¿Por qué homenajeamos a Monteagudo?

¿Por qué homenajeamos a Monteagudo?

Bernardo de Monteagudo ha regresado. Amado y odiado durante su vida, y aún después de muerto, retornó como un prócer de la Independencia a la provincia que lo vio nacer en 1789 (el año de la Revolución Francesa); y que también lo vio arribar preso en 1811, como recordó el jueves Carlos Páez de la Torre (h). Su vuelta a casa se ha materializado con el traslado de sus restos, que ahora descansan (por así decirlo) en el cementerio del Oeste. Pero también llegan con él sus ideas. Acaso porque la realidad no es la única verdad (hay tanta veracidad en los ideales…), Monteagudo llega en las vísperas del Bicentenario. No tiene para expresar más que lo que exclamó hace también dos siglos. Y eso que dijo tiene la vigencia de lo insoportable.

Bernardo de Monteagudo ya está entre nosotros y entre sus sombras de noches y deseos se torna imperecedera su oscura maldición. “Cada siglo lleva en sí el germen de los sucesos que van a desenvolverse en el que sigue”, escribió en su Ensayo sobre la necesidad de una Federación General entre los Estados hispanoamericanos y plan de su organización, que en 2009 recogió el filósofo y periodista Jorge Lafforgue en su libro de título emblemático: Explicar la Argentina.

Él escribe que “cada época extraordinaria, así en la naturaleza como en el orden social, anuncia una inmediata de fenómenos raros y de combinaciones prodigiosas”, para explicar que “la revolución del mundo americano ha sido el desarrollo de las ideas del siglo XVIII”. Pero ese texto también interpela este presente. Estamos viviendo lo que engendramos en el siglo XX. ¿Qué es, exactamente, lo que estamos construyendo para heredar? ¿Cuál es, verdaderamente, el legado del Bicentenario que hemos gestado?

La independencia

Monteagudo vino para quedarse después, pero mucho después, de haber proclamado que “la independencia que hemos adquirido es un acontecimiento que, cambiando nuestro modo de ser y de existir en el universo, cancela las obligaciones que nos había dictado el espíritu del siglo XV”.

Lo recibe una provincia infamada de feudalismo. Un Tucumán que en el año previo al más importante de todos los años en todo el siglo se convirtió en la vergüenza electoral de la Argentina. Después de todo un día de bolsoneo y urnas embarazadas, de acarreo y urnas quemadas, de tiroteo y urnas refajadas, las elecciones fueron declaradas nulas por un tribunal, sólo para que la Corte las declarase válidas 96 horas después, con el edificio de tribunales sitiado y pintado con amenazas de muerte.

El Gobierno que surgió de esa legitimidad en penumbras prometió una reforma política de la que ya se olvidó. Como si nada de lo ocurrido en el último agosto hubiera pasado…

“Entre tanto, no debemos disimular que todas nuestras nuevas repúblicas, en general, experimentarían en la contienda inmensos peligros que ni hoy es fácil prever”, escribió el comprovinciano que no estuvo aquí por 200 años. Claro que los demonios a los que temía eran a los que engendraban las coronas europeas. Era imprevisible suponer que luego de tanta Guerra de la Independencia, tanta anarquía y tanta guerra civil, los peligros de la república serían los parlamentos que rinden vasallaje ante los poderes ejecutivos frente a los cuales claudicaron los poderes judiciales. Aquí se llegó a sostener que reclamar calidad institucional era cosa de golpistas. Nada más destituyente que no darse cuenta de que menos república jamás puede ser más democracia. Pero en la mismísima “Cuna de la Independencia” pusieron a dormir la independencia de los poderes durante tantas décadas…

El derecho público

Monteagudo ya no se irá de su terruño, al que evocó cuando fue electo presidente de la Sociedad Patriótica, al momento de pronunciar su oración para conmemorar la victoria de Tucumán, en la que demanda jurar “la independencia y sostenerla con vuestra sangre”. Porque esa independencia –escribió en su Ensayo…- “nos señala las nuevas relaciones en que vamos a encontrar, los pactos de honor que debemos contraer y los principios que es preciso seguir para establecer sobre ellos el derecho público que rija en lo sucesivo los Estados independientes”.

Ahora reposa sobre un territorio conquistado por el Estado de Excepción. Un terreno a medio camino entre el derecho y la anomia, entre la democracia y el autoritarismo, donde el derecho está vigente, pero no se aplica. Aquí la Carta Magna ordena establecer el voto electrónico y dictar la ley correspondiente, pero 10 después, no hay. Y manda dictar la Ley de Régimen Electoral y los Partidos, pero una década después, no hay. Y exige una nueva Ley de Acefalía, pero un decenio después, no hay. Por caso, desde 1907 la Carta Magna tucumana determina que el Estado preferirá la licitación pública para adquirir o enajenar bienes y servicios, y hace más de un siglo que, en los hechos, prefiere cualquier cosa de contrataciones directas.

Por cierto, todo muy a tono con la Argentina donde del Poder Judicial no hace justicia sino historia: no investiga a los funcionarios sino cuando devienen ex funcionarios. Después de 12 años de kirchnerato se dieron cuenta que tal vez había habido maniobras de corrupción con la obra pública y corrieron a desempolvar causas archivadas. Es decir, la ley rige para todos, pero para el que gobierna no tiene aplicación. Después, tampoco. El ex presidente Fernando de la Rúa fue absuelto en la causa por cohecho en el Senado para la aprobación de Flexibilización Laboral, junto con el ex secretario parlamentario Mario Pontaquarto, que había confesado que él entregaba las coimas. Carlos Menem fue sentenciado a siete años de prisión en el caso de la triangulación de la venta de armas a Ecuador, vía Croacia, que implicó la voladura del pueblo de Río Tercero, y sigue libre. Hay condena, pero no hay castigo. Hay Estado, pero no de Derecho, sino de Excepción.

La libertad

Monteagudo nos acompaña, lleno de advertencias. “Es preciso no olvidar que todos los hábitos de la esclavitud son inveterados entre nosotros; y que los de la libertad empiezan apenas a formarse por la repetición de los experimentos políticos que han hecho nuestros gobiernos, y de algunas lecciones útiles que hemos recibido en la escuela de la diversidad”. Después de tanto penar por la democracia, los gobiernos debían traernos emancipación y no más sojuzgamientos. El Bicentenario se cumple la semana que viene y resulta que no somos menos pobres. Así que no somos más libres. Por ende, tampoco somos más dignos.

“Es preciso no olvidar que aún nos hallamos en un estado de ignorancia -que podría llamarse feliz si no fuese perjudicial algunas veces- de esos artificios políticos y de esas maniobras insidiosas que hacen marchar a los pueblos de precipicio en precipicio, con la misma confianza que si caminasen por un terreno unido”. ¿Por qué homenajeamos a Monteagudo? Sólo porque ya está muerto…

El yugo

Cuando Monteagudo vivía -recuerda y recupera Lafforgue-, Monteagudo escribió un revelador manifiesto a “los valerosos habitantes” de La Paz. Les dijo que ya estaba bien de haber tolerado “una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria”. Que ya estaba bien de haber visto con indiferencia cómo era inmolada la libertad ante el despotismo que degradaba a las personas para tacharlas de salvajes y mirarlas como a esclavos.

“Hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye (…) sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto de su humillación y ruina”, escupió. Les dijo, entonces: “Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad”.

“Ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra patria, altamente deprimida por la bastarda política”, intimó.

“Ya es tiempo -concluyó- de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía”.

Ya es tiempo de que el Bicentenario de la Independencia, y los próceres de esa gesta, signifiquen algo para este pueblo.

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