Las lágrimas de Alepo

César Chelala - Columnista invitado

“Alepo era una ciudad grande y terrible”, escribió el estadounidense Frederic Prokosch en su famosa novela Los asiáticos. Esto nunca fue más cierto que ahora. Miro una fotografía de un hombre llorando, sosteniendo en sus brazos el cuerpo ensangrentado de su hijo, un niño pequeño, entre los escombros de Alepo. El hombre está de rodillas con su mirada hacia el cielo, como preguntando qué hacer para soportar tanta pena. El dolor del mundo está en los hombros de ese hombre.

Mientras Alepo sigue siendo el blanco de bombardeos aéreos implacables, es posible imaginar el siguiente escenario según lo narrado por un niño de 10 años de edad.

“Todos estábamos acurrucados en un cuarto trasero de nuestra casa. Nos habían pedido que nos fuéramos, ya que la mayoría de nuestros vecinos ya se habían ido, pero mi abuela gritó a lo que ella consideró intrusos: ‘¿Cómo creen que puedo dejar a mi marido, que es incapaz de moverse?’ Los hombres que luchaban afuera de nuestra casa tal vez se dieron cuenta de que podían ganar una batalla, pero que perderían la guerra contra la determinación de mi abuela. Ahora, aunque quisiéramos, no podríamos dejarla.”

“Miré a mi abuelo, sentado en su silla de ruedas, mirando más allá en el espacio sin entender lo que estaba pasando. Hizo una señal a mi hermana y le pidió leche. Ella sólo movió la cabeza hasta que mi hermano mayor vino a su rescate y le dijo el abuelo, “Espere un poco, abuelo, yo se la traigo más tarde.’”

“Mientras tanto el ruido afuera se hizo ensordecedor. El frente de nuestra casa fue casi destruido y el yeso continuó cayendo en pedazos de las paredes. Mi padre continuaba sin ser encontrado por ninguna parte, por lo que mi madre se convirtió en la cabeza de la familia. Ella no estaba acostumbrada a ese papel, y tuvo dificultades para dar órdenes a mi hermano, que tenía 11 años de edad y mis dos hermanas, de cuatro y dos años de edad. Yo, con mis diez años, traté de ayudarla tanto como pude.”

“Mientras yo estaba pensando en lo que estaba pasando, escuchamos un ruido horrible. Miré a través de una de las puertas hacia la parte delantera de la casa. Parte del techo se había caído, aplastando totalmente el piano, que en tiempos normales mi hermano solía tocar en su tiempo libre después de la escuela.”

“Me repetí a mí mismo ‘tiempos normales’ y me di cuenta que nunca sabré de nuevo lo que eran realmente aquellos tiempos, cuando decíamos adiós a nuestro padre en la puerta de nuestra casa cuando él iba a trabajar por la mañana, y luego mi hermano salía para la escuela; los momentos en los que todos regresábamos y nos reuníamos para el almuerzo, preparado con amor por mi madre y mi abuela. Sólo el abuelo estaba ausente, quiero decir no físicamente sino mentalmente, viviendo en su propio mundo. “

“Después de unos días, la naturaleza naturalmente dulce de mi madre había cambiado totalmente. De ser una persona de buen humor, optimista, siempre cantando o tarareando una canción árabe se convirtió en una persona que casi no reconozco. Una vez una mujer orgullosa, cuidadosamente vestida, ahora estaba casi siempre despeinada, hablando con dureza, no sólo a nosotros, sino también a su propia madre, algo que nunca había hecho antes.”

“De repente oímos los pasos de alguien corriendo hacia nuestra casa y luego un gran ruido en la puerta delantera. Todos estábamos paralizados por el miedo excepto mi hermano, que corrió hacia la puerta. Abriéndola un poco pudo ver a un hombre joven totalmente cubierto de sangre, gritando de dolor. Segundos después el hombre se desmayó y cayó al suelo. Mi hermano inmediatamente cerró la puerta y regresó a la habitación de atrás donde estábamos todos sentados, aterrorizados”.

“Él describió lo que vio, pero mi madre se negó a hacer cualquier cosa por el joven que yacía en la puerta. Mi abuela, sin embargo, no podía estar quieta. Ella le gritó a mi madre que no podía dejar que alguien, no importa quien fuera, pudiera morir solo, como un animal abandonado. No pude contener mis lágrimas.”

“Finalmente, al ver que ella sería incapaz de calmar a mi abuela, mi madre cedió y se fue con mi hermano a la puerta, donde ambos entraron al joven. La abuela trajo una toalla mojada y lo limpió. Él abrió los ojos lentamente, dolorosamente, lleno de terror. Apenas alcanzó a decir gracias cuando se le cerraron los ojos para siempre.”

Estos pensamientos me persiguen cuando veo las imágenes de los refugiados sirios, particularmente las mujeres y los niños, quienes tienen que mendigar su sobrevivencia a los países que, a regañadientes, aceptan recibirlos.

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