“El negro de WhatsApp”
Desde una cuenta anónima en Twitter, denominada “lamarikaos”, una mujer amenazó al presidente Mauricio Macri y a su hija Antonia, de 4 años.

La mujer publicó entre diciembre y marzo imágenes y mensajes intimidantes en la red social. Puso una foto de la nena con una marca en el cuello, junto a la frase “maten a la chiquita”, y “también es aceptable que la vendan a Taiwán, ellos sabrán qué hacer”.

Además escribió “nuestro odio lo calmaremos con sus hijos. Espero que @mauriciomacri le deje guardaespalda de por vida a Antonia”. Y también: “si algo hizo mal el kirchnerismo, es no haber matado a toda la burguesía, periodistas y políticos de derecha, en sus 12 años de gestión”.

La autora de los tuits fue rastreada por el área de Cibercrimen de la Policía Metropolitana e identificada como Maribel Durand, de 27 años. La mujer, citada a indagatoria por el juez federal Ariel Lijo, reconoció ser la autora de las amenazas y afirmó que se trató de “un exabrupto” producto del enojo por haberse quedado sin trabajo en diciembre. Contó que estudia Licenciatura en Historia y que no le renovaron el contrato que tenía en el Ministerio de Desarrollo Social, a través de la Universidad de La Matanza.

También se quedó sin el programa “Ellas hacen”, para mujeres desocupadas con más de tres hijos. “Fue toda esa sumatoria de cosas lo que me hizo estallar en poner esa estupidez que puse”, declaró el jueves ante Lijo, quien ahora deberá decidir si la procesa por amenaza de muerte e instigación al asesinato, le dicta falta de mérito o la sobresee.

La tan mencionada “grieta”, que erróneamente se le endilga sólo al kirchnerismo, tiene más años que la bandera en este país. De hecho, existen varias grietas en nuestra sociedad, más o menos profundas.

Una de las más antiguas, aún no cerrada, tiene más de 500 años, entre indios y conquistadores. La de unitarios contra federales lleva dos siglos. La de “gorilas” contra “negros peronchos” lleva más de 70 años.

El hondo y doloroso quiebre que produjo la última dictadura cumple 40 años en unos días. Y la de estatistas versus privatistas tiene más de tres décadas.

Lo que marca la verdadera diferencia de la grieta originada y exacerbada hasta el límite en esta última década es una sola cosa: el surgimiento de las redes sociales.

Si bien las redes virtuales se inician precariamente a mediados de los 90, no fue sino hasta los 2000 cuando comenzaron a masificarse. Facebook, por ejemplo, hoy la más masiva de todas, surge el 4 de febrero de 2004, nueve meses después de que Néstor Kirchner asumiera la presidencia (25 de mayo de 2003), pero debieron pasar varios años hasta que su uso se extendiera al común de la gente. Lo mismo ocurrió con el resto de las redes sociales más populares, como Twitter (2006), WhatsApp (2009), o Instagram (2010).

Es decir, al kirchnerismo le tocó en suerte -o en mala suerte- lidiar mientras fue gobierno con esta revolución mundial de las comunicaciones.

Es difícil saber qué habría pasado si hubiera existido WhatsApp a fines de los 70. ¿Se habrían viralizado por los teléfonos celulares fotos de los centros clandestinos de detención? O durante la guerra de Malvinas, con las tristísimas cartitas de niños a los soldados adentro de los chocolates, que en vez de ir a las islas terminaron vendiéndose en los quioscos. Cuesta imaginar los escandalosos videos que se habrían difundido en la década del 90, de los numerosos y ruidosos affaires entre la política y la farándula.

Hoy la situación en las redes sociales está absolutamente descontrolada. No existe ningún filtro para lo que circula por la nube virtual, que de virtual cada vez tiene menos porque atraviesa la vida de las personas, escuelas, partidos, clubes, empresas o países. Se han desintegrado amistades profundas, parejas, familias enteras por malos entendidos o por diferencias de “estándares ideológicos”. Se han cometido hasta asesinatos instigados desde las redes.

En paralelo, se ha instaurado una doble moral compleja y violenta, donde cualquiera que tropiece corre el riesgo de ser lapidado públicamente. Y tropezar es ir en contra de la “política correcta” de los nuevos grupos de pertenencia que imponen sus propias leyes morales. “El deseo de ser aceptado y elogiado por la comunidad es intenso. La gente teme ser exiliada y condenada. La vida moral no se sustenta sobre el continuo del bien y el mal; se erige sobre el continuo de la inclusión y la exclusión”, escribió el miércoles en el New York Times David Brooks, en una columna titulada “La cultura de la vergüenza”. Y prosigue Brooks: “la gente se muestra sumamente nerviosa de que su grupo (kirchnerismo o antikirchnerismo, creyentes o ateos, machistas o feministas, izquierda o derecha, por ejemplo) pudiera ser condenado o denigrado. Exigen respeto y reconocimiento instantáneo para su grupo. Sienten que se ha perpetrado algún mal moral cuando se ha faltado el respeto a su grupo y reaccionan con la intensidad más violenta”.

“El negro de WhatsApp” es el ícono de los tiempos que corren. Es la imagen, en sus cientos de versiones, más traficada en los últimos meses en las redes sociales, principalmente en la red de mensajería instantánea. Si bien parte del humor, no es casual que sea pornografía, porque como sostiene el psicoanálisis, aunque inconsciente, lo hostil y lo sexual son predominantes en el chiste. Sexual por la imagen “del negro” en sí misma, y hostil porque es una sorpresa que nadie espera ver.

Así hoy los timeline (línea de tiempo) de las redes son un libre albedrío donde todos tienen derecho a decir y a mostrar lo que se le de la gana, mentir, difamar, agredir, amenazar, incluso desde el anonimato, en defensa de los “nuevos derechos y valores morales” de nuestro grupo de referencia. Como esta estudiante kirchnerista que instigó a asesinar a la hija del Presidente porque quedó sin trabajo.

Umberto Eco, en su libro póstumo, Pepe Satán Aleppe, crónica de una sociedad líquida, que se editó el 27 de febrero y sobre el cuál se publica mañana un análisis en LA GACETA Literaria, escribió sobre Twitter: “es como el bar deportivo de cualquier pueblito, habla el imbécil del lugar, el pequeño propietario que se cree perseguido por el fisco, el médico amargado porque no ha obtenido una cátedra en una importante Universidad, el pasante que ha bebido mucha grapa, y a veces alguien expresa algún juicio sensato”.

Lo que conecta a Eco con Brooks es que ambos apuntan a la perpetua inseguridad que se manifiesta en las redes, con sistemas morales de inclusión o exclusión. “No hay estándares permanentes, sólo el juicio cambiante de la muchedumbre. Es una cultura de susceptibilidad excesiva, reacción excesiva y frecuentes pánicos morales, durante los cuales todos se sienten obligados a estar de acuerdo”, agrega Brooks.

Lijo sentó ahora un precedente importante al transformar la sentencia líquida de lo virtual en algo sólido, real. Citó a la tuitera anónima, le puso nombre y apellido y la obligó a hacerse cargo de lo que dijo. En Estados Unidos y en Europa han avanzado más sobre esto y ya hay mucha gente castigada, incluso con prisión, por sus excesos en las redes. De a poco, las generales de la ley van avanzando también sobre internet. Una cosa es opinar lo que a uno le venga en gana, aún a riesgo de quedar como un estúpido, y otra muy distinta es difamar, insultar, amenazar o poner en riesgo la vida de otra persona.

El año pasado hubo un intento de los diputados kirchneristas Diana Conti, Andrés Larroque y Carlos Heller, entre otros, de impulsar un proyecto de ley para censurar, restringir y controlar los comentarios en internet. Fue un intento electoralista desesperado para intentar frenar una escalada de críticas en aumento, tras haber perdido la supremacía que tuvo el kirchnerismo en los foros años antes.

La antropóloga Ruth Benedict sostiene que la sociedad ha mutado de una cultura de la culpa a una cultura de la vergüenza. Es decir, en la cultura de la culpa es tu consciencia lo que dice si sos bueno o malo. En la cultura de la vergüenza es la comunidad la que sentencia si eres bueno o malo, y te incluye o te excluye, te sigue o te bloquea.

“La cultura de la culpa puede ser severa, pero al menos se podía odiar el pecado y seguir amando al pecador. La nueva cultura de la vergüenza valora supuestamente la inclusión y la tolerancia, pero puede ser extrañamente despiadada con aquellos que disienten y con quienes no encajan”, concluye Brooks.

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