Obligados a repensar un vínculo que no siempre fue accidentado

Obligados a repensar un vínculo que no siempre fue accidentado

Argentina y EE.UU. enfrentan el reto de relacionarse sin incurrir en los errores del pasado

SARMIENTO. Con “Bartolito” Mitre (arr. der.) y personal de la Embajada. SARMIENTO. Con “Bartolito” Mitre (arr. der.) y personal de la Embajada.
La economía es una ciencia social sensible a los mensajes y a los signos que permiten detectar anticipadamente oportunidades y riesgos. Si Barack Obama valida -de alguna forma, incluso bailando tango y tomando mate- a un país, aumentan las expectativas de que los inversores (no ya estadounidenses sino de la comunidad global) se fijen en él. Por eso, más allá de en sí mismos, los gestos importan por sus proyecciones económicas (y por eso, también, mientras los jefes de Estado conversaban en la Rosada otro encuentro menos glamuroso pero tan crítico de la cámara de empresas estadounidenses transcurría en La Rural). En ese sentido, para el presidente Mauricio Macri ya era suficiente con que Obama lo honrase con una visita especial y sin escalas en Sudamérica, en el ámbito de una gira con gran significado hemisférico por el restablecimiento oficial de relaciones con Cuba, pero el presidente de la principal potencia se arremangó las mangas, y, en su paso electrizante por Buenos Aires, dejó clara su disposición a trabajar para que Argentina recupere el protagonismo y el liderazgo en la región y el mundo.

El espaldarazo no pudo ser más explícito ni más generoso ni más oportuno para un Gobierno consciente de la necesidad y urgencia de sanear la economía que heredó (y de que de ese saneamiento depende la posibilidad de materializar las demás reformas prometidas y, en última instancia, la permanencia en el poder). Es, en verdad, un momento geopolítico inmejorable para la administración de Cambiemos: su aparición agónica en la escena latinoamericana coincide con el derrumbe de las administraciones de corte populista que predominaron en la región en este milenio y, fundamentalmente, con la escandalizadora crisis de Brasil, el otro gigante de las Américas. En ese ciclo de retorno de la centroderecha -en principio suavizada- se inscribe la sociedad que Estados Unidos pretende con Argentina.

Las relaciones bilaterales pasaron por todos los estados de ánimo posibles: muchos matices caben entre la admiración amorosa que Domingo Faustino Sarmiento profesaba por los herederos de los colonos del barco “Mayflower”, y los recelos de la década de 1950 que, coadyuvados por la política anticomunista de los años 70 y la Guerra de Malvinas, a la postre desembocaron en el arraigo de un sentimiento antiestadounidense. El auge del nacionalismo supuso, en diferentes etapas, la apelación a la Casa Blanca y a sus intereses “oscuros” como el origen de los males vernáculos -para esa hipótesis, todo ataque al oficialismo de turno se explica por una conspiración de la CIA-. En ciertos períodos, el embajador “del imperio” cogobernó con las autoridades domésticas (Terence Todman) y en otros organizó a la oposición (Spruille Braden). Así como el menemismo trabó relaciones carnales con Bill Clinton y George Bush, el kirchnerismo se vanaglorió de avergonzar a George Bush junior y se aproximó al núcleo duro de rivales de Washington: Venezuela, China, Rusia e Irán.

Del otro lado del Río Grande también hay impresiones encontradas. El reproche histórico a Juan Domingo Perón por sus simpatías con los vencidos de la Segunda Guerra Mundial y la tardía adhesión a los Aliados no impide reconocer el valor de la cultura argentina y de su sistema de libertades en gran medida inspirado en la Constitución adoptada en Filadelfia. Los desplantes y las provocaciones retóricas cuentan, pero también los avances logrados desde 1983 respecto de la tutela de las minorías sociales; de la promoción de la mujer y de la lucha contra la trata. Obama y, sobre todo, su esposa, Michelle LaVaughn Robinson, destacaron estos valores durante su estadía en Buenos Aires.

Las diferencias existen en forma objetiva (de un lado está el primer mercado de la Tierra y, del otro, un mercado en vías de desarrollo) y algunas de ellas parecen, hasta cierto punto, irreconciliables. Es difícil, por ejemplo, que la Casa Blanca comprenda el significado de un Golpe de Estado si nunca sufrió uno, pese al Watergate, y a su trayectoria de presidentes asesinados; de crisis nucleares y de intervenciones militares a escala planetaria. Pero también hay afinidades: Argentina y Estados Unidos son dos países de inmigrantes e hiperdiversos por naturaleza; tienen tradiciones mestizas y poderío territorial; adhieren al federalismo y a la democracia republicana, y durante mucho tiempo compartieron la fe en el ascenso social y la clase media.

Según Macri y Obama, se impone dar vuelta la página de las fisuras y empezar a escribir otra historia. Lo que para el mandatario argentino es, fundamentalmente, un imperativo de la economía, para su par estadounidense representa un paso más hacia la política exterior de contención que procura desplegar en América Latina, tierra, al fin, repleta de promesas. Una estrategia “despegada”, al menos discursivamente, de la dicotomía derecha-izquierda: Obama fue contundente al respecto cuando, en el town hall del miércoles, aconsejó a los jóvenes que se liberasen de los corsés ideológicos y tomaran “lo que funcione” de ambas cosmovisiones. Claro que, acto seguido, recordó que las sociedades avanzadas están fundadas en una economía de mercado cuya estabilidad exige cierta regulación: es lo que queda después de la caída del Muro de Berlín.

Un nuevo orden mundial se abre, de repente, ante los ojos de Argentina. Y con él, la oportunidad de aprovechar los beneficios de la cercanía con Estados Unidos (por más de una razón, la coyuntura se asemeja a la que enfrentó Arturo Frondizi en 1958). Pero los puntos de partida son desiguales e ingenuo sería creer que, a cambio de respaldo económico, Washington se conformará con un asado. Si la alianza funciona, el país se verá obligado a tomar posición en temas tan candentes y complejos como la emergencia de los refugiados y la amenaza terrorista (puede dar cátedra sobre ello José María Aznar, quien, como presidente de España en su momento se embarcó en la aventura de las guerras preventivas post atentados de 2001). La pregunta, entonces, radica en cómo sostener la proximidad sin declinaciones irrazonables de autonomía ni repetir errores. La encrucijada es, en esencia, un reto para la creatividad de Macri y del futuro mandatario de Estados Unidos puesto que el “socio” Obama ya está en retirada.

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