Nuestros chicos siguen muriendo
Ajena a los impactos electorales y a los giros de la macroeconomía, la lógica de los suicidios adolescentes se mantiene intacta. Como si perteneciera a un país aparte del que la mayoría prefiere no darse por enterada ni sentirse responsable. Y no se trata sólo de las víctimas del paco ni se circunscribe a la estigmatizada Costanera. Los casos se ramifican por estratos sociales y geografías tucumanas. El comienzo del nuevo año no modificó la tendencia: nuestros chicos siguen muriendo.

LA GACETA desarrolló durante los últimos meses de 2015 una serie de informes acerca de la penetración narco en zonas de la capital, en el conurbano y en algunas localidades del interior. Se identificaron bandas que pugnan por el territorio a los tiros, pymes barriales dedicadas al narcomenudeo, muchos de cuyos integrantes entran y salen de Villa Urquiza y de la cárcel de mujeres en una infinita rotación. Son los últimos eslabones de la cadena. La pregunta es cuáles son las primeras cabezas que se distinguen al tirar de la punta del ovillo. ¿Será por eso que conviene culpar a los clanes familiares, como si no hubiera operadores detrás?

Si Tucumán es una zona de paso que conecta la frontera boliviana con Córdoba y el resto del país, es imprescindible que esa autopista narco se mantenga despejada de controles inoportunos. O que las pistas clandestinas repartidas entre el este de la provincia y Santiago del Estero sigan operando como aeropuertos en regla. Sin la complicidad de las fuerzas de seguridad y un paraguas político el negocio no funciona. ¿A quién se le ocurre que ese fenómeno se reduce a la Provincia de Buenos Aires y a Rosario? La mancha de aceite cubre el país de punta a punta. Existen tantos lanattas y schillacis en Quilmes como en Tucumán.

Hay una necesidad urgente y es la de salvar vidas. Dice Eugenio Zaffaroni, ex juez de la Suprema Corte: “en lo referido al paco, no hay producción ni distribución de ningún ‘cartel’. Por favor, que no deformen la realidad. No está el Chapo detrás del paco. Son pequeñas mafias y la producción es casera. El paco no es ni siquiera del todo una droga. Es directamente un veneno. Aquí no hay broma: envenena, destruye tejido neuronal, idiotiza y mata. Una buena brigada policial lo erradicaría. Una brigada ‘anti-paco’. Una brigada de gente confiable y honesta, jugada. Hay policías honestos, no jorobemos, no pensemos que todo está podrido. No es cierto. Y hace falta un buen sistema de tratamiento e integración de los pibes paqueros”.

La de policías buenos y malos es la antinomia de siempre. Honestos vs corruptos. Una batalla que, con los resultados a la vista, siempre ganan los peores. José Cano apuntó días pasados, durante un almuerzo en LA GACETA, lo conveniente que sería estructurar secciones de asuntos internos, a cargo de civiles, para que investiguen esos delitos y depuren las fuerzas de seguridad. Para esas estructuras anquilosadas, acostumbradas a autogobernarse y refractarias del control político, sería un sacudón revolucionario. Y nada fácil, por cierto. Pongamos como ejemplo la Policía de Tucumán, un dinosaurio que se comió todos los gobiernos, de Riera a Alperovich, y se mantiene nostálgica en la huella de dos delincuentes como el “Tuerto” Albornoz y el “Malevo” Ferreyra.

Hasta aquí, la política manzurista es una prolongación de los 12 años heredados. ¿El ejemplo más contundente? El gobernador mantuvo al técnico a cargo: Paul Hofer. La decisión es, cuanto menos, llamativa, habida cuenta de que entre los fracasos rotundos de Alperovich quedó todo lo relacionado con la seguridad de los tucumanos. La Policía que embarró a más no poder la cancha para proteger a los asesinos de Paulina Lebbos es la misma que se cruzó de brazos mientras la provincia se incendiaba y que cargó a caballo contra los manifestantes en la plaza Independencia el año pasado. La promoción de mayor cantidad de oficiales, en aras de profesionalizar y jerarquizar la fuerza, es una de las pocas decisiones que se conocieron hasta el momento. Pero es una apuesta a varios años y tampoco va a mover el amperímetro. Esa brigada anti-paco de la que habla Zaffaroni para ir al hueso del problema no parece viable por estas tierras. Y de ponerse en práctica puede conducir a un desastre.

Lo que se necesita, cuanto antes, es abrirles a los chicos un universo de oportunidades. Volvemos a Zaffaroni: “hay que dar trabajo, deporte, cultura y estudio a los pibes. No perseguirlos sin andan con gorrita (…) Los muertos son nuestros. Son nuestros pibes, no son enemigos ni extraños”. El concepto del juez invita y obliga a pisar un terreno pantanoso. Se exige y con razón al Estado que se haga cargo del tema, pero desde una posición de neutralidad, casi de fastidio. La sociedad no empatiza en lo más mínimo con los chicos de la calle, los adictos, los desclasados, los excluidos. Se los evita o se los rechaza. Basta que ingresen a un bar para que se convoque al mozo y los saque rapidito. Lo dijo la pasajera de un ómnibus, molesta cuando un chico de edad indescifrable le dejó una estampita al paso: “no sé qué hace acá, debería estar trabajando”. Y la verdad es que no, donde debería estar es en la escuela.

Ni la beneficencia ni el voluntariado son eficaces en cuadros extremos, como los que se multiplican por Tucumán. Son aspirinas para cancerosos. Para que un chico no tome la decisión de matarse lo único que cuenta es la modificación de su realidad. Que el futuro no sea más oscuro que el presente, porque de lo contrario sólo cuenta la idea de evadirlo. Lo importante, además de generar condiciones para que los chicos ocupen su tiempo y descubran estrategias de salida, es que la sociedad tucumana se sincere y acepte que es un problema común. Que si un chico se está suicidando en estos momentos le cabe buena parte de la responsabilidad.

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