Una vida realizada

Una vida realizada

No se sabe si debido a un lapsus linguae de su padre al transmitírselo, a una distorsión de su propia escucha o a un corrimiento de las columnas de un texto leído en alguna revista, lo cierto es que realizó al pie de la letra el escribir un árbol, tener un libro y plantar un hijo, es decir: dejarlo plantado.

28 Febrero 2016
POR RAÚL COUREL 
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
Julito nació en primavera en la casa de la calle Bolívar casi esquina Jujuy. Tuvo una buena vida, a su manera.

Cumplió el mandato familiar del árbol, el libro y el hijo. Eso sí, había llevado a cabo todas y cada una de las prescripciones aunque cambiadas de lugar. No se sabe si debido a un lapsus linguae de su padre al transmitírselo, a una distorsión de su propia escucha o a un corrimiento de las columnas de un texto leído en alguna revista, lo cierto es que realizó al pie de la letra el escribir un árbol, tener un libro y plantar un hijo, es decir: dejarlo plantado. En efecto, esto último debido a que después de que la madre lo puso al tanto de su nacimiento no quiso verlo ni por asomo, ni entonces ni nunca. Tal desapego no le impedía que tuviera una disposición cariñosa y solícita hacia las mujeres, con una característica singular: sólo se manifestaba con aquellas que no abrían jamás la boca.

Julito tenía, además, el hábito de argumentar, con escasas palabras y razones difíciles de rebatir, a favor del cultivo acérrimo de la ignorancia. Hacía profesión de fe de la excéntrica y necia costumbre de afirmar que nada había por aprender. No se trataba de una filosofía, de indiferencia ni de apatía sino de que nada esperaba del porvenir ni de los demás. Era, como la palabra lo indica, un desesperanzado, aunque ninguna desilusión parecía la causa de esta peculiaridad. Tampoco lo aquejaba ningún desaliento ni desánimo sino, sencillamente, la sensación patente, seguida de una completa convicción, de que nada le hacía realmente falta.

Nada le hacía realmente falta, salvo la palangana de agua con sal en los pies, que era el cielo. En efecto, más que un bálsamo de salmuera, la tal palangana era la restitución de la existencia tras el desasosiego cualquiera de cada día. El peculiar servicio le había sido provisto desde la temprana niñez por su devota madre cada vez que él llegaba de la calle, después por la mujer que le tocaba en suerte en remplazo de aquella y, ya en la vejez, por la única hermana que le había dado la vida, dedicada a vestir santos y a cumplir con ese ritual.

Nuestro hombre era el arquetipo de aquél cuyo mundo, igual que el más elemental banquito, está apoyado sobre el menor número de patas necesarias para sostenerlo, que son tres. Después de la palangana, que hacía de primera pata, la segunda era el reloj marca “Rex”, a cuerda con malla de cuero que, sin usar, escondía en una caja fuerte en el lugar más recóndito de la casa. Había sido el regalo de su abuela el día de su primera comunión cuando, según él, recibió la hostia en pecado mortal, seguro como estaba de haber cometido uno entre el día de la confesión y el siguiente, en el que tomaría la sagrada eucaristía. La preservación más cuidadosa del reloj era indispensable y suficiente para exorcizar las consecuencias de la falta secreta, jamás contada a nadie, garantizándole que la vida siguiera su curso natural.

La tercera pata del banquito, con la cual el equilibrio de su vida quedaría definitivamente asegurado, era la membrecía vitalicia del club Atlético Central Sport, comprada por su padre sólo para él por ser el primogénito y no en cuotas sino al contado. Era la prueba inapelable de su condición de predestinado, ya ni siquiera por los demás sino por la misma providencia, elegido sin más razones porque él era eso mismo, sin necesidad de aditamento alguno y a perpetuidad, de lo que era testimonio la pelotita de plata con su nombre y apellido incrustada en el recuadro marmolado de la pared, enmarcado de banderines, de la galería de socios.

Esa pelotita no era siquiera signo de importancia para vanagloriarse ante quien fuera ni símbolo de nada, era sólo la respuesta irrevocable y para la eternidad a la pregunta que se había hecho, por primera y única vez, acerca de qué era él, no quién era sino qué. Eso había sucedido cuando, tras quedar eliminado en un torneo de ping-pong, se había preguntado, sin que mediara ninguna inquietud filosófica, ¿qué soy yo? Debido a que en ese momento miraba patitieso y extraviado la pared del club, sus ojos se toparon con una tal pelotita que, tal vez no tanto por ser brillante como por ser una y redonda, hizo que desapareciera al instante, como por arte de magia, la única vacilación acerca de sí mismo que tuvo en toda su vida. Tal vez se vio en ella, por fin, redonda y definitivamente uno.

Nada de lo referido figuró en el diario que Julito llevaba desde la adolescencia – hábito que no deja de resultar extraño – ni en los libros de actas de las sociedades de las que formó parte, ni en los balances contables de la empresa en la que trabajó, ni en los expedientes en los que constaba su nombre y tampoco en el prontuario que por un tema menor le fue alguna vez abierto en la policía.

Finalmente le llegó la hora, la del descanso en el que ya no habría ansia ni perturbación alguna. Entonces miró abstraído un frasco con gotero que estaba sobre la mesa de luz y, advirtiendo la presencia de alguien a su lado, simplemente dijo: “Quedate tranquilo que estoy bien”. Y se murió.

© LA GACETA

Raúl Courel - Psicoanalista tucumano, ex decano
de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.

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