“No se puede enseñar a sentir, es casi imposible”

“No se puede enseñar a sentir, es casi imposible”

El mimo recibirá esta tarde el reconocimiento a la trayectoria teatral por la región NOA

UN COMIENZO EXTRAÑO. “Empecé de casualidad, no tenía idea qué era un mimo”, recuerda Semelman. la gaceta / foto de franco vera UN COMIENZO EXTRAÑO. “Empecé de casualidad, no tenía idea qué era un mimo”, recuerda Semelman. la gaceta / foto de franco vera
30 Mayo 2016
Mauricio Semelman nunca había visto cine ni teatro hasta que debutó en las tablas del San Martín en 1965, con “El sombrero de paja de Italia”. Y nunca más se bajó.

El mimo más conocido de Tucumán nació lejos de este suelo. Es chileno, de Concepción, una ciudad barrida por el terremoto y el tsunami posterior que sufrió hace pocos años, al punto que borró del mapa la playa a la que él iba con sus amigos, y que recuerda con nostalgia.

Y ese origen fue el que determinó su destino sobre el escenario. “Empecé por casualidad. Unos amigos míos me invitaron a ir a Los Dos Gordos, que estaba frente a la plaza Independencia, para presentarme a un compatriota, el director de teatro Eugenio Dittborn Pinto. Luego de charlar, me pide un favor: que vaya hasta la puerta y vuelva caminando. Yo pensé que estaba borracho, pero lo hice. ‘Nunca te han dicho que sos un mimo’, me dice y yo no tenía idea de qué era eso. Esa misma noche estaba en el teatro para ser parte del elenco y a los cinco días tenía un contrato con Ethel Zarlenga para hacer una obra infantil donde hacía de perro; luego llegó Bernardo Roitman, y así seguí. Tengo como 50 obras y no paré nunca, salvo en la época de la dictadura militar, con Antonio Bussi, que estuvimos relegados por decisión nuestra”, resume, con el hilo de voz que lo caracteriza.

Semelman será distinguido esta tarde, a las 18 y en el Centro Cultural Virla de la Universidad Nacional de Tucumán, con el premio a la Trayectoria Regional por el NOA (ver Premiados). Allí recibirá la estatuilla “Caballero de la fiesta”, del artista tucumano Guillermo Rodríguez, junto con referentes teatrales de todo el país. El premio grupal será para la compañía Andar, de La Pampa.

- ¿Qué significa este reconocimiento?

- Para mí es más importante que un premio, porque lo vengo buscando desde hace muchísimo tiempo. Es más de medio siglo de carrera; ya tengo 77 años.

- ¿Cuándo llegaste a Tucumán?

- Fue a principios de los 50. Quedamos huérfanos de padre y madre, éramos siete hermanos y yo era el penúltimo. Una hermana de mi viejo fue y decidió traerse uno y me eligió a mí. Acá me adoptó y desde entonces vivo en Tucumán. Recién cuando murió hace 15 años le comencé a decir mi vieja, porque antes ella me aclaraba que era mi tía y que no reemplazaba a nadie. Fue muy inteligente y valiente de su parte; era viuda, sin hijos y trajo al diablo (ríe y se señala a sí mismo).

- El impacto debe haber sido fuerte...

- Era otro mundo, absolutamente distinto. Concepción era una ciudad chica y Tucumán, bastante grande. Pero allá tenía el mar. No conocía a nadie acá, y vine a ensamblarme a otra familia, todo me era ajeno. Todos los años fui a ver a mis hermanos; siguen vivos cinco de ellos, todos varones. Estamos en contacto constante, pero me siento total y absolutamente tucumano y no podría volver a vivir a Chile.

- Hay una vida forjada acá.

- Tengo mi carrera y mi familia, mi hijo y mis tres nietos. Ninguno de ellos hace teatro. En realidad, son chicos: van al teatro pero no tienen vocación y no sé si me hubiese llevado bien con mi hijo si se hubiese dedicado a ser mimo.

- ¿Por qué te abocaste a este oficio?

- Muchas veces me pregunté por qué hacía esto y lo descubrí solo. Dicen que la soledad es la madre de las ciencias. Como no tenía con quién compartir, porque mis hermanos son mayores que yo y el menor ya había sido adoptado, me aislé en un mundo paralelo. Me encerraba en una pieza y jugaba, hablaba y peleaba con todos mis personajes imaginarios, que eran duendes. De ahí vino la necesidad de definir cómo comunicarme con ellos, porque no hablaban, no emitían sonido.

- ¿Y qué estilo adoptaste?

- Mi mimo es el subjetivo, que saca de adentro hacia afuera sus emociones y crea situaciones en las que transmite lo que quiere decir y recibe lo que le transmiten. No muestra nada: jamás quise copiar a Marcel Marceau, que era un genio técnico, pero él era un mimo objetivo que muere en sí mismo, y no puede integrar un elenco. Él y su técnica son el espectáculo. Yo me identifico con Charles Chaplín por excelencia, sobre todo en su época muda.

- ¿Cómo se transmite tu formación?

- Ese es el problema: no se puede enseñar a sentir, es casi imposible. Ahora comencé a enseñar y me metí en una camisa de 11 varas, tengo que empezar a crear situaciones y a corregir cómo se manejan físicamente en ellas sin emitir sonido. Los alumnos están chochos, pero yo, en problemas.

- ¿Tu voz siempre fue así?

- No, y no sé por qué. Mi teoría es que cuando me operaron de amígdalas, el médico me tocó sin querer las cuerdas vocales y nunca más volví a hablar bien. Para mí, esto que estoy haciendo ahora (dar la entrevista) es un gran sacrificio. Yo hago mucha fuerza para hablar y soy súper acomplejado de mi voz por todas las cargadas que sufrí cuando chico. Es más, a los exámenes en la carrera de Arquitectura muchas veces me los tomaban por escrito, porque no podía hablar.

- ¿Hasta qué año llegaste en la carrera?

- Aprobé quinto de Arquitectura y no me recibí porque vino ese chileno (por Dittborn Pinto) y encontré cuál era mi idioma para expresarme. No me gusta la arquitectura, no era para mí; prefiero ser un buen mimo que un mal arquitecto.

- ¿Y el ser carpintero?

- Fue por necesidad de subsistencia, durante el proceso militar. Me gustaba, pero el que trabaja solo apenas sobrevive. No se puede fabricar un mueble solo, diseñar, comprar la madera, alquilar máquinas... Es un sacrificio enorme y mucho esfuerzo físico. Además, el aserrín que respiraba me causó problemas de salud: un día me entró un virus y estuve al borde de un transplante de corazón, con día y hora. Pesaba 42 kilos y no tenía fuerza ni para subirme a una silla, pero nunca me falta un duende que me saca las papas del fuego, y en mi caso fue el doctor Eduardo Hasbani, quien dijo que soy un milagro viviente.

- ¿Cuáles son tus obras preferidas?

- Soy hombre de elenco, pero todo lo hago a nivel inconsciente. Obviamente figura primero “La bruma”, de Martha Acosta, que me abrió las puertas en Buenos Aires (fue premiado en el primer Festival Nacional de Mimo de 1997), “Inodoro Pereyra”. “El Bosque” y “Por las aguas del Nut”. Decidí que Nicolás Aráoz me dirija; él no quería y yo le dije que tenía el derecho a elegir. Y creo que vamos a reponer “La bruma”.

- El teatro infantil fue otro campo en el que te desarrollaste mucho.

- Es muy difícil de hacer, sobre todo por cómo lo encaran los directores y los actores en Tucumán. Debería ser igual que el teatro para adultos, hecho con el mismo respeto, y no con tonteras. Cantan y hacen una sacha coreografía y ya está, porque el chico se divierte un poco y no tiene a dónde ir, pero yo no lo acepto. Tardaba meses para hacer un infantil.

- Muchas veces hiciste de perro...

- Es que yo aprendí a caminar con mi perro, que era tipo labrador, grande y súper inteligente, increíble. Yo no caminaba, pero lo agarraba del pelo y él me llevaba de paseo por la casa y la calle. Comencé a copiar sus movimientos y al final corría 25 cuadras a su lado, no tan rápido, pero siempre a cuatro patas. Y así me movía en las obras. Todo se consigue observando.

- ¿Cómo construís tus personajes?

- Hay algo que no puedo explicar porque ni yo lo sé: cuando me dan un personaje, pido una música y mientras la escucho ya tengo la imagen del personaje, lo siento y no lo veo. Mi cuerpo se encarga del resto.

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