La pandereta lo ayudó a levantarse de las caídas que sufrió a lo largo de la vida

La pandereta lo ayudó a levantarse de las caídas que sufrió a lo largo de la vida

Los martes, jueves y sábados llega a la peatonal. Toca y canta cumbia, mambos y boleros. Dice que cumplió “500 shows”. Video.

CASI A GRITOS. Parado, con los pies juntos y la pandereta en la mano, José Luis Villarreal canta tres veces por semana en la peatonal del microcentro. LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ.  CASI A GRITOS. Parado, con los pies juntos y la pandereta en la mano, José Luis Villarreal canta tres veces por semana en la peatonal del microcentro. LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ.
Estaba enamorado de la vecina de enfrente. Andrea se llamaba. Le dijo que quería verla en la plaza para conversar. La noche anterior había ensayado lo que iba a decirle. No había podido dormir por la ansiedad. En aquel tiempo, José Luis Villarreal vivía en el barrio Los Fresnos, en Banda del Río Salí. Habían quedado en verse al mediodía. A esa hora ella volvía de la escuela. Era rubia, tenía la cara redondita, se había teñido el pelo, muy bonita –dice-, tenía la piel bien blanquita. Hacía calor ese día, mientras esperaba en la plaza. Estaba un poco nervioso. No veía la hora de que ella apareciera. Miraba el reloj y repetía lo que iba a decirle.

En el barrio, José Luis no era el único que andaba detrás de Andrea. Era una chica muy popular. Tenía que hablar cuanto antes, porque corría el riesgo de perder el tren. Varios querían ser novio de Andrea. “Mi papá y mi hermano me habían dicho que tenía que jugarme la vida y hablar -recuerda-. Como dice el dicho: me tenía que tirar a la pileta”.

José Luis y Andrea se conocían de muy niños. Una casa estaba al frente de la otra. Pero en la adolescencia fue cuando empezaron a compartir juegos de grupo. A ella le encantaba jugar al fútbol. En aquel tiempo armaban equipos mixtos. Él siempre se las arreglaba para jugar en el mismo equipo de Andrea. La mayor felicidad era cuando hacía un gol. Ella alzaba los brazos gritando como un goleador profesional y él corría a abrazarla. Andrea festejaba siempre de la misma manera. Una vez que convertía el gol, se quedaba parada con las piernas separadas y los brazos en alto como una estatua de yeso, pero gritando el gol con suficiente fuerza como para que la escucharan de una esquina a la otra.

Una vez, José se animó en un gol. Ella gritaba con los brazos en alto y él llegó corriendo, se detuvo de frente a ella, inclinó las rodillas para agacharse, abrió los brazos para envolverla por la cintura y la levantó en el aire. Abrazado a ella, la sujetaba con los brazos alrededor de la cintura y llenaba de aire los pulmones para que ese instante durara un poco más de lo posible. Levantó la mirada; ella seguía gritando el gol con la fuerza de la garganta. Ese día, José alcanzó la felicidad. Y todo gracias a un gol de ella.

¿Querés unos mates?

Todo iba bien, todo era diversión, fútbol y goles hasta que un día, Catalina, la madre de José Luis cayó enferma y fue internada. Pasó cuatro meses en la terapia intensiva por una fibrosis pulmonar. Superó la etapa más dura y los médicos le dieron el alta. En la casa la cuidaban con la ayuda de Salvador, su padre, y de Marcial, el hermano mayor. Algunas tardes, Andrea llegaba de visita para cebar unos mates y conversar con la paciente. La madre de José Luis adoraba a la vecina, que por aquel entonces tenía 21 años. Ella, a su vez, le decía que él era su mejor amigo, que era un chico muy bueno.

Ya no era sólo fútbol, goles y festejos. Andrea también se llevaba bien con la madre de José Luis y, un día, ya no quiso ser más amigo. La idea del noviazgo no se le había comentado a nadie. Pero la salud de doña Catalina se agravó una mañana y la llevaron al hospital Centro de Salud. Casi no hubo tiempo de internarla. Murió antes de cumplir 78 años. Andrea acompañó aquel duelo.

Varias noches, cuando no tenía a nadie cerca, José Luis lloraba en la soledad de su casa. El luto fue duro. A los ocho meses de la muerte de su madre empezó a levantar el ánimo. La música lo rescató en aquel tiempo.

“A mi mamá le gustaban los pasodobles, los tangos, los mambos -dice-; cada vez que los escuchaba me acordaba de ella”.

Pasaron los días de luto, que fueron meses, y José Luis volvió a entusiasmarse con la idea del noviazgo. El día en que la esperaba en la plaza del barrio, José Luis había planeado comprarle un helado, antes de sentarse a hablar. Eligió un banco a la sombra y se sentó a esperar hasta que apareció Andrea.

Siete años pasaron de aquel encuentro en la plaza. Ahora, José Luis está parado en una esquina de la peatonal Mendoza, casi Maipú, donde se dispone a cantar por una propina, como lo hace todos los martes, jueves y sábados, a partir de las 18.30.

Está parado con los pies juntos, las rodillas pegadas, los codos alineados al torso; en la mano izquierda tiene una pandereta y, en derecha, una botella de plástico para golpear la pandereta. En el piso, delante de sus pies, hay un recipiente de plástico azul para las propinas.

Todos le dicen el panderetero. Con la puntualidad de un artista que sube al escenario llega con una bolsa en la que carga la pandereta y varias botellas de plástico (de repuesto, por las dudas). Camina lento, por las úlceras en la pierna vendadas. Tiene 31 años y desde hace siete años canta en el mismo sitio. El sonido estridente de la pandereta hace imposible que pueda pasar inadvertido.

Algunos lo felicitan; otros lo rechazan. “El hombre de la esquina, que vende flores, me decía que agarre una pala y que deje de sacarle la plata a la gente. Yo canto y la gente colabora como puede. Si tienen para colaborar, mejor, y si no tienen, no importa -asegura-. Con que pongan su oído y escuchen ya es suficiente”.

Antes usaba una pandereta roja, ultrajada. En vísperas de la Navidad de 2014, al cumplir los 400 shows en la peatonal, le regalaron una pandereta azul, de mejor calidad. “Amigo, esto es para usted para que siga haciendo música”, le dijo Cristian, uno de los empleados de un local de venta de instrumentos.

Este año, José Luis cumplió 500 shows -como él dice-, ininterrumpidos (martes, jueves y sábados). Esa noche se puso orgulloso en el pecho un cartel con el número 500 escrito a mano. Dice que en cada una de sus presentaciones canta con el corazón. A los seis años, José Luis fue operado por una cardiopatía congénita. Tres años después, a los nueve, se integró al coro de la capilla Nuestra Señora de Fátima en el barrio La Milagrosa. Ahí estuvo durante 18 años y tocaba la pandereta.

La familia de José Luis no acepta que él siga en la peatonal cantando por una propina. “No tiene necesidad de hacer eso”, fue lo único que respondió su hermano cuando lo consulté en la puerta de la casa de Villa 9 de Julio. Después saludó amable y cerró la puerta. Otro día volví a la esquina de Maipú y Mendoza para hablar con el panderetero sobre Andrea.

-Para mí fue muy duro cuando ella se casó... me mandó un mensaje de texto para decirme que ya no podíamos vernos más. Eso fue en 2011.

-¿Sabés algo de Andrea?

-Yo sé que ha tenido una hijita, pero ya no está con el tipo. Era muy violento, le pegaba.

-Si ella te acepta, ¿formarías pareja con Andrea?

-Por qué no... Yo la sigo amando con toda mi alma.

-¿Pensaste en hablar con ella?

No. Ella está lejos, pero no me da vergüenza decir que lloraba cuando me enteré de que se casaba. Escuchando música logré salir, como siempre: la música me salva.

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