Examen y traslado de los restos

Examen y traslado de los restos

Hay cuidadosas descripciones de los despojos de Monteagudo, realizadas cuando la urna se trajo al país.

EL FÉRETRO ABIERTO. Así se veía el féretro de Monteagudo, cuando fue abierto en Lima en 1917, para trasladarlo a la Argentina. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO. EL FÉRETRO ABIERTO. Así se veía el féretro de Monteagudo, cuando fue abierto en Lima en 1917, para trasladarlo a la Argentina. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO.
A la una de la tarde del 26 de junio de 1917, escoltado por una guardia de soldados peruanos con uniforme de gala, llegó al Cementerio General de Lima el encargado de negocios de la República Argentina, doctor Agustín Garzón. Lo acompañaban el oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores del Perú, Agustín Elguera, y otros funcionarios. Venían a retirar los restos del doctor Bernardo de Monteagudo, que allí fueron sepultados el 29 de enero de 1825, luego de su trágica y nunca bien aclarado muerte, ocurrida el día anterior.

Según el general Jerónimo Espejo, aquellas exequias tuvieron “forma modesta, pues el finado no dejaba fortuna”, y Juan José Sarratea, apoderado del difunto, costeó los gastos de su propio peculio. Los restos estuvieron varios años en un nicho, muy próximo al del guerrero de la Independencia, coronel Manuel José Soler, fallecido dos días antes y del que Monteagudo era gran amigo. En 1878, el inspector del cementerio, José Agustín de la Puente, los había colocado en un nuevo cajón y puso la placa de mármol que los identificaba.

El nicho C-17

Ese día de 1917, se cerraba un largo proceso, iniciado en 1896, cuando la Argentina comenzó a gestionar el traslado de esos despojos. Ocurrió que, simultáneamente, el gobierno de Bolivia interpuso un requerimiento idéntico, sosteniendo que Monteagudo era altoperuano y que correspondía inhumarlo en La Paz. Finalmente, el Perú acogió la tesis correcta, de que el prócer era argentino y que su país tenía derecho a guardar sus despojos.

En “Los restos del Dr. Bernardo Monteagudo” (1918), el historiador Carlos J. Salas transcribió las actas de inhumación de Lima y de Buenos Aires; el informe del médico que actuó en el reconocimiento de los restos, y las observaciones del Perito Moreno, así como otras peripecias. Es la fuente que usamos para las líneas que siguen.

El ministro argentino y su comitiva llegaron hasta el nicho letra C número 17 del Cuartel de la Resurrección. Estaba cubierto por una lápida de mármol con la inscripción: “Bernardo Monteagudo. Fallecido 28 de enero de 1825”.

Removida la placa, se extrajo “un ataúd de madera de alerce, que se encontraba intacto, atado a lo largo y luego de través, en dos partes, con cuerda cuyos extremos estaban amarrados en un clavo de chonta”.

Con cal viva

Sigue el acta: “Cortadas las amarras y levantada la tapa del ataúd, quedaron de manifiesto restos en regular estado de conservación envueltos en polvo de cal viva. Estaban aparentemente cubiertos por un hábito franciscano y, debajo del hábito, prendas interiores de ropa”.El médico de Policía, doctor Juan Antonio Portella, examinó los despojos y “comprobó la existencia de las huellas de la herida punzante y cortante que produjo la muerte del coronel Monteagudo”.

Una carta posterior de Portella al cónsul argentino en Lima, Jacinto García, abundaría sobre su examen. Narraba que encontró “el cadáver completamente momificado, de una persona de elevada estatura, cubierto por un pantalón blanco de hilo sujeto por tirantes tejidos, camisa blanca y una capa con capucha, en cuyos pliegues se pudo comprobar que era de paño fino de color azul marino”. Esto difiere con el texto del acta, que habla del “hábito franciscano”: en realidad, era el hábito azul del convento de San Juan de Dios, inmediato al lugar del crimen, y cuyos frailes levantaron el cadáver esa trágica noche.

Huella del puñal 

Portella agregaba que “en el tórax se notaba, en el reborde inferior de la cuarta costilla izquierda, a nivel de la región precordial, una escotadura poco profunda, producida probablemente por el arma que hirió a don Bernardo Monteagudo”. En la boca constató “la existencia de todas las piezas dentarias, algunas caídas de las fauces, pero todas en perfecto estado de conservación, bien desarrolladas y de color blanco”.

Los restos fueron trasladados a “un nuevo ataúd de roble con adornos metálicos” -expresa el acta- que encerraba “otro ataúd interior de zinc colchado de seda blanca, con una luna que permite ver la parte superior correspondiente al busto”. El cajón “fue soldado herméticamente en presencia de todos los circunstantes y cubierto luego con la tapa del ataúd de roble, sujeta por tornillos, y cuya parte superior, sobre la luna del ataúd de zinc, es separable”.

Se lo depositó en un túmulo, en la capilla del Cementerio General”. Allí lo velaron hasta que fue colocado a bordo de la fragata “Sarmiento”.
 
En Buenos Aires

La nave llegó a Buenos Aires el jueves 14 de febrero de 1918. Los actos de recepción estaban organizados por el Gobierno de la Nación y por la Comisión del Centenario del Paso de los Andes. Una delegación de esta subió a bordo de la fragata, para proceder a la apertura del féretro y comprobar el estado de los restos, en presencia del comandante de la nave y ante un escribano público.

La medida no buscaba confirmar la autenticidad de los despojos, que ya se había comprobado fehacientemente en Lima. Se trataba -dice la crónica transcripta por Salas- más bien de “satisfacer una curiosidad histórica que talvez permitiría reconstruir rasgos y detalles fisionómicos”. Por eso se habían llevado a bordo “aparatos fotográficos y antropométricos”.

Así, se abrió nuevamente el ataúd. Como desde Lima se había anunciado a la prensa que el cadáver estaba en buen estado, se pensaba que conservaría “un resto de las formas”. Pero, al quedar al descubierto, “sólo se advirtió su estado semi momificado, que le daba apariencias de una época más remota aun a la de que procedía”.

Nuevo examen

Dice la crónica que “la calavera, desencajada y rígida, mostraba el maxilar inferior enteramente caído; luego, en el pecho, precisamente en el sitio del corazón, sea ahondaba una cavidad a cuyo través se alcanzaba a ver la columna vertebral. En el cuerpo, restos de tela sin color, que no permitían afirmar si el cadáver fue cerrado totalmente vestido o simplemente amortajado”.

Presidente de la Comisión, era el destacado antropólogo Francisco P. Moreno. Ante el féretro abierto, aprovechó para estudiar cuidadosamente los restos, y establecer conclusiones sobre la raza a la que perteneció Monteagudo, ya que muchos enemigos le adjudicaron sangre negra.

Honores de ministro

Luego, lo reporteó “La Prensa”. Expresó el Perito Moreno que “he podido apreciar que no hay, en la conformación general craneana, ningún rasgo que acuse mezcla de raza africana. La forma de la cabeza revela la característica definida de los tipos europeos. Es algo pequeña y los rasgos de la cara dejan cierta impresión de femenil. Frente despejada y alta, y pómulos sin acentuación. Se puede inferir que fue Monteagudo un tipo de rasgos finos y atrayentes, y, en general, de proporciones armoniosas”.

Añadió que también “pude observar, que a la parte posterior del cráneo y sobre la piel apergaminada que lo cubría, se encontraban adheridos y fijos a la misma, varios mechones de cabello negro, lacio, pero a los que la acción del tiempo y la humedad habían transformado en gris oscuro. Ninguno de estos mechones estaba formado por cabellos lanuginosos, ni en forma de mota, lo que excluye en forma absoluta la mezcla de sangre africana”.

A las nueve de la mañana del 15 de febrero, los restos fueron desembarcados por los oficiales de la Sarmiento, con los honores correspondientes a ministro de Estado. Fueron colocados en una cureña, envueltos en la bandera nacional y partieron rumbo a la Recoleta. Los escoltaba un escuadrón de los Granaderos a Caballo, seguido por gran cantidad de público. Las tropas estaban formadas en el cementerio y le rindieron honores.

Destino de la urna

Poco después, y con su habitual ligereza, el periodista Juan José de Soiza Reilly atacó la autenticidad de los restos. Exhibía la foto, tomada en La Paz en 1908, de un féretro abierto con varias personas a su alrededor, y sostenía que tales eran los huesos del tucumano. Pero no había reconocido a uno de los fotografiados, el doctor Eduardo L. Holmberg. Este aclaró que los despojos mostrados en la imagen no eran de Monteagudo, sino del gobernador de Santa Cruz de la Sierra, Francisco de Viedma.

Las crónicas de 1918 no precisan en qué panteón de la Recoleta se colocó la urna traída de Lima. Sólo sabemos que terminó depositada dentro del gran mausoleo del general Pablo Ricchieri (1859-1936). En la parte trasera, una placa minúscula rezaba: “Aquí yacen los restos del Dr. Bernardo de Monteagudo”.

Fotos tomadas hace pocas semanas, revelan que la urna estaba semiabierta y destartalada, y que presurosamente se la reacondicionó para el traslado a Tucumán. Ahora, una urna flamante guardará, en el Cementerio del Oeste, los restos del prócer.

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