¿Un divorcio británico de Europa? Enrique VIII abrió el camino

¿Un divorcio británico de Europa? Enrique VIII abrió el camino

25 Junio 2016

Alan Cowell - The New York Times

Al otro lado del Canal de la Mancha, un poder grande e inflexible domina y le niega sus derechos a Londres. El Estado soberano ya no es, para nada, soberano. Días antes del referendo esas eran las imágenes que promovían los llamados “brexiteers” (quienes propugnaban la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea). Ellos hicieron campaña con un objetivo: que su país envíe la señal de una nueva y poderosa era de independencia al abandonar al bloque de 28 países. Sin embargo, los ingleses ya habían pasado por eso.

Hace cinco siglos, el rey Enrique VIII, irritado por la influencia teológica y financiera del papado, rompió con Roma y condujo a sus súbditos hacia las nuevas tierras de pastoreo de la Iglesia de Inglaterra, de la que él mismo era el jefe supremo. Fue un paso que cambió a la cristiandad, dándole forma a la fe y a la identidad de 85 millones de anglicanos en el mundo, hasta hoy.

“En el proceso, Inglaterra dejó de integrar un imperio medieval europeo para convertirse en un Estado-nación soberano, libre de la autoridad de cualquier potentado extranjero, por sobre todo, del Papa”, escribió en 2009 Adrian Pabst, disertante de la Universidad de Kent, en el diario The Guardian. “Si alguna vez se preguntaron sobre los orígenes del euroescepticismo inglés, no busquen más allá de la Reforma protestante”, apuntó.

Los paralelismos históricos pueden ser simplistas, si no es que engañosos, y las diferencias entre ambos períodos son profundas, en especial por la naturaleza democrática de esta decisión.

Sin embargo, los ecos son suficientemente fuertes como para resonar en un momento en el que Gran Bretaña está recurriendo a su pasado en busca de lecciones que puedan aplicarse a su futuro.

El portazo de Enrique VIII al catolicismo estaba basado en la negativa de Roma para anular su primer matrimonio, con Catalina de Aragón. Enrique tuvo cinco esposas más en la búsqueda de un heredero varón, en contradicción directa con la ortodoxia católica.

La campaña de los “brexiteers” también se trató de un divorcio, en este caso de países y de economías, pero, sin duda, igual de permanente y con consecuencias trascendentales. Para quienes perdieron la votación no hay otra oportunidad, ninguna idea de consuelo en la derrota”, escribió Alex Massie en el sitio web de The Spectator. “No, la derrota es permanente y para siempre”, subrayó.

Por coincidencia, quizá la campaña tomó ritmo en un momento en que el imaginario nacional quedó atrapado en el éxito de grandes ventas que han sido “Wolf Hall” y “Bring up the bodies”, las novelas de Hilary Mantel ubicadas durante el reinado de Enrique VIII. Se ha reavivado el tema de cómo la elite se relaciona con sus adversarios internos y sus enemigos en el extranjero. Mantel formó parte de las 300 figuras de la cultura -actores y escritores, entre ellos-, que firmaron una carta abierta el mes pasado, en la que instaron a sus conciudadanos a votar por la permanencia en la Unión Europea.

“¿Qué clase de Nación queremos ser?”, se preguntaba en la carta. “¿Miramos hacia fuera y estamos abiertos a trabajar con otros para lograr más? ¿O nos encerramos y alejamos a nuestros amigos y vecinos en un momento de cada vez mayor incertidumbre mundial?”.

El examen de conciencia va más allá. Al paso de los siglos, Inglaterra y, luego, Gran Bretaña, se ha pavoneado por el escenario mundial como jefe supremo imperial, cuyo pueblo parece estar cómodo con el disfraz de desamparado. La psiquis nacional descansa en una historia de invasiones, sumisiones, conquistas y asertividad, desde los romanos y anglosajones hasta los normandos y las dinastías enlazadas con la realeza de Europa.

Inmigraciones

En los años más recientes, oleados de inmigración -jamaicanos en los 1950, luego, paquistaníes, indios y otros asiáticos en los 60- han remodelado la demografía del país. Es menos de la mitad de la población la que profesa el cristianismo, prevaleciente en los días de Enrique VIII. La pérdida de un imperio y el surgimiento de una economía mundial interconectada y compleja ha reavivado la noción de que, en tiempos de cambio constante, los ingleses se definen a sí mismos por su oposición a un poder externo mayor: el papado en el siglo XVI y la Unión Europea en el XXI.

Los discursos de Winston Churchill durante la II Guerra Mundial estuvieron impregnados del mensaje de “hacerlo solos”, mientras los ejércitos de Hitler se desplegaban por toda Europa hasta la costa del continente. “Nunca nos vamos a rendir”, declaró Churchill en 1940, aunque con la advertencia de que Gran Bretaña seguiría peleando hasta que el Nuevo Mundo, con todo su poderío y su potencia, salga a rescatar y liberar al Viejo.

Los dirigentes políticos de hoy apenas pueden resistir el mantra churchilliano. Al enfrentar los cuestionamientos hostiles de un panel en la TV, el nervioso primer ministro, David Cameron, señaló días atrás: “en mi oficina, yo me siento a dos yardas de donde Churchill resolvió seguir peleando contra Hitler”. Churchill no deseaba estar solo, dijo Cameron. “Pero no renunció -añadió el primer ministro-. No renunció a la democracia ni a la libertad. Queremos pelear por esas cosas hoy”. La mayoría británica le dio la espalda a Cameron.

Fue también Churchill quien, en 1930, presagió uno de los argumentos de los “brexiteers” en un artículo citado en el diario Saturday Evening Post. “No vemos nada más que bien y esperanza en una comunidad europea más rica, libre y contenta -sostuvo-. Pero nosotros tenemos nuestro propio sueño y nuestra propia tarea. Estamos con Europa, pero no somos de ella. Estamos vinculados, pero no integrados. Estamos interesados y asociados, pero no nos ha absorbido”.

David Starkey -historiador de Cambridge y crítico de la UE- extrajo un paralelismo con la moderna batalla por el espíritu de la nación. “La relación semiseparada de Inglaterra con Europa no es nueva, ni una aberración -escribió-. Más bien, está enraizada en los acontecimientos políticos de los últimos 500 años”.

Sin embargo, los británicos siempre parecen mezclar la ambición mundial con las preocupaciones locales, esas que llevaron a Adam Smith, en 1776, a definir al país con una frase: “una nación de tenderos”. Hoy en día, el término sobrevive como un epíteto despectivo para los “brexiteers”, que prefieren reclamar la responsabilidad para una Gran Bretaña que despertó para gobernar un nuevo imperio. Algunos arguyen que el ADN dominante en los “brexiteers” está en lo que A. Gill, columnista de The Sunday Times, llamó: “la droga más perniciosa y debilitante del inglesito: la nostalgia”.

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