Relato ritual

Relato ritual

“¿Lo creerás, Ariadna? El minotauro apenas se defendió”. J. L. B

Relato ritual
24 Enero 2016
Llegué al laberinto con la aviesa intención de matarlo, dar fin a su peligrosidad de siglos con el falaz cuchillo de la indiferencia. Me mantuve distante, ajena al mareo que produce la aparición continua de circunvalaciones; las esquinas cóncavas, las puntas de esa especie de pararrayos que pueblan su casa, mundo de muebles inquietantes, demasiadas bibliotecas, mesas tendidas esperando invisibles banquetes, estatuas sin cara.... Una casa “como sólo existe una en la faz de la tierra”.

Me recibió con un galope anhelante -parece que, oscuramente, me esperaba- y su bramido, que hizo temblar el mundo, me puso en alerta. Nos presentimos el uno al otro antes de mirarnos. Para decir verdad, ya nos habíamos mirado antes -¿antes?- sin el más mínimo interés , o eso fue lo que nos mentimos. Yo llevaba enredados entre los dedos de ambas manos los hilos que me sirven para no perderme ni perderlo y él parecía estar entregado a la absoluta tarea de esperar a sus presas, a las moscas que de tanto en tanto caen en su tela. Repito: me hipnotizó su poderoso bramido de toro en celo.

Cuando estuvimos frente a frente, cuando su cuerpo imposible chocó con mi gracilidad o, al revés, cuando mi escasez, mi cuerpo pequeño de Ariadna, se topó con su desmesurado pecho, caímos dando tumbos sobre las piedras extrañamente tibias del pasadizo. Hubo algunas gotas de limpia sangre y más que nada, estupor. Nos miramos otra vez. Su cara zoológica se iluminó con una mirada azul -azul Creta- y los ojos míos -esto lo dice él- se encendieron por uno o dos minutos con el brillo de la mentira. Porque yo aseguré que venía a entregarme, a inmolarme para salvar el reino, pero los hilos que se enredaban en los dedos de mis manos me desdecían.

No nos quedó más remedio que hacer aquello: confesar nuestra iniquidad, nuestra racionalidad de pacotilla y gritarnos nuestros sueños más íntimos. Sueños propios de monstruos sensibilizados, erotizados, magnánimos y caprichosos. Después, sucedieron muchas cosas, todas las que existen sobre la tierra.

Lo cierto, lo definitivo, es que a ratos yo era la víctima y él el victimario; en otro momento, yo era la victimaria y él una arrobada víctima. Así, una y otra y otra vez porque se ha iniciado un ritual que durará los próximos minutos u ocupará los siglos venideros.

¿Lo creerás, Jorge Luis Borges? Él y yo, apenas nos defendimos.

© LA GACETA

Mercedes ChenautEscritora, profesora en Letras.

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