Réquiem para el tribunal de la discordia

Réquiem para el tribunal de la discordia

El tiempo hace un trabajo inescrutable. Las instituciones, creaciones intangibles llamadas a trascender a los individuos, ofrecen una prueba cabal de ese axioma. Para corroborarlo, basta con mirar el presente de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de Instrucción. En 2003 y mientras el ex gobernador Julio Miranda se despedía del Poder Ejecutivo, la Legislatura dio su aval para concentrar la revisión de las investigaciones penales de toda la provincia en un tribunal con sala única. La reforma con la que el sucesor de Miranda se estrenó como promulgador de leyes tenía nombre y apellido: en vez de crear cargos nuevos, el poder político dispuso que el curioso superestrado fuese ocupado por camaristas de la costilla de Edmundo Jiménez, entonces ministro de Gobierno y Justicia, y, desde agosto de 2014, jefe de los fiscales y defensores oficiales. Bastó un retoque legal mínimo para que su hermana, Elva Graciela Jiménez, y sus pares y amigos, Eudoro Albo y Liliana Vitar, tomaran control del fuero penal de instrucción.

Durante los diez años subsiguientes y en un contexto de hermetismo, tres magistrados decidieron sobre la competencia de los magistrados inferiores; sobre el sobreseimiento y la libertad de los imputados, y las demás medidas coercitivas. Más importante aún, resolvieron a discreción sobre los tiempos y cuánto acelerador correspondía apretar en cada caso -cuando no cabía directamente el modo procesal “off” y punto muerto-, que es lo mismo que decir que regularon sin sujeción a reglas objetivas el flujo de causas enviadas a juicio oral, como indica una auditoría que analiza la Corte. A la vista están los resultados de la decisión de concentrar el control de la actuación de los jueces y fiscales de Instrucción. Nunca una autoridad provincial con caja y lapicera ha sido juzgada, y condenada por delitos cometidos en el ejercicio de la función pública. En contraste, aumentó la persecución penal de marginales adictos, que un príncipe de foro define como la constatación más palpable de la desigualdad frente a la ley.

La impunidad de los poderosos está normalizada en Tucumán. Dos años después de la creación de la Cámara de Apelaciones, la Corte y el Ministerio Público dieron otro paso hacia ese destino injusto al suprimir la Fiscalía Anticorrupción que tanto había incomodado al contador-ex gobernador y al propio Miranda. A partir de 2005, todos los fiscales debían tramitar, aún de oficio, las denuncias que salpicaban a los funcionarios públicos. En el foro -y, también, más allá de él- se sabe que, salvo excepciones decorosas como la de Diego López Ávila, fiscal Nº4, aquello no ocurrió. La conjunción de concentración de poder en el tribunal de Apelaciones y de dispersión del control de la corrupción por el otro, sumado al hecho de que desde 2006 no ha habido ningún proceso efectivo de destitución de jueces, consagró un escenario dantesco, que en primer lugar golpea la credibilidad de la Justicia.

Pero el cliché no falla: todo llega y todo pasa. Y para finales del año pasado, la otrora omnipotente Cámara ya había caído en desgracia, en coincidencia con la partida del mandatario re-reelegido, y el inicio de la la guerra de guerrillas -¿ya liquidada?- entre el alto tribunal y el Ministerio Público de Jiménez por las denuncias contra el ex fiscal Guillermo Herrera. Antes de ello, la jubilación de la hermana del jefe de los fiscales había generado un proceso tortuoso de cobertura de la vocalía vacante -los vocales Claudia Sbdar y Antonio Estofán, hoy más cercanos que nunca, quizá hayan olvidado esa judicialización a cara de perro-. Un postulante de extracción peronista, Enrique Pedicone, terminó quedándose con la ex plaza de Jiménez ayudado por el siempre oficialista Sisto Terán y la aversión que el ex gobernador-contador profesó hacia Gustavo Romagnoli, el concursante más exitoso de la historia del Consejo Asesor de la Magistratura. Aunque se daba por hecho que Pedicone iba a acomodarse al orden establecido, su ingreso a la Cámara de la discordia supuso un electroshock. El primer síntoma de la insurrección apareció en el formato de los fallos: en junio cesaron las resoluciones “en bloque” que habían generalizado Vitar, Albo y Jiménez, quienes rara vez se permitían la disidencia.

La aparición disruptiva de Pedicone, a quienes sus críticos le cuelgan el sambenito de la política, disparó la preocupación, justamente, en el oficialismo. La Cámara que tantos servicios había prestado, a menudo con la colaboración de Alejandro Noguera, su fiscal específico, debía ser partida cuanto antes, so pretexto del colapso -más viejo que el mundo- del fuero penal. Así, a fines de 2015 se le adosó un clon para Concepción (la competencia por esos tres cargos se anticipa áspera, por no decir salvaje) y el mes pasado, la Legislatura profundizó la obra desguazadora adicionándole dos salas más a la estructura de la capital. Donde antes decidían tres jueces, en el futuro decidirán doce. Pero el último retoque normativo incluye dos novedades: primero, pone en marcha la reforma de inmediato echando mano del casi nunca solícito instituto de los magistrados subrogantes y, segundo, separa a Vitar, a Albo y a Pedicone. Tales particularidades han encendido la lamparita de la duda en la oposición, donde temen que en el corto plazo haya una neutralización de Pedicone -para regocijo de los que se beneficiaron con el esquema anterior- y obstaculizaciones derivadas de planteos de violación del juez natural (en la Corte aún no tienen claro cómo resolver el intríngulis). Los promotores de la ley aventan tales esas sospechas con el argumento de que la anunciada sanción del nuevo Código Procesal Penal de Tucumán mezclará de todas maneras a los magistrados encargados de juzgar las apelaciones. Hay quienes cantan un réquiem al tribunal de Jiménez -y advierten en esa defunción un nuevo signo de debilidad- y otros, más cautos, que esperan a ver los efectos de la reforma antes de celebrar. Ocurre que cambian los diseños institucionales, pero no quienes deben hacer que estos funcionen con la rectitud debida.

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