El pueblo en el que no había ni para pucherear

El pueblo en el que no había ni para pucherear

Con el cierre del ingenio San José, la localidad se desvaneció. Hoy, los pobladores todavía abrigan la esperanza de que llegue una nueva fábrica. Video.

RESCATADA. La casona en la que vivió el fundador del ingenio pertenece hoy a la Sociedad Rural de Tucumán.  RESCATADA. La casona en la que vivió el fundador del ingenio pertenece hoy a la Sociedad Rural de Tucumán. ARCHIVO
28 Agosto 2016

En el cañaveral hay, siempre, un ruido de hombre. Parece que viene alguien, pero es el viento. Y otra vez viene alguien, y es un pájaro. Uno podría pensar que las cañas guardan los sonidos de los hombres que han estado entre ellas. Si fuese así, quizás todavía suenen allí los pasos de Graciela Romano, cuando andaba por los surcos con un tarro de leche Nido en la mano, cargando una vianda para sus hermanos. O los ruidos dejados por otras personas, que durante años y hace añares, atravesaron esas tierras sembradas de azúcar, alrededor del ex ingenio San José, en la localidad del mismo nombre. Ha pasado medio siglo desde que la fábrica apagó sus chimeneas. Y ese cerramiento desvaneció al pueblo. Todo perdió su identidad: las gentes, las calles, los animales, las casas, todo, todo

- Tenía 11 años cuando cerró el ingenio. Mi mamá me mandaba a dejarle el desayuno a mi papá, que trabajaba en los hornos. Eso era un pozo gigante. Él agarraba los palos y los tiraba adentro. Y cuando caían, se levantaban las llamas. El ruido de las máquinas me daba miedo. Después, al mediodía, me iba al cañaveral con mis hermanos. Cuando nos llegó el telegrama de despido... Era una amargura tan grande- dice doña Graciela. Hoy, aquella niña se ha vuelto una mujer de 60 años. Nunca se ha movido de San José. Ella y su descendencia viven en la misma habitación que ocuparon sus padres, cuando -como muchos- bajaron a caballo de las montañas tucumanas para ocuparse en el azúcar. Lo llamaban (y lo llaman) el conventillo. Era una pieza rectangular, de unos 50 metros de frente. La habían mandado a hacer los patrones. Allí dormían los peladores de caña. Todavía hoy, la edificación sigue detrás de la fábrica, junto a un canal que saturaba el aire de olor a melaza. Por eso, aquí viven hijos y nietos de aquellos peones. Por eso, aquí la vida se construye de añoranzas. “¿Usted, que es periodista, sabe si pondrán otra fábrica?”, pregunta la mujer. Entonces se quita los anteojos y se refriega los párpados.

María Rodríguez es dueña de otra casa hecha por el ex ingenio con esos ladrillos macizos, de épocas pasadas. Ella también piensa que la prosperidad se ha negado a volver. Si no -dice- ¿cómo se explica que los hombres estén sentados en las veredas? Luego cuenta que los pobladores, en su mayoría, trabajan actualmente en las fincas de limones y para el Estado, en la delegación municipal.

En agosto de 1966 el Gobierno militar ordenó la intervención de siete ingenios. Ese fue el detonante de una crisis que, al cabo de dos años, derivó en el cierre definitivo de 11 fábricas; entre ellas, San José. Había sido fundada en 1848, por José Frías. De la antigua estructura han perdurado parte del chalet del fundador -donde funciona actualmente la Sociedad Rural de Tucumán- y un cobertizo, entre otras partes.



Es el mismo galpón en el que Rubén Pulido labraba las piezas de las máquinas. Su genealogía es una de las tantas ligadas al San José. Su abuelo y su padre (”los finados”) fueron encargados de calderas y él empezó a trabajar a los 17 años, como aprendiz de tornero.

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-¿Cuál fue la mejor época?
- Todas han sido lindas. No faltaba la plata. Uno tenía horario para entrar, pero no para salir. Igual, a la gente le gustaba

-¿Cuál fue la mejor época?

- Todas han sido lindas. No faltaba la plata. Uno tenía horario para entrar, pero no para salir. Igual, a la gente le gustaba.

- ¿Qué pasó cuando cerró?

- Esto se volvió un desierto. No había donde 'pucheriar'. Todo era amargura... una amargura que no olvido más. Eramos muchos los que habíamos quedado de vagos. Me fui a Buenos Aires, junto a una muchedumbre. ¡Cómo lloraba mi mujer! De noche, si le ponía un fuentón, me lo llenaba de lágrimas.

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Al cabo, don Rubén regresó a sus pagos. A los 81 años tiende un quiosco de sánguches de milanesas, con unas cinco mesas en la vereda. Le puso de nombre “El Buscavidas”, porque eso sintetiza su historia, dice. Que bien podría ser la historia del pueblo entero. El bar está situado justo frente al ex ingenio. Y más allá, en la espesura de los cañaverales, se percibe, siempre, un ruido de hombre.

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