A 50 años del intento de desintegrar Tucumán

A 50 años del intento de desintegrar Tucumán

El Bicentenario, ya lo sabemos, pasará sin gloria. Nada duradero quedará de él. Ni simples obras públicas que lo recuerden. Ni complejos planos para delinear la Argentina y el Tucumán de los próximos 100 años. Semejante traición a la historia es propia de la falta de grandeza de los gobernantes que tienen problemas con el pasado. Nada hizo por el mayor hito de esta patria (un acontecimiento profundamente civil en una historia oficial intoxicada de fechas castrenses) el kirchnerismo, que de repente no se acuerda de José López; ni el alperovichismo, que de pronto no se reconoce kirchnerista. Poco y nada ha hecho el Presidente, que desde que ha llegado a la política se presenta como “Mauricio”, como si apellidarse “Macri” fuera secundario. Poco y nada ha hecho Juan Manzur, que cuando habla de José Alperovich lo llama “el gobernador”. ¿Exactamente quién creerá que es el mandatario que considera que el mandatario es otro?

Pero hay otro oprobio. El próximo martes se cumplirán 50 años del golpe de Estado de Juan Carlos Onganía, que inauguró el régimen autoproclamado como “Revolución Argentina”. Aquí, en Tucumán, también será un acontecimiento inadvertido. En este caso, pasará sin pena. Y eso conforma una cobardía infinita de parte de la dirigencia tucumana. Porque entre muchas atrocidades, los enemigos de la Constitución que se hicieron del poder el 28 de junio de 1966, apenas asumieron, pusieron en marcha el plan de desintegración de Tucumán.

Claro que se trata de una fecha incómoda para el poder: el onganiato derrocó a Arturo Umberto Illia, ejemplo imperecedero de la honestidad. Cuando asumió tenía casa, auto y $ 300.000 de la época en el banco. Cuando lo voltearon, aún tenía la casa, ya no contaba con el auto, y no le quedaba ni un peso en el banco. “Los gastos reservados de todo el período (recordó en 2003 Jaime Rosemberg en La Nación) no habían sido usados y fueron devueltos al fisco”. Parece ficción, pero hace cinco décadas, nomás, había un gobernante que devolvía dinero bien habido al Estado. Nada se sabía de valijas que salían por docenas de los bancos oficiales. Ni de bolsos millonarios siendo revoleados al interior de los monasterios.

Eso sí: Illia es mucho más que un presidente que, pese a no terminar su mandato, dejó un legado ético apabullante. Es un estadista que, durante su breve ejercicio del poder, hizo crecer la economía a ritmos que hoy serían calificados como “tasas chinas”. Del PBI nacional, destinó dos dígitos a la educación. Todo ello, en una administración sin endeudamiento: los horrores exógenos de la deuda externa y los demonios intestinos de la corrupción (esos que se ventilan en conventos) eran impensables aquí, durante un breve gobierno, hace apenas medio siglo. A ese hombre, un sector del periodismo lo llamó “tortuga”. Dios mío, las liebres que vinieron después…

Para Tucumán, claro, el onganiato fue mucho más que una recua de mal nacidos terminando por la fuerza de las armas con un gobierno decente. Es, para decirlo en los incontrastables términos de Roberto Pucci, la historia de la destrucción de una provincia. De esta provincia.

“La clase dirigente porteña contó con su propio enclave azucarero en el trópico jujeño y, poniendo en juego todos sus recursos políticos y económicos para hacer de aquel feudo una fortaleza, se dispuso al combate a muerte para aniquilar la autonomía, la economía y la entera sociedad de Tucumán”, sintetiza, significativamente, el historiador tucumano.

A menos de dos meses del golpe, el 21 de agosto de 1966, el entonces ministro de economía de esa dictadura, Jorge Néstor Salimei, anunció el cierre de ocho ingenios. Entre ellos estaba el Bella Vista, que luego fue reabierto. Más tarde, los clausurados serían 11. Finalmente, los desmantelados sumarían 15.

Para semejante inquisición, los autócratas montaron una campaña sostenida de demonización. Tucumán era una “provincia subsidiada” y su industria era “prebendaria e irracional”.

Cierto es que toda la industria estaba literalmente regulada. El Estado regulaba el precio de la caña, el precio del azúcar y los mecanismos de financiamiento bancario. Era una suerte de paraíso de los industriales cañeros, pero no caben a ellos todas las responsabilidades por las incontables crisis del azúcar que eran, irremediablemente, crisis tucumanas: como la caña se pagaba por el peso y no por los rindes, los productores comenzaron a sembrar variedades que, precisamente, no tenían los mejores rindes pero sí mayor peso. Se sembraba caña, inclusive, en zonas dudosamente aptas y definitivamente alejadas. Proliferaron, además, los pequeños cañeros que encaraban explotaciones ínfimas que ni siquiera llegaban a conformar unidades económicas. Y la huelga del 49, realizada por los trabajadores del sector, fue en reclamo de una recomposición salarial del 100%... Pero todo eso merecía una solución, no una aniquilación.

Sin embargo, jamás se impulsó la unión de los pequeños cañeros: directamente, se los fulminó. La Fotia fue prácticamente reducida a cenizas. Y lo peor: tampoco hubo el menor intento por reencauzar la economía tucumana: los gobiernos tucumanos nunca supieron hacerlo; la Nación, directamente, optó por la feroz mutilación. La industria tucumana (porque era genuinamente una industria) jamás tuvo oportunidad de modernizarse. Por el contrario, fue sometida, en los términos de Pucci, a un verdadero “industricidio”.

Para cometer ese crimen, los aniquiladores no presentaron un diagnóstico, sino que dictaron una condena sin previo juicio. Pucci transcribe en su valiosísimo libro, editado en 2007, pasajes del libelo “Limpiemos de malezas el Jardín de la República”, ejemplo acabado de la propaganda no sólo contra la industria azucarera sino contra todo Tucumán:

“Todo el mundo trabaja para beneficio de un reducido grupo que no reinvierte en Tucumán la enorme riqueza que allí se produce. Son famosas las zafras para las cuales se arrean las peonadas de otras provincias. El ‘vale’ es la moneda del ingenio. Tucumán se convirtió en un muestrario elocuente de lo que son las miserias de las riquezas argentinas. (…) La politiquería enseñoreada en la provincia digita elecciones a fin de que sólo vayan al Congreso los diputados cuya única misión es la defensa de esos intereses. Estos grupos logran así que el azúcar sea una industria protegida. Se crea el monopolio para los ingenios tucumanos prohibiéndose sembrar e industrializar en otras provincias (…) Ha llegado el momento en que no se pueden seguir aplicando paliativos. Las soluciones drásticas, demoradas por los intereses electoralistas y de comité, urgen. Esa mala industria le cuesta al país 50.000 millones de pesos, un impuesto terrible que agobia al pueblo de toda la Nación”.

Es curioso: en Buenos Aires, los gobernantes de dudosa legitimidad provenientes de elites todavía más dudosas no parecían pensar lo mismo de esa misma industria cuando estaba situada fuera de Tucumán. En febrero de 1963, durante el Gobierno de José María Guido, el Poder Ejecutivo Nacional había declarado como empresa “de interés nacional” al ingenio Ledesma. Por supuesto, el panfleto dice que Tucumán, la víctima, en realidad es victimaria. Que es Tucumán la que atenta contra otras provincias. Y, por supuesto, los golpistas que se llenan la boca de “pueblo” dicen que aquí se vota mal…

El precio que pagaron los tucumanos fue bestial. Según los datos del Archivo de LA GACETA, unos 50.000 empleados de fábrica y trabajadores de surco quedaron sin trabajo, y cerca de 11.000 pequeños cañeros fueron excluidos de la actividad. De los casi 40.000 afiliados con que contaba Fotia en 1963, sólo quedaron 5.000 tras el 66. El cierre industrial forzado produjo una caída del producto bruto provincial del 35 % en 1967, y la superficie sembrada, que llegaba a las 210.000 hectáreas en 1965, quedó limitada a 135.000 en 1967; esta reducción trajo aparejada la desaparición de unos 30.000 puestos de trabajo en el campo. Las aproximadamente 65.000 hectáreas de campos que pertenecían a las firmas propietarias de los ingenios cerrados se convirtieron en tierras improductivas.

Pucci ilustra que la provincia presentó una migración media del 28,9% entre 1960 y 1970: unos 220.000 habitantes. Según el Censo Nacional 1970 -especifica-, 272.000 tucumanos vivían fuera de aquí. Famaillá había perdido 35.000 habitantes. Cruz Alta, 30.000. La capital, 20.000. Santa Ana, 10.000. Mercedes (de donde era oriundo Palito Ortega) casi toda su población de 6.000 almas.

No sólo las poblaciones sufrieron imputaciones insanables: los tejidos familiares fueron destrozados, porque los jefes de familia y eventualmente las parejas que se iban a buscar trabajo no podían llevarse a sus hijos.

En contraste, el erudito investigador tucumano precisa que en 1967 la Nación concedía al ingenio Ledesma un aumento de 15.000 toneladas de azúcar en sus derechos de producción, sustraídas a la cuota tucumana. Lo que representaba el tamaño de un ingenio mediano de la provincia.

Mientras que la producción tucumana representaba el 62% del total nacional en 1965, esa participación cayó al 56% en 1967; y al 50,5% en 1970. Si no se redujo más fue porque la capacidad salteña y jujeña encontró su límite –advierte Pucci-: no lograban cubrir los cupos que la Nación les había transferido, mientras que Tucumán trabajaba obligadamente al 80% de su capacidad productiva.

Es decir, el precio del “industricidio” fue social y económicamente devastador. A cambio, Tucumán jamás dejó de ser feudal porque, en rigor, eso jamás les importó a los enemigos de la democracia.

Paralelamente, el historiador rescata los ensayos de José Ricardo Rocha publicados en LA GACETA en 1972, titulados “La batalla de Buenos Aires”. El autor denunciaba la política de un régimen que había convertido al área metropolitana bonaerense en “el único polo de desarrollo real y concreto con que cuenta el país”.

Eso sí, Buenos Aires reclama un Fondo de Reparación Histórica. Tucumán, no. No vaya a ser que alguien se ofenda en el puerto. Es tan corta la Declaración de la Independencia y tan largo el olvido de los cobardes…

El 28 de junio merece ser inmortalizado en la memoria de los comprovincianos como una tragedia colectiva imperdonable. No recordarlo es casi un crimen de lesa tucumanidad.

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