Las preciosas caras pequeñitas

Las preciosas caras pequeñitas

- VARIAS MINIATURAS. Las tres joyas que se exhiben en el Museo Casa Padilla, de unos 10 x 8 cms cada una. Abajo, el “ojo de Belgrano”. GENTILEZA MUSEO CASA PADILLA. - VARIAS MINIATURAS. Las tres joyas que se exhiben en el Museo Casa Padilla, de unos 10 x 8 cms cada una. Abajo, el “ojo de Belgrano”. GENTILEZA MUSEO CASA PADILLA.
19 Diciembre 2015

SEBASTIÁN ROSSO / LA GACETA

Según Diderot, el uso francés de la palabra “miniatura” deriva de mignard, que significa lindo, delicado, gracioso. “Por la pequeñez de los objetos que representa, y por su gran perfección, la miniatura parece agraciar y embellecer a la naturaleza imitándola”.

Pero es una versión poco rigurosa si atendemos a diccionarios y enciclopedias. Para ellos, la palabra viene de minio, que es un óxido rojo de plomo: el tetróxido de plomo, o plomo rojo, o azarcón, que se encontraba en cantidad en el Río Miño (Minium, en latín), en España. Con el tiempo se convirtió en el color característico de los manuscritos que, durante el medioevo se ilustraban, con pequeñas figuras ejecutadas a mano, en los conventos. De ahí el nombre de “libros miniados” con el que se los conoce.

La miniatura puede entenderse, en general, como un objeto diminuto que representa a otro de mayor tamaño. En el terreno que nos referimos ahora, la define como una pintura de pocas dimensiones.

Retratos o joyas

En la aparición de este género, tiene un cierto consenso la versión de que, al cerrarse los talleres de los ilustradores, éstos “buscaron en el retrato una prolongación de su actividad artística, y desde entonces se aplica la palabra miniatura, por desviación de su significado originario, a las efigies ejecutadas sobre superficies de pequeñas dimensiones”. La moda del retrato en miniatura nació en Inglaterra. Los primeros cultores de este retrato portátil consideran a Holbein, el joven, su primer exponente de categoría. En Francia se impusieron en el siglo XVIII, y pronto lo hicieron en España e Italia.

Por su pequeñez, se integraban con gracia a cualquier objeto personal. Colgantes, camafeos, prendedores, cajitas, bomboneras, tabaqueras; una gran variedad de objetos y prendas podían contener esos pequeños rostros. Por lo común estaban hechas sobre vitela o marfil, con colores desleídos en agua de goma.

En Argentina se la conoció como miniatura retrato. Hacia 1824, el pintor francés Jean-Philippe Goulu se radicó en Buenos Aires para retratar a la alta sociedad. De sus manos salió una importante cantidad de miniaturas, entre las que se destaca una de las imágenes más extrañas del siglo XIX argentino: el “ojo de Belgrano”.

La singular pinturita reproduce el ojo izquierdo del prócer rodeado de nubes. “Sobre una plaquita de marfil de 3 centímetros y medio de alto, por 2 y medio de ancho, está pintado con mano experta uno de sus ojos” la describía, mucho después, el pintor y crítico Eduardo Schiaffino. “Montado en joya, está engarzado en un marquito de oro en forma de broche, para ser usado como prendedor. Y ese rasgo de la fisonomía está tan exactamente reproducido, que basta para reconstruir mentalmente la máscara entera”.

Tucumanos en chiquito

El mayor pintor tucumano del siglo XIX, Ignacio Baz, fue un gran cultor de la especialidad. Para Rodolfo Trostiné, Baz aprendió la técnica del francés Henri Gavier, miniaturista aficionado radicado en Córdoba. Entre el gran número de estos trabajos atribuidos a Baz (muchos de los cuales se conservan en el Museo Nacional de Bellas Artes) se incluyen las de Lorenzo Duhart y de Rufino Cossio, hechas sobre marfil, así como el retrato de su madre y su propio autorretrato. A varias de ellas LA GACETA las publicó, el año pasado, en el libro “Rostros del viejo Tucumán”. Cuando la miniatura se adaptó a las nuevas tecnologías de imágenes, aparecieron pequeños retratos pintados, que no eran otra cosa que pequeñas fotos coloreadas. “La hibridación de fotografía y pintura se pone de manifiesto en el coloreado de la imagen empleando pintura: no olvidemos que muchos de los pioneros de la fotografía eran miniaturistas, o por lo menos poseían sólidos conocimientos pictóricos”.

De ese fin de siglo, tenemos los retratos de Avellaneda y su esposa, enmarcados en metal dorado, en cuyo reverso aparece el nombre de su autor: Mathieu Deroche. Miniaturista, con taller en el Bulevard Des Capucines de París, tenía gran renombre: había ganado la medalla de oro en la Exposición de 1878.

En el Museo Casa Padilla, al lado de la Casa de Gobierno, se encuentran otras obras de monsieur Deroche. Son tres miniaturas. Una es el retrato de José Padilla y su esposa, Josefa Nougués de Padilla, la tercera podría ser su nuera, Elvira Salvatierra de Padilla. Hasta hace poco nos estaban expuestos; hoy se agradece su presencia. El coleccionista catalán Eloy Martínez Lanzas, destaca la belleza de los esmaltes fotográficos de Deroche, quien “creó un procedimiento que lleva su nombre para trasladar fotografías sobre superficies esmaltadas, de más larga duración que las perecederas fotografías sobre papel en sus inicios, que se hicieron tan populares”. Fue esta técnica la que le valió aquel premio. Con el siglo XX el final de la miniatura estaba declarado. Casi nadie guardaba retratos en joyas y, prácticamente, en la única prenda que se podían encontrar era “en la cartera de la dama, o la billetera del caballero”. En las décadas de 1940 y 1950, tuvo gran clientela en Córdoba un señor Guzmán Arroyo. En su taller de Villa Allende, reproducía las fotos antiguas a tamaño miniatura, las coloreaba y las ponía en un severo marco negro ovalado, con vidrio bombé. El procedimiento permitía convertir fotos amarillentas en retratos remozados y de valor decorativo, por precios bastante elevados. Ahora, pareciera que el teléfono celular, con el cuidado con que se lo trata, con el valor de joya que tiene y con las fotos y recuerdos que guarda, se ha acomodado cerca de aquellos usos. Pero sería una versión muy simplificada de lo que significa semejante aparato.

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