“Sin las ausenciasde mi padre, este libro no habría existido”

“Sin las ausenciasde mi padre, este libro no habría existido”

Con la novela La isla del padre, el español Fernando Marías ganó el Premio Biblioteca Breve Seix Barral 2015. En esta entrevista al autor español, la primera que le realiza un medio argentino, él reflexiona acerca de los viajes de su padre como marino, de la escritura de la novela como una búsqueda de la memoria y de las huellas que dejan la guerra y la muerte en la historia de una familia. “Echar tierra sobre los muertos no sirve para enterrar las preguntas. Las preguntas solo se pueden enterrar con respuestas satisfactorias, suficientes y veraces”, sentencia.

DISTINCIÓN. “He relatado, más que las aventuras reales de mi padre, las aventuras que mi padre vivía en mi imaginación”, aclara Marías.  DISTINCIÓN. “He relatado, más que las aventuras reales de mi padre, las aventuras que mi padre vivía en mi imaginación”, aclara Marías.
22 Mayo 2016

PERFIL

Fernando Marías nació en Bilbao, en 1958. Su primera novela, La luz prodigiosa (1991), recibió el Premio Novela Corta Ciudad de Barbastro y fue llevada al cine en 2003, con guión del propio Marías. Dentro de su obra, se destacan también Esta noche moriré (1992); El Niño de los coroneles (2000), ganadora del premio Nadal; Invasor (2004) novela que aborda la intervención española en la Guerra de Irak, llevada al cine en 2012; y Todo el amor y casi toda la muerte (2010).

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Por Máximo Hernán Mena 

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

- Su libro La isla del padre se abre con una frase muy potente: “Los recuerdos son como los libros. Solo importan los que permanecen”. ¿Son la memoria y la escritura maneras de reconstruir historias, una vida, rostros que se esfuman lentamente?

Los años me han convencido de que la memoria es una novela, una adaptación en clave de ficción que nuestra mente realiza de hechos que ocurrieron realmente. Un ser humano sin memoria no existe más allá de sus funciones animales.

- En la novela Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, uno de los personajes afirma: “Pensé: de qué tienen cara mis padres. Pero nuestros padres nunca tiene cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien”. ¿Se ha modificado su mirada sobre su padre Leonardo Marías luego de la escritura del libro? Cuando mira de nuevo la foto de la portada de La isla del padre, en la que él lo sostiene de la mano, ¿piensa que usted mira esa foto de otra manera? ¿Ve otras cosas o percibe algo nuevo que antes no estaba en esa imagen en blanco y negro?

- Mi mirada sobre él, más bien, se ha expandido. Se ha ampliado el amor, he ahondado en el conocimiento del hombre que mi padre pudo ser; pero también, por el efecto natural de la expansión, se han generado preguntas nuevas. Por ejemplo, observé mientras escribía que lo desconocía todo, y lo sigo desconociendo, sobre sus oscuridades. Respecto a la foto de portada, es verdad que tras definir el Miedo Mutuo que vertebra el libro ahora la veo de otra forma. Cualquier lector, antes de empezar la lectura, ve en esa foto a un padre con su hijo. Pero tras concluir la lectura ve otra cosa.

- Si su padre les regaló una isla a cada uno de sus hijos, este libro es de alguna forma la isla que usted le regala a su padre: el refugio frente al olvido que arremete como la ola de Hokusai. ¿De qué manera la escritura de la novela fue también un refugio en la cotidianeidad de los días posteriores a la muerte de Leonardo?

- La muerte de mi padre tuvo un duelo previo. Su final estuvo largamente anunciado y mi madre y mis hermanos y yo, todos adultos, tuvimos tiempo de meditar sobre él, de asimilarlo. Cuando murió sentimos más bien el alivio de su liberación, el fin de su sufrimiento. Pero la escritura del libro generó en mí un extraño efecto: sentí que estaba conmigo mientras escribía, suelo decir que fue un libro escrito entre ambos. Para mí, mi padre se disolvió cuando el libro estuvo editado, no antes. Me acompañó en la escritura. Una curiosa sensación para alguien como yo, desconectado de toda creencia religiosa.

- En la literatura tucumana existe el caso emblemático de Hugo Foguet, también marino y encargado de los motores de los barcos como su padre, que escribió en sus viajes páginas inolvidables de cuentos y novelas. En una entrevista usted señala que su padre viajó para que usted contara sus viajes. ¿Contar los viajes o las peripecias de su padre es una forma también de narrar las ausencias, de brindar otras luces a las profundidades del “miedo mutuo”?

- Esa afirmación mía es, en sí misma, el embrión de una narración novelística: mi padre, viajero, me relata a lo largo de su vida sus viajes para que años después, tras su muerte, yo, novelista, escriba lo que vivió. Hábil estratagema para sobrevivir a su propia muerte, para ser escritor sin haberlo sido. Creo que las ausencias forman parte esencial de la novela, igual que lo invisible de ciertas obras de teatro acaba por acaparar la atención del espectador. Sin las ausencias de mi padre este libro no habría existido. La ausencia genera preguntas y fascinación. Nada da más peso a un personaje que su ausencia de la narración, Drácula o Kurtz lo demuestran. En mi libro me he limitado a relatar, más que las aventuras reales de mi padre, las aventuras que mi padre vivía en mi imaginación. En realidad, puede decirse que no hablo de él, sino de mi mirada sobre él.

- Se puede afirmar que en su novela sucede como en todo buen libro de viajes en los cuales el relato se desenvuelve mientras la mirada y los pasos del narrador se desplazan por diferentes escenarios: Madrid, Bilbao, el viaje en tren entre ambas ciudades, el monte Pagasarri, el mar, las islas... ¿De qué manera la imagen de ese “último paisaje” que espera a cada hombre modifica todos los otros lugares, incluso esa casa de Bilbao que se “cierra” con la escritura de la novela? ¿Piensa usted que sucede en su casa de Bilbao lo que César Vallejo anunció acerca de las casas en su poema “No vive ya nadie”: “Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad”.

- Pues diría que no se puede definir con mayor precisión, en efecto. En mi caso concreto, hay un matiz. Obviamente, yo, al sentarme en la casa de Bilbao ya abandonada, sabía que en el libro iban a aparecer mis recuerdos, mi propio personaje, mi padre y mi madre, mis hermanos... Pero al ir fluyendo las páginas, vinieron también otros, por ejemplo mis tíos, los hermanos de mi madre, que también vivieron allí de niños. Lo rememoro ahora y me gusta fantasear con una imagen: yo escribo y los fantasmas, al oír cómo mis dedos teclean, se van aproximando y leen por encima de mi hombro lo que cuento de mí, de la casa en la que ellos también estuvieron, y casi imperceptiblemente van sugiriéndome la idea de que los introdujese en el libro. ¡Qué escritura más feliz fue esta! Uno de los mejores momentos de mi vida, una reivindicación de la serenidad encontrada al fin. Parar de escribir, bajar a comprar el pan bajo el cielo soleado pensando en las páginas escritas, volver a escribir...

- En el film La luz prodigiosa, basada en su primera novela, publicada en 1991, Federico García Lorca sobrevive al fusilamiento y se transforma en un fantasma vivo que intenta recuperar su voz. ¿Es la ficción un fuego prodigioso que permite modificar el pasado para interrogar el presente? ¿Recordar el pasado, la muerte y las traiciones es, en cierta forma, una manera de aprender a hablar de nuevo?

- Las preguntas nos dan sentido y nos permiten evolucionar, avanzar, crecer... La ficción no modifica el pasado, pero sí permite revisarlo y analizarlo. Sin mirar al pasado no se puede aprender ni se puede ser mejor persona. El pasado, incluso el más atroz, es fuente de conocimiento. Echar tierra sobre los muertos, sobre los desaparecidos, sobre los asesinados, no sirve para enterrar las preguntas. Las preguntas solo se pueden enterrar con respuestas. Respuestas satisfactorias, suficientes y veraces.

- La guerra y la violencia son siluetas y espacios que recorren su última novela y otras como El niño de los coroneles (2000) e Invasor (2004). Con anterioridad usted señaló en otra entrevista que la guerra pone a los personajes en situaciones límite. ¿Cómo piensa usted que se fue modificando o profundizando su visión sobre la guerra en las sucesivas obras hasta llegar a la aparición de las figuras de su padre y de su tío Luis en la Guerra Civil Española? ¿De qué manera marcan las ausencias dejadas por la guerra, los vacíos de la muerte, la historia de una familia?

- Me pregunto si todo lo que he escrito sobre la guerra no era en realidad un camino para escribir la escena de la huida de mi padre tras la caída de Bilbao y la escena de la muerte de su hermano, mi tío Luis. Lo comprendí cuando escribía. Tal vez, me dije, mi padre, que vivió la guerra, me la contó tantas veces y la contó con tanta intensidad para que yo, un día, la escribiera. Y respecto a las ausencias, se vuelven inevitablemente protagonistas, ya lo decía más arriba. Mi tío Luis, muerto en la Guerra Civil Española el 2 de diciembre de 1936, es en cierto sentido el Kurtz de mi vida real. Durante toda la vida he oído hablar de él, de su muerte a los 17 años y de su alistamiento voluntario para defender a la República, pero nunca he visto su rostro, no existe ninguna fotografía de él; solo la voz de su hermano, mi padre, contando a lo largo de su vida, incluso en la vejez, la muerte de aquel hermano que no tuvo vida y solo tuvo muerte a los diecisiete años.

- Según el relato de la novela, su padre una vez le dijo que Buenos Aires era la ciudad en la que más solo se había sentido, pero también, en un leve suspiro al final de su vida: “Lo mejor de mi vida ha sido cuando fui maleante en Buenos Aires”. Y antes le había contado que vivió en una casa en esa ciudad y que escribía y leía frente a un ventanal. De algún modo misterioso y revelador su padre se había trazado una vida de escritor como la suya. ¿Qué sensaciones o pensamientos le provoca luego de la publicación de la novela, la imagen de su padre, “joven y poderoso”, caminando las calles de Buenos Aires y viviendo su vida de marino, maleante y escritor?

- Aquella frase que pronunció cuando ya estaba enfermo y extraviado en su propia mente cambió mi vida y cambió en cierto sentido mi vida. Quiero aclarar para quien no haya leído el libro que mi padre no fue (que yo sepa, claro) un “maleante en Buenos Aires”, pero que del fondo de su mente saliera aquella frase en los momentos finales me fascina. Me dio claves de él, y también de mí mismo. Y ahora, tras finalizar el libro, lo imagino literalmente así, paseando por Buenos Aires, libre y feliz. Creo que el fantasma de Leonardo Marías, mi padre, no habita en Bilbao. Creo que ha elegido quedarse en Buenos Aires. No me cuesta imaginarlo sentado en la terraza de algún bar, leyendo tranquilamente esta entrevista.

© LA GACETA

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Por Fernando Marías
Un anochecer de su remota juventud, allá por los primeros años cincuenta del siglo pasado y meses antes de haber embarcado por primera vez, mi padre esperó a que se hubieran ido todos sus compañeros del taller bilbaíno donde trabajaba como mecánico y, apenas estuvo solo, encendió el soplete. Quiero pensar que tragó saliva y respiró hondo mientras miraba la llama.
Luego, con la fiereza fría del que lleva semanas resuelto, aplicó el fuego sobre su diestra y aguantó el dolor en silencio y sin aspavientos hasta que hubo contado cinco, el tiempo que las llamas precisan para abrasar hasta un calculado límite la carne.
Esos cinco segundos de fuego azulado fueron determinantes en las vidas de todos nosotros, y sobre todo en la suya.
Sin esa breve llamarada no habrían existido ni el mar de mi padre ni este libro mío, y por supuesto tampoco muchas otras cosas, algunas de importancia nimia y otras de trascendencia para nuestra familia. (...)
Cuando fui niño no tuve noticia del suceso, claro está, pero mi madre, que fue quien me lo refirió, debió de pensar que a mis doce, o trece, o catorce años, imposible fijarlo con precisión, era ya momento de saberlo y un día me lo contó:
Tu padre trabajaba en un taller de coches durante el día y por la noche estudiaba la carrera. Quería ser marino a toda costa, y todo parecía bien encaminado. Pero al aproximarse el examen definitivo hubo de pronto mucho trabajo inesperado en el taller. No podía negarse a hacerlo, porque necesitaba el sueldo para comer, pero veía con terror que le faltaba tiempo material para estudiar en condiciones. Entonces se quemó la mano con el soplete para que le dieran la baja y poder dedicar todo ese tiempo a estudiar. Él no quiere que vosotros lo sepáis.
Aquella narración de mi madre, como todas las suyas, básica y minimalista pero a la vez llena de recovecos y puertas abiertas, una especie de novela comprimida, siempre me fascinó más por su desenlace que por la historia del hombre autolesionado para conseguir sus sueños.
* Seix Barral
Fragmento de La isla del padre *
Por Fernando Marías

Un anochecer de su remota juventud, allá por los primeros años cincuenta del siglo pasado y meses antes de haber embarcado por primera vez, mi padre esperó a que se hubieran ido todos sus compañeros del taller bilbaíno donde trabajaba como mecánico y, apenas estuvo solo, encendió el soplete. Quiero pensar que tragó saliva y respiró hondo mientras miraba la llama.
Luego, con la fiereza fría del que lleva semanas resuelto, aplicó el fuego sobre su diestra y aguantó el dolor en silencio y sin aspavientos hasta que hubo contado cinco, el tiempo que las llamas precisan para abrasar hasta un calculado límite la carne.
Esos cinco segundos de fuego azulado fueron determinantes en las vidas de todos nosotros, y sobre todo en la suya.
Sin esa breve llamarada no habrían existido ni el mar de mi padre ni este libro mío, y por supuesto tampoco muchas otras cosas, algunas de importancia nimia y otras de trascendencia para nuestra familia. (...)
Cuando fui niño no tuve noticia del suceso, claro está, pero mi madre, que fue quien me lo refirió, debió de pensar que a mis doce, o trece, o catorce años, imposible fijarlo con precisión, era ya momento de saberlo y un día me lo contó:
Tu padre trabajaba en un taller de coches durante el día y por la noche estudiaba la carrera. Quería ser marino a toda costa, y todo parecía bien encaminado. Pero al aproximarse el examen definitivo hubo de pronto mucho trabajo inesperado en el taller. No podía negarse a hacerlo, porque necesitaba el sueldo para comer, pero veía con terror que le faltaba tiempo material para estudiar en condiciones. Entonces se quemó la mano con el soplete para que le dieran la baja y poder dedicar todo ese tiempo a estudiar. Él no quiere que vosotros lo sepáis.
Aquella narración de mi madre, como todas las suyas, básica y minimalista pero a la vez llena de recovecos y puertas abiertas, una especie de novela comprimida, siempre me fascinó más por su desenlace que por la historia del hombre autolesionado para conseguir sus sueños.
* Seix Barral

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