La política y el poder
17 Abril 2016
Por Eugenia Flores de Molinillo
PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Mundo politizado la Inglaterra de Isabel I, con esa enorme reina que rehusaba hablar de sucesión; con promisorias aventuras oceánicas, a partir de Virginia (1586); con la belicosa Irlanda; con la victoria sobre la Armada Invencible de Felipe de España (1588), gracias a la tormenta que el oficialismo vio como enviada por Dios, para nada molesto por la ruptura con Roma que Enrique VIII, padre de la Reina, había orquestado para casarse –no por mucho tiempo–, con Ana Bolena, madre de esa mujer de acero. Bulle el Londres al que William Shakespeare, de 28 años, llega desde su Stratford natal: chismes, suposiciones, críticas y gente inquieta que ama divertirse. ¡Ah, el teatro! El caballero de educación universitaria degusta la poesía y la estructura dramática, y el sencillo herrero ríe con las escenas cómicas y vibra con las de acción. Y el favor de los poderosos y del público, sostén de los actores. ¿Qué mostrarán las obras? Ahí está el fértil Holinshead y sus crónicas de reyes ingleses, y está Plutarco y sus biografías de antiguos varones. Shakespeare estrena su arte con Enrique VI (1592): el drama de un Rey que pasará sus 39 años de vida y de reinado acosado por las luchas por el poder entre los que lo rodean, en el marco de otra lucha por el poder: la Guerra de los Cien Años con Francia.

Tiene éxito la dramatización histórica en el teatro isabelino, aunque la fidelidad a los hechos no sea prioritaria. El Bardo también escribía prescindiendo de la realeza, pero poco más de la mitad de sus treinta y siete obras para el teatro abordan el conflicto de un hombre –y alguna mujer, como Lady Macbeth o Cleopatra– que encaran sus vidas desde el podio del poder y son destruidos por agentes externos pero, sobre todo, internos: la inepcia de Ricardo II, la ambición de Macbeth y en menor grado, la de Julio César, la ceguera emocional de Lear, el oportunismo de Claudio.

“Inquieto es el reposo de la testa coronada”, dice Enrique IV, acosado por culpas, peligros y por su hijo, el heredero, frecuentador de tabernas y de amigos no recomendables. Y no solo reyes, sino también otros poderosos: la pasión amorosa de Marco Antonio, los celos de Otelo. La esencia de la tragedia quiere que el desastre provenga de una falla en el carácter del protagonista, y Shakespeare lo sabe.

Muerta Isabel, Escocia e Inglaterra son un Reino Unido bajo Jacobo I. Shakespeare sigue produciendo con éxito, y al final de su carrera vuelve al tema del poder, pero en tono de reconciliación y restauración de la armonía. Próspero, en La Tempestad, Duque de Milán, fue mal gobernante: su amor a los libros le hizo perder su ducado y “reinó” en una isla perdida, con su hija. Pero lo asume, listo para ceder el poder a la generación más joven y vivir y morir en paz. Como su creador, quien deja la escena alrededor de 1610 y se instala en Stratford hasta su muerte, en 1616.

Hace, pues, 400 años, calló su voz terrena. Su voz poética nos sigue hablando. Y a menudo, de nosotros mismos.

© LA GACETA
Eugenia Flores de Molinillo - Profesora de la UNT, magister en literatura inglesa de la Univerisdad de Connecticut.

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