Por Carlos Páez de la Torre H
08 Febrero 2016
ROBERTO J. PAYRÓ. El destacado literato y periodista, que recorrió el norte cuando terminaba el siglo XIX. la gaceta / archivo
“En las tierras de Inti”, se titula aquel clásico libro que Roberto J. Payró (1867-1928) editó en 1909, y que contenía las crónicas periodísticas sobre su viaje por las provincias del norte.
Venía a caballo, con su amigo Acuña, desde Catamarca. Pasó el Puesto de Figueroa, y tras rodear un montículo, de golpe se desarrolló ante sus ojos, cuenta: “de golpe, dejándome extático, una inmensa, una interminable llanura, y el horizonte se alejó como si se hubiera abierto un agujero sobre el infinito”.
Divisaba “un mar azulado, en cuya superficie flotaban algodonosos vapores, verdes reflejos, amarillentas manchas, todo confuso y móvil, como en el océano, y por un instante me creí asomado a la pampa inmensurable y abarcándola con la mirada”.
Por debajo de esa bruma, “aquellos puntitos negros, casi imperceptibles, eran estancias, o puestos, o ranchos; aquellos encajes blanquecinos, serpenteando sobre una lista de verdura intensa, era la evaporación de los arroyos; aquellas manchas verdes que se destacaban sobre la gradación de los verdes y los azules, eran bosques de añosos árboles, y más cerca aún, casi a mis pies, aquellas lagunas que cabrilleaban jugando con la luz del sol, eran simples totorales, mecidos por la brisa…”
“‘Tucumán’, dijo Acuña después de verme un rato inmóvil, en religiosa contemplación. ‘¡Tucumán!’, repetí, mientras en mi memoria cantaba el recuerdo de los himnos compuestos en honor del Jardín de la República”. Acuña se limitó a agregar: “¡Pero todavía nos falta mucho por andar!”
Venía a caballo, con su amigo Acuña, desde Catamarca. Pasó el Puesto de Figueroa, y tras rodear un montículo, de golpe se desarrolló ante sus ojos, cuenta: “de golpe, dejándome extático, una inmensa, una interminable llanura, y el horizonte se alejó como si se hubiera abierto un agujero sobre el infinito”.
Divisaba “un mar azulado, en cuya superficie flotaban algodonosos vapores, verdes reflejos, amarillentas manchas, todo confuso y móvil, como en el océano, y por un instante me creí asomado a la pampa inmensurable y abarcándola con la mirada”.
Por debajo de esa bruma, “aquellos puntitos negros, casi imperceptibles, eran estancias, o puestos, o ranchos; aquellos encajes blanquecinos, serpenteando sobre una lista de verdura intensa, era la evaporación de los arroyos; aquellas manchas verdes que se destacaban sobre la gradación de los verdes y los azules, eran bosques de añosos árboles, y más cerca aún, casi a mis pies, aquellas lagunas que cabrilleaban jugando con la luz del sol, eran simples totorales, mecidos por la brisa…”
“‘Tucumán’, dijo Acuña después de verme un rato inmóvil, en religiosa contemplación. ‘¡Tucumán!’, repetí, mientras en mi memoria cantaba el recuerdo de los himnos compuestos en honor del Jardín de la República”. Acuña se limitó a agregar: “¡Pero todavía nos falta mucho por andar!”
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