En la ducha todos somos Pavarotti
Un viejo maestro de música decía que todos somos Pavarotti en la ducha. O Montserrat Caballé, podríamos agregar. Y la ciencia tiene dos explicaciones de por qué este fenómeno auditivo es tan cierto como falso. La primera de ellas, la más simple de entender, por mero sentido común, es que la mayoría de los baños es una espléndida caja de resonancia, donde nuestras voces se perciben más agradables y potentes.

La segunda de las explicaciones, la más interesante, curiosa y sorprendente, es un descubrimiento del campo de la acústica, la ciencia que estudia los sonidos, en conjunción con la medicina, y cuyo resultado nos abre puertas insospechadas en el mágico mundo de las percepciones y los sentidos.

A muchos de nosotros, por no decir a todos o casi todos, nos desagrada nuestra voz, e incluso la odiamos, cuando la escuchamos en una grabación. También pasa esto cuando se produce un acople en el teléfono y escuchamos con retardo nuestra propia voz. Fea, horrible.

¿Por qué pasa esto, si nuestra voz nos parece mucho más encantadora cuando la escuchamos en directo?

Este es un enigma que conocen desde hace mucho los cantantes y los comunicadores, sobre todo los de radio y televisión, pero que se ha masificado en los últimos años a raíz de los múltiples dispositivos electrónicos que hoy están al alcance de todos: celulares, MP3, cámaras, etcétera.

Resulta que el sonido llega a nuestro oído a través del canal auditivo externo, luego el tímpano, el oído medio y más adelante la cóclea, un caracol lleno de líquido ubicado en el oído interno, que finalmente se comunica con el nervio auditivo.

Pero cuando hablamos, cantamos o gritamos, nuestra voz nos llega además por otro canal, el interno, transmitida principalmente por los huesos, que son conductores geniales del sonido.

Las vibraciones que producen nuestras cuerdas vocales y vías respiratorias viajan a través de músculos y huesos hasta los tejidos de la cabeza y de allí directamente a la cóclea.

La ciencia demostró además que las propiedades mecánicas de la cabeza refuerzan las vibraciones de baja frecuencia, es decir los tonos más graves, suaves y ricos.

Cuando oímos nuestra propia voz es una combinación de estos dos sonidos, mientras que cuando nos escuchamos en una grabación está suprimida la percepción interna y sólo escuchamos nuestra voz transmitida por aire, tal como nos escuchan los otros, una voz por lo general más aguda y chillona.

Para hacer el ejercicio inverso, es decir anular el canal externo y escuchar sólo la percepción interna de nuestra voz, basta hablar con los oídos tapados, con los dedos o con tapones, y oiremos nuestra voz a través de las vibraciones de los huesos, una versión bastante más grave.

En conclusión, la voz que escuchamos cuando hablamos es real, existe, pero únicamente para nosotros. Para el resto de la humanidad ese sonido no existe y, en cambio, percibe una versión de nuestra voz desconocida para nosotros, que es “irreal” para nosotros mismos.

Nuestra realidad es única

Este es un ejemplo maravilloso para comprender por qué todos percibimos la realidad de una forma distinta, única e irrepetible. Y no se trata de una interpretación filosófica, sociológica o psicológica, es una conclusión física y científica.

Lo mismo ocurre con el resto de los sentidos. Cuando nos tocamos, por ejemplo, también experimentamos una doble percepción de nuestra piel, interna y externa, como tocadores y como tocados.

Con la vista es igual de complejo y sorprendente. Además de las distintas capacidades visuales, que nos hacen ver un mundo distinto a todos, más o menos nítido o más o menos colorido, existen las cuestiones autoperceptivas.

Lo experimentamos cuando vemos fotos o filmaciones de nosotros mismos o cuando nos miramos frente al espejo. Esa persona que vemos en el espejo no es la misma persona que ven los otros, porque procesamos nuestra imagen filtrada, primero por nuestros propios órganos, ojos y cerebro, y luego en base a nuestros propios valores, preconceptos estéticos y físicos, prejuicios y condicionamientos psicológicos, sociales, etcétera.

A esto se debe que una de las materias más complejas del pensamiento humano es la estética, una rama de la filosofía y también del arte, y en cuya etimología se conjugan conceptos como sensación, percepción, sensibilidad y relatividad.

Pocas cosas tan relativas -y a la vez complejas- de definir como la belleza o la fealdad y por eso ocupa a los principales pensadores de la humanidad, desde la Grecia antigua hasta la actualidad, pasando por la célebre obra de Immanuel Kant, “Crítica del juicio” o “Crítica de la facultad de juzgar”, hasta Hegel, Schopenhauer, Heidegger o Bertrand Russell, por sólo mencionar algunos de los tantos pensadores que se ocuparon de este enmarañado dilema.

Se desprende, entonces, por qué nos resulta tan difícil a los hombres ponernos de acuerdo, acercar posiciones o pontificar, que proviene de “pontífice”, que en su etimología quiere decir “hacer o tender puentes”, se supone, en su origen, entre los hombres y Dios.

En el plano de las ideas ocurre lo mismo. Cuando pronunciamos una frase, esa frase no tendrá necesariamente idéntico sentido para cada receptor. Cada palabra posee una carga semántica, un sentido diferente para cada persona.

Por ejemplo, todos sabemos el significado de la palabra “árbol”, pero en nuestra huella mnémica (forma en que los acontecimientos o percepciones quedan registrados en nuestra memoria) un “árbol” no es lo mismo para todos. Para explicarlo de forma sencilla, y por lo tanto un poco burda, alguno cuando niño se habrá caído de un árbol, otro habrá sido muy feliz dando su primer beso arriba de un árbol, otro se habrá divertido cortando mandarinas, otro habrá tallado un corazón o habrá aserrado un árbol, y así hasta el infinito las experiencias que podemos haber tenido con un árbol.

Entonces, cuando escuchamos el vocablo “árbol” tiene para todos el mismo significado, pero no la misma carga emotiva, por decirlo de forma simple.

Además, casi todas las palabras y frases conllevan cierto grado de ambigüedad, al punto que necesitan de un acompañamiento gestual para terminar de interpretarse.

De allí que surgen tantos malos entendidos, confusiones y peleas en los chats y mensajes de texto, porque expresamos ideas que no están del todo claras sin el acompañamiento gestual.

Todo esto con una sola palabra o frase. Imaginemos entonces lo que ocurre con una idea completa, o con una teoría sociológica o política.

Es así que cuanto más obcecada y fanática sea una posición, más alejada estará de la verdad relativa, porque suprimirá más variantes perceptivas, emotivas y, por lo tanto, será menos rica “en verdades”.

Por el contrario, cuanto más armónico, conciliador y global sea un punto de vista, más cerca estará de la verdad, que no es otra cosa que una convención humana que reúne a la mayor cantidad de verdades posibles.

Quizás este sea un punto que debamos abordar para “tender puentes”, para acercar posiciones, en una Argentina tan dividida y fragmentada, donde facciones fanáticas sólo escuchan su propia voz, sin entender que únicamente ellos escuchan esa misma voz.

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