La droga nuestra de cada día

La droga nuestra de cada día

La tragedia de Costa Salguero nos interpela. Las sustancias psicoactivas constituyen objetos preciados de nuestros días, sea como quitapenas, como valor de mercado o en su poder dionisíaco. ¿Cuál es la lógica social que detrás del fenómeno?.

30 Abril 2016

Por Fernando Parolo

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Cinco jóvenes murieron en una fiesta de luces, música y sustancias días pasados, en un lugar exclusivo de Buenos Aires. Otros tantos mueren diariamente: “tantos” como inespecífico su número y sus nombres. Por villas anónimas, por ciudades del interior o por pueblos perdidos. Subidos a motos y autos llenos de alcohol en carreras suicidas, otros peleando por zapatillas, algunos bailando en la calle al ritmo mudo del paco, muchos inhalando solventes en una plaza desierta, los menos escondidos en sus baños.

La pregunta universal se enuncia sola: ¿cuál es el problema? La respuesta rápida de políticos y periodistas es, por rápida, imprecisa: la droga. Como síntesis del infierno tan temido, una palabra genera un mundo de significados imaginarios que solo velan las causas reales. La droga, como abstracto demoníaco en singular, no tiene entidad. No lleva a nadie, no atrapa, no lucha, no persigue. Hablar del “problema de la droga” es enunciar una ecuación difusa, y en su simplificación borrar su complejidad causal. De lo que se trata, en todo caso, es de las drogas (en plural) producidas y demandadas por una sociedad. Las sustancias psicoactivas, cada una en su singularidad química, constituyen objetos preciados de nuestros días, sea como quitapenas, como valor de mercado, o en su poder dionisíaco intrínseco.

Larga historia

En este contexto, las drogas son productos sociales que nos acompañan desde siempre. La escuela hipocrática utilizaba drogas, sosteniendo que lo esencial es la proporción entre la dosis activa y la letal, ya que solo la cantidad distingue el remedio del veneno. En la época de los césares se usaba marihuana, la dormidera y la vid. Y podríamos remontarnos al uso de sustancias en faraones, o recorrer culturas de todas latitudes y épocas, desde el Gengis kan al mundo indígena americano. Siempre, como el pan nuestro de cada día, acompañaron sustancias embriagadoras o estimulantes a los hombres y sus ciudades en fiestas, ceremonias y rituales religiosos. Legales, ilegales, recetadas, de libre venta, sea cual fuere el marco en que cada sociedad y época las ubique, resulta fundamental, para empezar a develar el problema, correrlas del lugar de enemigo, para reconocerlas productos y objetos propios de un mercado y una forma actual de gozar.

Entonces el problema, resituado, se corre de la sustancia inanimada y del flagelo divino, a una lógica social. Si analizamos la tragedia de la fiesta electrónica de los últimos días, encontramos al menos cinco elementos que constituyen un escenario concreto: un discurso (vivamos al límite), un negocio (la fiesta), una sustancia psicoactiva (o varias, para ser precisos), un sujeto (cinco jóvenes), y un Estado (tercero de apelación). En cada uno de estos planos se juega una falla que se apoya en otra y en efecto domino dispara la tragedia. Primera relación dialéctica: el negocio de la fiesta no puede sostenerse sin sustancias. La sociedad admite, habilita y hasta fomenta su uso. Las pastillas de oferta en el negocio de la fiesta en cuestión no tenían absolutamente ningún control de calidad (propio del mercado ilegal), sus consumidores no sabían qué consumían. Marcados por un discurso social que invita a “vivir al máximo” y “hacer volar los sentidos”; miles de jóvenes ingirieron figuritas de Superman que prometían el vuelo. El sujeto en la masa pierda racionalidad: la música, las luces y la promesa del vuelo, hipnotizan. Muchos sin embargo (seguro que la mayoría), vivieron la hipnosis del espectáculo sin aceptar la sustancia: este es el espacio de la singularidad del sujeto, que aún en éxtasis, puede a veces elegir. Otros, no por ello adictos ni perdidos, se dejaron llevar por la oferta del mercado y el mandato de gozar, y confiados en que hay un padre (lugar de un otro que cuida), consumieron pastillas que quizás ya conocían y que nunca habían considerado peligrosas. En el dominó de la escena social ya cayeron las primeras fichas y el devenir no encuentra tope. El tercero, el que ordena el juego, el árbitro, el que habilita, controla, cuida y garantiza la vida, o estuvo ausente esa noche eléctrica, o miró para otro lado.

El rol del Estado

El Estado debe estar en el escenario en cada ficha, en la lógica misma de la estructura donde el juego se juega. Debe estar desde el comienzo, cuando genera los discursos del llamado a gozar, debe estar en la fáctica habilitación de los boliches, debe estar en la educación y prevención de la comunidad, en el “antes”, en las ambulancias y desfibriladores que faltaron, debe estar confiscando sustancias desconocidas, legislando, debe estar obligando al empresario a regalar agua. Desde la logística invisible, hasta la acción más simple y concreta.

La tragedia de Costa Salguero era absolutamente evitable. Que este espanto que hace hablar al país, despierte a todos a entender la extensión del problema que invisible y mudo, se repite día y noche, en cada rincón del país y sin fiestas.

(C) LA GACETA

Fernando Parolo - Psicólogo, experto en adicciones, docente de la UNT.

Publicidad
Tamaño texto
Comentarios
Comentarios