presión política en el medio, aceptó que la camiseta “celeste” valía más de lo que le pagaban. Aquí todavía hay quienes despotrican contra la selección argentina. Su puesto número uno en el ranking de la FIFA es una luz única y de brillo propio en medio del caos de nuestro fútbol. Messi decidió volver, pero, como todo en la vida, esta selección número uno de la FIFA tendrá fecha de vencimiento. Si el caos no cambia, ahí sí que entonces nos daremos cuenta que esta selección merece acaso mucho más de lo que a veces le damos.

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