Doscientos años después, ¿es viable la Argentina?

Doscientos años después, ¿es viable la Argentina?

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Durante la última semana la clase dirigente viene disparándose con pobres. Con municiones de pobres. Es un tema recurrente y permanente en esta Argentina circular, donde los mismos problemas se repiten década tras década desde los días fundacionales.

Como en casi todos los países, en la Argentina hay cuatro clases sociales: clase alta, clase media, clase baja y clase dirigente. A esta última la componen políticos, funcionarios judiciales, empresarios y gerentes, autoridades religiosas, sindicalistas y personalidades influyentes (artistas, deportistas, intelectuales, periodistas y profesionales famosos, entre otros).

En la clase dirigente hay multimillonarios, millonarios, gente de muy buen pasar y otros a los que no les sobra demasiado pero no la pasan mal. Lo que no hay en la clase dirigente son pobres. También, viva donde viva, la clase dirigente es mayoritariamente unitaria.

Si soplamos la espuma que cubre la cerveza vamos a ver que respecto de la pobreza las coincidencias se imponen en la clase dirigente y que las diferencias son escasas, pero insuperables. Tan insuperables que este año también vamos a celebrar el bicentenario de la pobreza en la Argentina.

Hace 200 años que hay gente pobre y muy pobre en el país, dígitos más, dígitos menos, y ninguna clase dirigente ha logrado superar esta injusticia. Por el contrario, si trazamos una línea de la pobreza en un plano cartesiano que comience en 1816 y termine en 2016 la tendencia siempre fue alcista, con algunos esporádicos descensos.

Es decir, década tras década el porcentaje de pobres aumenta y por una razón tan simple como compleja a la vez: es un problema estructural, no estacional. Esto significa que mientras no se modifiquen las causas, las bases de esa estructura corroída, todo lo que se construya sobre esos cimientos sólo hará que se incremente el número de argentinos pobres.

En los contados años donde la línea de la pobreza ha mostrado algún descenso fue a causa de factores externos favorables o a políticas más distributivas o a ambas a la vez, como ocurrió, por ejemplo, a principios del Siglo XX o también en la década del 50. Pero ni en los mejores momentos, según los estudios más optimistas, hubo menos del 10% de pobres en Argentina. Y en los peores días esa línea llegó a superar el 60%.

Factores externos, como guerras, crisis económicas globales o variación en los precios de los commodities, y políticas de mayor distribución, son fenómenos coyunturales, no orgánicos ni sistemáticos. Son momentos donde hay más dinero para repartir, o la decisión de hacerlo, pero no más que eso. No son medidas que vayan al hueso del conflicto y eso porque el hueso de este país está en el obelisco.

Macri y Belgrano

El presidente Mauricio Macri, que según su declaración jurada duplicó su fortuna en un año, al revés que la gran mayoría de los argentinos que son más pobres que el año pasado, planteó al llamado Plan Belgrano como uno de los ejes de su gestión.

Es un plan ambicioso y de difícil concreción. Aún así y suponiendo que se logre implementar al 100%, será insuficiente para revertir un desequilibrio que lleva 200 años.

Los pobres en Argentina están en el norte grande, que es la fábrica de pobres del país, y en las últimas décadas en los cordones urbanos de las grandes ciudades, que aglomeran pobres provenientes del norte y de los países vecinos, también del norte.

El tucumano Juan Bautista Alberdi en sus Póstumos V, según lo recordó el filósofo José Pablo Feinmann en una columna de 2012 titulada “Mitre y Lincoln”, trazó un paralelismo entre las guerras civiles de Estados Unidos y de Argentina. Sólo que allá ganó Lincoln, el norte progresista, federal, industrial y antiesclavista, y aquí ganó el sur, representado por Bartolomé Mitre, unitario, separatista, esclavista. Perdió el interior industrial que pretendía Urquiza (en Tucumán se fundó la primera industria pesada del país) y ganó el puerto de Buenos Aires y los estancieros de la Pampa húmeda.

“La revolución, en Norte América, ha tenido un triunfo de civilización y progreso; en el Plata, de feudalismo y retroceso”, escribió Alberdi.

El país que quería Inglaterra

Feinmann recuerda que en ambos casos intervinieron los ingleses. En Estados Unidos, Inglaterra apoyó al sur algodonero, separatista y esclavista, porque querían materias primas baratas, no las máquinas que construían ellos. En Argentina los ingleses apoyaron a los unitarios que le aseguraban un país agroganadero, que exportara las materias primas que después ellos devolverían en productos manufacturados. Así, el mercado interno argentino se abastecería sólo con mercancía inglesa. Y Mitre se encargó de que así fuese. “Aquí triunfó Mitre. Es decir, Buenos Aires. La ciudad sin nación. La ciudad exportadora, no productora. La ciudad sin mercado interno. La ciudad del monocultivo, de la abundancia fácil. Del goce inmediato. Pudo haber triunfado la otra: la que sumaba a la Confederación de Urquiza unida al Paraguay de López y a las montoneras del oeste mediterráneo. Con sus grandes intelectuales. Injuriados por la prensa de Buenos Aires”, escribió el prócer tucumano.

Los unitarios ganaron y construyeron una ciudad europea, desproporcionada para la economía argentina, financiada con la producción, el trabajo y la sangre del interior.

En Argentina hasta los presidentes provenientes del interior profundo fueron unitarios y aplicaron políticas para fortalecer el centralismo porteño. Un caso paradigmático es el de Carlos Menem, que llegó a la Casa Rosada con una campaña montado sobre un caballo, emulando a su comprovinciano Chacho Peñaloza. Hasta las patillas le copió al caudillo federal que se alzó en armas contra el centralismo porteño. Ni bien asumió le entregó el país a los mercaderes intermediarios de Palermo y Recoleta e incluso les construyó Puerto Madero.

Quizás el único presidente que intentó en las últimas décadas sentar otras bases para una república federal fue Raúl Alfonsín, que hasta se atrevió a proponer el traslado de la capital. Pero Alfonsín sucumbió ante a los poderosos intereses de la Pampa húmeda y el federalismo se redujo a las eternas cenizas del asistencialismo.

Políticas de distribución feudales, de patrón de estancia, profundizadas hasta la enajenación por el kirchnerismo. Primero con Néstor Kirchner, que traicionó sus orígenes patagónicos, estableció su búnker en Puerto Madero y desde allí transformó al país en un unicato, sin gabinete ni disensos, encolumnado sin chistar detrás de su poderosa lapicera unitaria. Luego Cristina Fernández, encandilada por las luces y el glamour porteño, agudizó aún más el hiperpresidencialismo feudal, se compró un lujoso piso en Recoleta, y pasó a la historia como la presidenta que más subsidió a la Ciudad de Buenos Aires. Durante doce años los porteños pagaron los servicios públicos más baratos del país, en algunos casos hasta diez veces menos que en los pueblos más pobres del norte, donde además todo es más caro por las distancias.

Cuatro millones de niños

Según un reciente estudio de Unicef en Argentina hay cuatro millones de niños y adolescentes pobres y los niños pobres del norte son cinco veces más pobres que los de Buenos Aires.

Casi la mitad de los chicos del norte son pobres: un 44% en el NOA (un 15% extremadamente pobre) y un 41% en el NEA (un 13% en extremo). En la ciudad de Buenos Aires la pobreza alcanza sólo al 8% de los niños.

Este miércoles patrio, la Iglesia argentina le disparó con pobres a Macri. El gobierno nacional, que no atraviesa su mejor momento con un Vaticano más argentino que nunca, no acusó recibo y decidió no convocar a la mesa de diálogo que le exigieron los prelados. Es que también es la misma Iglesia que fue copartícipe necesaria de muchos gobiernos que en estos 200 años hicieron poco y nada para eliminar la pobreza. Y algunos hicieron todo para incrementarla, sobre todo en el último medio siglo, el peor momento del país en materia de distribución de la riqueza.

La ecuación desigual que le impuso Inglaterra a la Argentina, de la mano de Mitre, se replicó en nuestro mercado interno.

El Litoral planta las palmeras y después los porteños le venden la leche de coco al interior, cuyo frasquito en la góndola de un súper cuesta como 10 palmeras. De esta manera la sangría no se detiene y el déficit comercial entre las provincias y Buenos Aires es cada vez mayor, lo que hace que los pobres sean cada vez más pobres y los ricos más ricos, más allá de la General Paz.

Un modelo que acepta sin chistar la propia clase dirigente del interior, acostumbrada y resignada a mendigar dádivas en la Casa Rosada.

El Plan Belgrano puede ser un buen comienzo, pero resulta absolutamente insuficiente sino se plantean nuevas bases para refundar la República: reindustrializar el interior; impulsar el mercado interno a espaldas del puerto y de frente a otros destinos más próximos y favorables; federalizar el transporte público hoy concentrado a la vuelta del obelisco; redistribuir los fondos nacionales con más autonomía para las provincias; favorecer el regreso de los cientos de miles de argentinos del interior exiliados y hacinados en las villas de Buenos Aires. Hacer lo mismo que hizo Estados Unidos, que propició estados poderosos e independientes, algunos más fuertes que varios países, mientras aquí seguimos empoderando y enriqueciendo a una sola una ciudad a costa del resto.

De lo contrario no parece viable este país, que va de crisis en crisis y cada vez más profundas. Donde no paran de crecer la marginalidad, la inseguridad como consecuencia de la desigualdad, y la caída de la educación, sobre todo fuera de las ciudades. Un país que se asienta desde hace ya demasiados años sobre el frágil placebo del asistencialismo, sin el cual ya hubiera estallado en pedazos hace rato.

Esta sociedad repleta de gente valiosa se merece un debate profundo sobre su propia viabilidad y sin miedo a amputar lo que haya que amputar. Porque por los tibios así estamos y la verdad es que otros 200 años iguales entusiasman bastante poco.

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