En un país normal...
Nos movemos al ritmo de la especulación, lamentablemente. El cambio de gobierno, el último mes del año, la necesidad de acomodar todo para cerrar el ejercicio y, en definitiva, irnos de vacaciones, nos lleva a la zona del “aquí no sólo se termina el año, sino que pareciera que se acaba todo”. Y no es fatalismo. Es la vieja costumbre argentina. 

La normalidad es un bien escaso. Y lo peor de toda esta historia es que los argentinos estamos anestesiados frente a tantos cambios de ciclos económicos, políticos e institucionales. Más en diciembre. Resulta que en el último mes del año te suben todo (alimentos, artículos de la canasta navideña, los tradicionales regalos y hasta los impuestos); pegás el grito al cielo hasta fines de año; te vas de vacaciones en enero; volvés en febrero y ya la cabeza la tenés puesta en los gastos escolares. Llega marzo y parece que te olvidás de todo, porque mientras los gremios tratan de cerrar las paritarias -con un aumento acorde al ritmo inflacionario-, tenés todos los sentidos puestos en el resumen de la tarjeta de crédito y en los préstamos que pediste para disfrutar de unos días fuera de tu ambiente natural. Y así transcurre el año, entre deudas, preocupaciones hogareñas y proyectos laborales. La rueda sigue y es posible que los fantasmas sigan merodeando: inflación, devaluación, dólar, desempleo y desaceleración económica. Sin embargo, en un país normal, esas cuestiones tienden a solucionarse, con el aporte de todos los sectores involucrados: desde el propio Presidente de la Nación, pasando por el más empinado empresario y hasta el último consumidor, que debe resistirse cuando el supermercado o el almacenero de la esquina le venden un producto a un precio no razonable. 

En un país normal, los precios se reacomodan en función de la regla de las tres “c”: caminar, cotejar y luego comprar. Hay que hacerle entender a quien forma los precios que la demanda no es tan elástica como él cree y que, si los precios se disparan, está el poder del consumidor para sustituir tal o cual mercadería hasta que su valor se estabilice.

En un país normal, la inflación no se dispararía, ni el Gobierno tendría la necesidad de ocultar las cifras acerca de la evolución de los precios al consumidor. En ese país, las estadísticas gozan de credibilidad porque están muy cerca de la realidad cotidiana.

En un país normal, los precios no se disparan por lo que puede venir. Un asalariado puede cubrir sus gastos y, además, ahorrar. Pero no… En la Argentina apenas puede obtener ingresos casi similares a lo que necesita, mensualmente, una familia tipo para no caer en la pobreza. De hecho, el Instituto de Investigación Social, Económica y Política Ciudadana (Isepci) ha calculado que, para noviembre, un matrimonio con dos hijos menores requirió $ 7.691,48 para no ser considerado pobre. 

En un país normal, su población no tendría que recurrir al dólar para cubrirse de lo que pudiera pasar con la economía. Si eso fuera cierto, noviembre no hubiera terminado con un récord de demanda de U$S 723 millones. Los que pudieron operar, vía AFIP, atesoraron U$S 592, en promedio, durante el mes que pasó.

En un país normal, las reservas internacionales de su banco central tienen la suficiente fortaleza como para respaldar el dinero circulante. Sin embargo, el BCRA ha perdido en noviembre unos U$S 1.365 millones. Desde que se instaló el cepo cambiario, hace cuatro años, la entidad monetaria nacional ha cedido cerca de U$S 22.000 millones, el equivalente al actual nivel declarado provisoriamente. 

En un país normal, los trabajadores que necesitan descansar al finalizar el año pueden programar sus vacaciones sin pensar que una devaluación (o el rumor de ella) pueden trastocar los planes y terminar en el fondo de su casa porque no pudieron llegar al destino soñado. 

En un país normal, la transición institucional suele darse sin grandes contratiempos. El presidente saliente, además de entregarle la llave del despacho, le explica a su sucesor cómo le deja la casa, generalmente en orden. Pero no… Cristina Fernández deja a Mauricio Macri una pesada herencia que deberá resolver en la inmediatez. Es tal el problema que hay varios gobernadores de signo no afines a Cambiemos que promueven una cumbre con la nueva gestión para saber cómo será la relación fiscal Nación-provincias desde 2016. El hueco financiero es tan grande que no sólo puede llegar a arrastrar a la Casa Rosada, sino también a las provincias, a los municipios, a las delegaciones comunales…

En un país normal, la solidaridad es moneda corriente. Ninguno de los sectores que componen la cadena de consumo especulan. Ni los fabricantes, ni los proveedores, mucho menos los empresarios. Pero, en la realidad, los precios de vidriera se mueven como hormigas y no terminan de fijarse. El último orejón del tarro, el consumidor de a pie, tiene que sacar los “Roca” o los “Evita” del bolsillo y oblar. De otro modo, si no le alcanza, recurre a la tarjeta de crédito que, en el mejor de los casos, le pedirá no menos del 40% de interés por hacerle el favor de darle el financiamiento con que hoy no cuenta. 

En un país normal, los empresarios no piensan que el fin de año puede llegar a ser traumático para su negocio. Estarían más concentrados en las ventas que en cuestiones vinculadas con la seguridad, en gastar en más vigilancia frente a la incertidumbre que generan aquellos sectores que avivan tumultos y desmanes. 

En un país normal no hay grietas; las diferencias se exponen, pero no son tan profundas. Unos escuchan a otros y ambos construyen la nación. Todo cambio implica algo nuevo. ¿Hace falta potenciar las viejas costumbres? Los roles están definidos. Depende de nosotros modificar las conductas y desterrar, como primera medida, la especulación. O reconstruir la confianza, otro bien de elevada cotización en un país normal. 

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