La mentirocracia
Antonio se despierta a las 4.30 de la mañana. Hace un frío que pela. Durmió con una sola colcha, así que tampoco durmió tibio, durmió a medias. Una colcha a cuadritos de lana sintética gastada que no alcanza para cubrirlo a él y a su compañera, que aún duerme a su lado. El resto de las frazadas de la familia están en la cama de al lado, abrigando a cinco niños.

Con la colcha hasta la nariz, mira la habitación medio a oscuras, porque entra bastante luz de la calle, y se resigna: todo sigue igual que hace cuatro horas, cuando se acostó a dormir. Igual de pobre.

Hay charcos de agua en el contrapiso de cemento, agua que cae por las paredes de ladrillos sin revocar y tablones de madera donde faltan los ladrillos. “Si sigue lloviendo así voy a tener que poner más piedras arriba de las chapas”, piensa, mientras junta fuerzas para salir de la cama.

Dos de los cinco niños no dejan de toser, como toda la noche. Así trató de dormir igual, de a ratos, entre toses y frío que pela.

Le acaricia la panza embarazada a su compañera dormida, o agotada, o desmayada del cansancio y piensa: “nunca la veo tan tranquila como cuando duerme y se olvida de todo”.

Vuelve a toser fuerte el más chiquito y es como un resorte que lo hace saltar de la cama. Se refriega las manos y las pone en forma de carpita para soplarles vapor con la boca. “¡Vamos, arriba, que no hay otra!”, se arenga así mismo y corre la cortina de tela que separa la pieza de la cocina. Una cocina donde se cocina poco. Pero hay una pava, agua en el tacho de plástico y la garrafa todavía tiene gas. Relojea arriba de la heladera, que funciona como una especie de despensa, y se tranquiliza cuando ve que hay yerba y azúcar.

Tres mates calentitos, todo lo que un hombre necesita para salir a pelearla de igual a igual.

Pisa varios charcos de agua helada mientras va de acá para allá buscando su ropa. Al último charco lo pisa con las medias puestas y grita para adentro, para no despertar a la familia: ¡la puta!

La oscuridad y el barro

Cinco menos diez está en la parada, fumando un pucho mientras espera el colectivo. Con tristeza se mira las zapatillas embarradas, que ayer las había lavado su mujer y se las había dejado al lado de la cama con una sonrisa. No hay forma de llegar a la parada con las zapatillas limpias después de caminar cuatro cuadras de calles embarradas. Y no para de llover. Porque cuando no llueve, las zapatillas llegan a lo sumo con un poco de tierra, que es fácil limpiar, con un papel o con la mano, mientras viaja en el colectivo.

Antes de las seis y media llega a la carpintería donde trabaja. Todavía no hay nadie y espera en la vereda al lado del portón. Piensa en prender otro cigarrillo para esperar, pero aprieta el paquete con los dedos y nota que le quedan pocos puchos para un día tan largo.

No es una carpintería de madera, es una carpintería metálica, de aluminio. No es lo mismo, son otras artes, aunque se parecen. Cinco minutos más tarde llega en moto el encargado, su jefe, un amigo, un compañero más pero que tiene las llaves del galpón. “Si tuviera una moto podría dormir hasta las 6”, se lamenta Antonio cada vez que lo ve llegar al otro.

El jefe le dice: “poné la pava y mientras tomamos unos mates te cuento lo que tenemos para hoy; va a ser un día largo”.

A las siete y media llega el patrón. El dueño de la carpintería. Viene en un auto usado que ya tiene sus años y que pudo comprar después de una obra importante que hicieron el año pasado. Le pusieron todos los cerramientos de aluminio y vidrio a una carnicería nueva. Con esa obra el patrón se compró el usado y pudo pagar los aguinaldos.

El encargado le acerca un mate y el patrón se lo recibe con una preocupación: “no llego para pagar los sueldos, estoy sin dormir hace una semana”.

En la carpintería trabajan el patrón, el encargado y cinco obreros, entre ellos Antonio. La situación está muy complicada, porque ahora muchos cerramientos de aluminio se importan de Brasil. Una porquería que no dura nada, pero es mucho más barata y ya viene todo armado.

Estirando la agonía

Las esperanzas están puestas en la licitación de una obra importante que está por concretarse. Es en un country nuevo y si la consiguen serán un montón de puertas y ventanas de aluminio, techos corredizos con vidrio, mamparas de acrílico con marco de aluminio para baños y saunas. Porque esas casas tienen hasta saunas con pisos térmicos.

Dos rondas de mate y cada uno vuelve a lo suyo.

El patrón se va a su escritorio que está atiborrado con pilas de papeles, casi todos con deudas, a hacer números, a ver cómo estira los cheques, a suplicarle a los proveedores que no le suspendan el crédito, a ver de dónde sacará para los sueldos y cómo se cuelga de la luz cuando vengan a cortarla. Porque sin luz no hay carpintería.

Esta historia es real y ocurrió a principios de los 90. La obra del country terminó concretándose y salvó a la carpintería de la quiebra, pero sólo por unos meses. Un año más tarde tuvieron que cerrar, asfixiados por las importaciones brasileñas y la presión impositiva. Antonio terminó juntando cartones con sus hijos más grandes en un carro a caballo. El más chico, de tres años, mal alimentado y casi sin defensas, murió de bronqueolitis. El sexto hijo nació muerto, producto del esfuerzo que hizo su madre durante el embarazo, trabajando hasta 18 horas por día.

El teaser de la discordia

Hace unos días estalló un escándalo en Argentina a raíz de una serie de spots publicitarios de una marca de autos, titulados “meritocracia”.

Con una estrategia teaser (campaña de intriga), esta marca fue anunciando un nuevo lanzamiento sin contar demasiado, sobre el nuevo modelo de auto, aunque contando demasiado sobre otras cosas.

Uno de los spots comienza diciendo: “Imaginate vivir en una meritocracia, donde el poder para que las cosas funcionen está en tus manos, donde se celebre a los que pueden mantenerse firmes en su camino, para los que no paran de progresar, ni siquiera cuando paran”. Ilustrado con imágenes de personas con mucho dinero, en oficinas, restoranes y casas muy lujosas y paisajes y lugares al que acceden muy pocos. Y prosigue: “un mundo donde cada persona tiene lo que se merece, donde el que llegó, llegó por su cuenta, sin que nadie le regale nada. Verdaderos meritócratas. Para los que saben hacerse su propio lugar, porque saben que cuanto más trabajen, más suerte tienen”.

La campaña recibió un enérgico repudio de un amplio sector de la sociedad y quizás su único mérito es que fue uno de los pocos hechos que logró unir a los argentinos este último tiempo, al menos en las redes sociales.

Es que entre los distintos sistemas de calificación y puntajes de justicia social, de merecimientos materiales, la meritocracia puede tener sus ventajas en un contexto de iguales. Por ejemplo, en una misma oficina, donde un empleado se esmera más que otro, o en una competencia deportiva, donde gana el que corre más rápido, aguanta más o juega mejor. Pero trasladar esta regla de valoración meritocrática -tampoco exenta de subjetividades y arbitrariedades- a un plano político y social, no sólo es un dislate mayúsculo, sino que representa una cachetada dolorosa y cruel para quienes nacen en contextos de privación extrema. Y hoy en Argentina esa situación se extiende a más de 13 millones de personas.

La meritocracia como único argumento de éxito laboral es un verdadero culto al individualismo, de negación al otro, de pretender que la iniciativa privada es el santo grial de la justicia social, y que el Estado no está para equilibrar injusticias sino para “mantener a un montón de vagos”.

Una falacia que de tan repetida termina haciéndose carne en sectores de la sociedad, minoritarios pero con mucho poder de voz, que no conocen lo que es sentir hambre, frío o ver morir a un hijo por falta de vacunas, medicamentos y atención médica.

Por mi culpa, por mi gran culpa


La meritocracia suena más a una justificación moral para el que tiene mucho, más allá de cómo lo obtuvo. Y pensar que el pobre es pobre porque quiere es una forma atroz de calmar la culpa de tener tanto en exceso cuando hay tantos que no tienen nada.

A propósito del Estado, la empresa norteamericana que fabrica este auto recibió un salvataje de 50.000 millones de dólares del gobierno de Barack Obama para evitar la quiebra. Esto ocurrió en Estados Unidos, mientras miles de personas perdían sus casas porque no podían pagar sus hipotecas. Suponer que es mejor salvar a una empresa que genera fuentes de trabajo que a sus propios trabajadores es una mirada cien por ciento meritocrática, la del Estado al servicio del que más tiene, para que cada vez tenga más.

Pensar que personas como Antonio no llegaron porque no hicieron el esfuerzo necesario es inmoral y perverso. “Tener es una bendición divina”, sostenían los calvinistas protestantes, quizás los primeros meritocráticos. Que no tener no sea una “maldición divina”, sino lo que realmente es: una profunda y dolorosa injusticia, donde la culpa y la responsabilidad aumentan a medida que se está más arriba, no más abajo.

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