Otro rati horror show
El caso de la muerte de Ismael Lucena es un ejemplo clásico del relato policial irreal. Nada de lo que figuró en las actas policiales parece cierto y ahora los agentes involucrados se culpan mutuamente en el juicio oral por la muerte del muchacho, a la espera de la sentencia, que se dictaría la semana que viene. Hasta ahora, lo único verdadero en ese relato policial es que las actuaciones fueron inventadas: los policías Mondino Becero y Arturo Monserrat persiguieron y agredieron a Lucena y a Marcelo López una noche de noviembre 2011, cuando caminaban por el barrio Experimental de Las Talitas rumbo a casa de una amiga. Luego los detuvieron y al rato otro oficial, Francisco González, los hizo firmar un acta en la que decía -según la denuncia posterior- que habían sido víctimas de robo y los dejó en libertad.

Poco después, Lucena, que estaba muy mal por la golpiza, fue internado y falleció en el hospital.

Historia insostenible

La justificación de los policías fue que los confundieron con ladrones. Y allí empezó el relato policial de una historia precaria e insostenible. El oficial Monserrat dijo que Becero confundió a Lucena con un tal “Rengo”, que le había robado días atrás. Becero dijo que les dieron la voz de alto y que los jóvenes siguieron. “Si alguien escucha ‘¡alto, policía!’ y corre, tiene algo que ocultar”, definió con seguridad lombrosiana. También dijo que nunca labró la orden de detención porque “le dijeron que no hacía falta”. En la ronda de acusaciones mutuas, Monserrat dijo que él sabía que Becero les iba a pegar: “en la Policía se lo conocía por su torpeza. Es una persona prepotente, que ‘se saca’. Tiene varias causas por lesiones. Cuando yo llegué, estaban los dos muchachos reducidos. Becero estaba con López y el dueño de casa con Lucena, que estaba sangrando”.

Es decir que lo que se ve acá, más allá del resultado del juicio oral, es justicia por mano propia a manos de los mismos agentes, que deciden detener a una persona que creen que es alguien que les robó a ellos; conocimiento de episodios de violencia policial no resuelta por los superiores -”es conocido por su torpeza... se ‘saca’”- y adulteración de actas policiales, una práctica no revisada a pesar de que ha habido casos emblemáticos como el acta del hallazgo del cuerpo de Paulina Lebbos en Raco hace 10 años, que dio lugar a un proceso judicial paralelo al de la estudiante asesinada.

Violencia aceptada

Y lo que es peor, la tranquila descripción de la violencia como método aceptado de trabajo policial para tratar a quienes se considera delincuentes. Tan aceptado, que a menudo hasta los mismos policías dan cuenta de esas prácticas y las asumen como un modo aleccionador de “educar al maleante”, de hacer una justicia menor al estilo del Malevo Ferreyra, que en vez de detener a los “atrevidos” del barrio San Cayetano los latigueaba “para que aprendan”. Por eso hasta llegan a registrar esos episodios violentos, como en el caso del “Amarillo”, detenido en septiembre de 2014, al que filmaron mientras lo golpeaban y lo hacían reproducir los ruidos de animales en la zona de la seccional 5ª. O el detenido conocido como “Hamburguesa”, golpeado en una comisaría de Tafí Viejo por el oficial Alfredo Jiménez en octubre de 2015. Tras la difusión de ese video, un grupo de madres de jóvenes taficeños dio a conocer que desde el año anterior habían hecho presentaciones ante el Ministerio de Seguridad por detenciones arbitrarias y golpizas en esa jurisdicción.

Un relevamiento sobre esas prácticas violentas fue denunciado por la organización Andhes, que el año pasado dijo que se detenía a jóvenes de condición social humilde, se los golpeaba y se les pedía dinero para liberarlos. Las puntualizaciones de Andhes contra policías llegaron a un punto de quiebre hace un mes, cuando integrantes de la ONG denunciaron que habían sido amenazados a través de redes sociales por hombres de la fuerza, luego de que se planteara el caso de la feroz pateadura dada por policías a los detenidos por el asesinato del agente Juan José Vides, baleado por asaltantes en la avenida Adolfo de la Vega el 3 de marzo. Pateadura filmada y difundida ese día de bronca y tristeza. “Andhes no entiende lo que le pasa a la gente que sufre un delito, por eso defienden los Derechos Humanos”, pero lo “van a entender cuando a alguno de ellos les pase algo”, les dijeron en las redes sociales, según denunció Gabriel Pereyra, director adjunto de la organización. El punto de quiebre muestra a la fuerza y a la organización social en las antípodas. No pueden verse. Al respecto, en el libro “Entender la labor policial (recursos para activistas de derechos humanos)”, Anneke Osse, de Amnistía Internacional, dice que son los policías, encargados del orden y la seguridad en la sociedad, quienes deben proteger los derechos de la gente (derechos humanos), que esto es parte central de su trabajo y que en la sociedad debe haber una colaboración eficaz entre la fuerza estatal y las organizaciones de derechos humanos.

Acá se está en un punto básico del problema. Una parte sustancial de la Policía -y de la sociedad- considera que no se puede conseguir seguridad y orden respetando la ley. Más en contextos en que se han desbordado (como el actual en que la violencia parece imperar) y por ello, ante las dificultades, se justifica violar la ley. ¿La sociedad no analiza el significado de esta contradicción ética, antidemocrática, que se arrastra desde tiempos de la dictadura?

Esto sólo parece advertirse en casos de personas “notoriamente” inocentes para la sociedad, como el de Lucena, o de Franco Massian y Patricia Salas, detenidos arbitrariamente y sometidos a abuso y manoseo por personal de la comisaría 13ª en febrero de 2013. “Todavía el caso espera para llegar a juicio oral”, dice Clarisa Alberstein, dirigente del MST que apoya al matrimonio. Esta pareja se animó a denunciar públicamente la arbitrariedad policial que suele caer en la periferia sobre personas de condiciones humildes, fácilmente identificables como marginales. Candidatas a examen por “portación de cara” en pesquisas raramente controladas.

El camarista Pedro Roldán Vázquez tiene otro ejemplo. En 2008 se condenó a 9 y a 8 años de prisión a los policías Néstor Humberto Alderetes, Héctor Rufino Ávila y Hugo Omar Reguera, de Ranchillos, quienes en 2001 le fracturaron la mandíbula a patadas a Raúl Francisco García, detenido cuando salía de un baile, acusado de apedrear la comisaría. “En el fallo nosotros pedimos que la fiscalía de turno investigue a cinco personas que colaboraron con los policías” (en encubrir los hechos), dijo Roldán Vázquez. “Nada se hizo”, añadió el juez.

El caso de Lucena y López guarda ciertas similitudes con la historia armada contra el automovilista Fernando Carrera en la “Masacre de Pompeya” (Buenos Aires), que Enrique Piñeyro relata en la película “The rati horror show”. Es la historia armada por policías de Capital Federal contra Carrera, quien terminó condenado por homicidio y ahora espera revisión de una segunda condena generada con datos irreales.

Arbitrariedad ineficiente

Pero hay más. Que haya policías que sostienen la arbitrariedad y la violencia como método de trabajo tiene un correlato en los agentes proclives a adulterar actas o a armar causas hasta irreales, como parece haber sido el caso de la captura de supuestos ladrones de autos de alta gama que usaban un “desinhibidor de alarmas” en Yerba Buena. La pesquisa se cayó por mala labor policial: les amontonaron causas de todo tipo a los detenidos para inflar el expediente y la fiscala Adriana Reinoso Cuello desestimó las actuaciones. Se está examinando el supuesto desinhibidor de alarmas, que parece ser un control remoto de estéreos.

Está en debate la idoneidad policial, desde todos los ángulos. Si las causas se arman con elementos inventados, ¿dónde está la verdad de las investigaciones? ¿Cómo se distingue a delincuentes de personas inocentes? ¿Cómo han sido capacitados para hacer la distinción?

La incapacidad, y sobre todo, la violencia, son un problema que excede a la fuerza policíal y abarca a la sociedad entera, que nunca ha debatido el asunto ni ha buscado que se dignifique en serio la labor de los policías que se oponen a estas prácticas violentas.

Problema ajeno

Cuando fue el escándalo del video de los animalitos que debia imitar el “Amarillo”, la Defensoría del Pueblo de la Nación exigió al Gobierno tucumano que se reglamente la ley provincial N° 8.523 contra la tortura y que se ponga en funcionamiento la comisión y el mecanismo nacional de prevención de la tortura, creado en 2012 en el país. Nada se hizo. Argentina está en mora: excepto Mendoza, Salta, Corrientes y Río Negro, las provincias no tienen normas contra los abusos y apremios policiales. Porque la sociedad no las considera imprescindibles: implicarían hacer controles que nadie parece dispuesto a hacer. Ni en el Poder Ejecutivo ni en el Judicial, y el Legislativo mira como si no fuera su problema. Esta semana, cuando salga el fallo por la muerte de Ismael Lucena, cuando se acallen los comentarios por la decisión de los jueces, todo seguirá como si no hubiera pasado nada.

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