Bicentenarios laterales
Apenas 131 años antes de la declaración de la independencia San Miguel de Tucumán no existía. En realidad era una posta viajera que tenía otro nombre, La Toma. Hasta 1685 San Miguel de Tucumán estaba emplazada 65 kilómetros al sur, en Ibatín, donde Diego de Villarroel fundó la ciudad en 1565. Los conquistadores aguantaron 120 años en ese lugar el constante hostigamiento indígena (los dueños originarios del lugar), la mala calidad del agua y las condiciones de un terreno adverso, hasta que decidieron mudarse y Miguel de Salas y Valdez refundó la ciudad que hoy se conoce.

Cuando declararon la independencia no vinieron a una pequeñita localidad del norte argentino. Primero, porque Argentina no existía y, segundo, porque Tucumán era una amplia región del norte, vista desde el puerto porteño, que limitaba con el virreinato peruano donde los españoles eran fuertes.

En ese entonces Tucumán abarcaba más de 700.000 kilómetros cuadrados, que iban desde el sur de Bolivia hasta el centro de Córdoba, y desde la cordillera de los Andes hasta la mesopotamia.

Poco más de 70 años antes de Ibatín ni siquiera existía Tucumán. Ni los españoles, ni nada. Otra gente habitaba estos territorios desde hacía muchos siglos. Gente que probablemente tiene poco para festejar este 9 de julio.

Al margen de los caprichos del hombre político y social, que cada tantos años reinventa el mundo y la historia a imagen y semejanza de los intereses del momento, del poder de turno, lo realmente cierto e irrebatible es que Tucumán tiene casi 600 millones de años de antigüedad.

Antes de eso en estas tierras había mar. Sí, los tucumanos alguna vez tuvimos mar, mucho mar. En plazos cósmicos, hace no mucho tiempo. Los antojadizos movimientos de las placas tectónicas hicieron que donde antes había un océano hoy haya una Casa Histórica. Los cerros tucumanos están formados por sedimentos marítimos. Quién diría que nuestras montañas están construidas con mar. Hasta es poético.

Cada tanto el mundo se sacude como una coctelera e inventa tragos nuevos. Es una barra bastante cambiante.

Ahora nos ocupan los últimos 200 años. Un estornudo. Un chasquido de dedos. Un parpadeo al que le rendimos un homenaje con excesivo dramatismo.

A veces el hombre se concentra tanto en sus símbolos y en sus convenciones, en sus construcciones alegóricas, tal vez para no sentirse tan solo en este universo inimaginable, inescrutable, que pareciera que es el principio y el fin de todo, cuando en realidad es la marca de un milímetro en una regla que mide millones de kilómetros.

Volviendo a la revista Billiken, hoy el centro de nuestro universo insignificante es la independencia conquistada sobre el yugo de unos bárbaros que provenían de un país inventado unos siglos antes, llamado España, mezcla interesada y caótica de varios reinos, y que aún hoy discute su propia identidad, con serios riesgos de fragmentación.

Ha cambiado tanto de nombres y dueños la Península Ibérica en el último milenio que es probable que en el tricentenario celebremos la independencia sin saber muy bien de quién o de qué.

La casa de Bazán

El símbolo más fuerte de esta independencia es la casa que perteneció a Francisca Bazán de Laguna. Una casa que heredó de su marido fallecido unos años antes y que quizás por esa razón se la alquilaba a la aduana provincial. Francisca no la prestó ni la cedió para el honorable congreso como nos enseñaron en la primaria. La usaron porque estaba alquilada por el “Estado” de ese entonces.

Los apellidos de Francisca son una muestra cabal de la evolución de la sociedad argentina. Bazán y Laguna hoy son apellidos muy populares, muy difundidos y sin embargo hace 200 años eran nombres escasísimos. Es un dato fundacional de cómo se fue constituyendo este país, poblándose de Garcías, Martínez, López, Fernández o Suárez, entre otros.

Quién sabe cómo sería hoy la Argentina si Francisca Bazán se hubiera llamado Herta Schneider. Tal vez la casa nunca se hubiera demolido porque los alemanes son muy conservadores con su arquitectura. A las casas alemanas sólo las demuelen las bombas.

Se dice a menudo que este bicentenario debe ser una oportunidad, pero no se aclara muy bien para qué. Una oportunidad para cambiar, una oportunidad para revisar lo que se hizo, para planear el futuro, para pintar los cordones de las veredas, para iluminar las calles oscuras, o para llenar de banderitas la ciudad.

¿No será más bien una oportunidad para pensar, para pensarnos, sin prejuicios y con total irreverencia?

Afirma el filósofo Tomás Abraham que “es indispensable ser irreverentes con la tradición; si no, no podés decir nada”. Y si ser independientes no sirve para decir lo que pensamos, entonces no sirve para nada.

Lo que quiere decir Abraham es que la gente, en su mayoría, prefiere “ser” antes que “pensar”. Es más fácil ser kirchnerista, peronista o ser liberal y actuar como autómata, que pensar y tomar decisiones, con todas las contradicciones, prejuicios y dificultades que esto implica.

Poco de lo que hoy se diga, se escriba o se construya servirá de mucho dentro de 100 años. Y por eso es más importante pensar, meditar, pensarnos y meditarnos, antes que esforzarnos por afirmar y por dejar algo asentado, por dejar una marca supuestamente indeleble. ¿Qué hicieron o dijeron hace cien años, en el centenario, que hoy nos importe?

Quedarán algunos edificios, probablemente, y la historia oficial, seguramente. Pero la mayoría de las cosas que ahora nos parecen importantes habrán de no serlo.

Contextos diferentes

Las enfermedades y las pestes, por ejemplo, que acechaban a los argentinos en 1916 no son las mismas que nos persiguen hoy. La mayoría han sido erradicadas, curadas, o son fácilmente controlables con medicamentos y vacunas. Se morían, en promedio, a los 50 años.

No hay dudas que los problemas que tendrán dentro de cuatro o cinco generaciones serán diferentes. Casi seguro no serán preocupaciones el cáncer ni el sida, o las muertes en accidentes de tránsito. ¿El tránsito seguirá empeorando y las ciudades serán cada vez más dependientes de los autos? Difícil saber si comprenderemos algún día lo equivocados que estábamos hoy.

En julio de 2116 el Gran Tucumán tendrá más habitantes que la Ciudad de Buenos Aires. Casi tres millones serán pobres. La ciudad llegará hasta el dique El Cadillal, hacia el norte, y pasará Famaillá, hacia el sur. Hacia el este estará cerca del límite con Santiago del Estero y hacia el oeste habrá trepado hace rato sobre los cerros. El área metropolitana ocupará casi un tercio de la superficie total de la provincia.

No es difícil imaginar que los problemas serán otros, y bastante más graves.

De allí que es fundamental aprovechar estas oportunidades icónicas para saltear la linealidad de nuestros actos y nuestros pensamientos. Para que el 9 de julio no sea más que un número rojo en el calendario.

El universo no es lineal y para comprenderlo nuestro pensamiento debe ser lateral, creativo, de lo contrario continuaremos en una línea recta, arrastrados como ganado, hacia un abismo inevitable, donde los problemas sólo tienden a agravarse.

El ser humano está repleto de paradojas, que no sólo no le impiden avanzar sino que es justamente por eso que evoluciona. Es un ente paradojal que compite contra sí mismo, porque el hombre sólo puede compararse con el hombre, en inquietante soledad.

Una de las paradojas más admirables del ser humano es su reciente y creciente conciencia ambiental. Cada vez más personas luchan para cuidar el planeta y sus recursos aún sabiendo -y muchos también sin saberlo- que la raza humana desaparecerá mucho antes que el planeta, millones de años antes. ¿Para qué cuidarlo entonces? Quizás por la misma razón en que decidimos dar vida a un hijo aún sabiendo que también le estamos dando la inevitable muerte.

De estos sentidos hay que resignificar al bicentenario, con pensamientos críticos, rigurosos y laterales, de lo contrario habría que imitar a Jesús cuando expulsó a los mercaderes del templo en vísperas de las pascuas judías, y entrar a la Casa Histórica y romper todos esos “tesoros” vacíos de sentido.

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