La maldición de las peatonales
Hay episodios que sólo se registran en Tucumán, tierra de lo insólito que de realismo mágico no tiene nada. Por eso se equivocan quienes comparan a nuestra ciudad con Macondo. No somos el fruto de una pluma inspirada, sino de la desidia y la ineptitud. Y eso que hablamos del microcentro, porque si una peatonal queda a medio hacer y se convierte en trampa para transeúntes, ¿qué se puede esperar del cuidado de los barrios?

Luego de tropezar ayer en Mendoza al 600, María Magdalena Rivadeneira se lastimó la cara y las rodillas. El martes, Francisco Granados se había accidentado en esa misma parcela abandonada por los contratistas que no cobran desde hace tres meses. “Nosotros somos inocentes, la culpa es de la Nación que no manda la plata”, afirman desde la Intendencia. Pero fueron los funcionarios municipales los que descorcharon el champán a la hora de inaugurar las peatonales vecinas. Fea actitud esa de poner la cara para cortar la cinta y esconderla al momento de asumir responsabilidades. Ya saben la señora Rivadeneira y el señor Granados: a quejarse a Buenos Aires.

Las peatonales parecen malditas. La de Muñecas al 200 sufrió una paralización interminable, a tal punto que los comerciantes hicieron una torta cuando llevaban un año sin respuestas. La obra concluyó a los ponchazos, sin los detalles de terminación que se distinguen entre 24 de Septiembre y Mendoza. Además, en el cruce de Mendoza y Muñecas instalaron un adoquinado chapucero que se convertía en laguna apenas caían tres gotas.

A los 300 metros de embaldosado entre 25 de Mayo y Junín que viene ejecutándose este año se le confirió un título pretencioso y rimbombante: “shopping a cielo abierto”. Por ahora, y dejando de lado la vergonzosa situación de Mendoza al 600, de shopping la zona no tiene nada. Apenas se registró la iniciativa de festejar el Oktoberfest en la cuadra del Mercado del Norte. Habrá que ver cómo funcionan los nuevos desagües cuando empiecen a azotarnos las tormentas que tanto conocemos.

Por alguna razón -que no tiene nada que ver con la suerte- las obras públicas le cuestan sangre, sudor y lágrimas a Tucumán. Terminarlas en tiempo y forma es cosa de ciencia ficción. Siempre, por hache o por be, surgen “imprevistos” que suelen derivar en la ampliación de las partidas presupuestarias. La burocracia, la inflación y la lluvia son jinetes del Apocalipsis, pero muy convenientes, porque cada vez que golpean el negocio se agranda.

José Alperovich prometió que los túneles estarían listos hace tantos meses que se hace difícil precisarlo. Se sospecha que hay serios problemas con la construcción. Hace unos días llovió fuerte -pero no al nivel de un aguacero de verano- y se formó un piletón. Los expertos que trabajan en la obra juran y perjuran que todo está perfecto, que no hay de qué preocuparse, que nadie va a quedar sumergido en un túnel si cruza el cinturón ferroviario en medio de una tormenta. Entonces, ¿por qué tanto retraso?

A propósito de esta historia de nunca acabar, hasta el momento los obreros no pusieron ni un pie en la esquina de San Juan y Marco Avellaneda. Esa frustrada canchita de básquet (de la que se robaron los aros) funciona hoy como playa de estacionamiento. Que no es gratis, por supuesto. Tampoco se tocaron los barracones adyacentes. Es de esperar que la parquización comprenda ese sector, ¿o habrá algún compromiso político que prohíba meter mano en la zona?

Tampoco se nota mucho entusiasmo por concluir la remodelación del parque Avellaneda. Las cuadrillas aparecen y desaparecen, aceleran y frenan, completan una caminería y dejan otra en suspenso. No es el ritmo que se impuso a varias plazas puestas en valor por el amayismo.

El servicio de whatsapp de LA GACETA es un rosario de denuncias, que son más bien ruegos de los vecinos. Imploraciones por un poquito de calidad de vida. Es un proceso de degradación que empuja a naturalizar lo inaceptable que se vive en Tucumán desde hace larguísimos años. A la sociedad ya no la sorprenden los basurales ni las calles destrozadas ni la oscuridad. Acostumbrado a convivir con eso, el ciudadano solicita que, al menos, limpien de vez en cuando. O que tapen uno que otro bache. Las obras eternizadas o abandonadas son un clásico de nuestra geografía y de nuestra cultura. También el enciclopédico conocimiento del manual de excusas. En ese ejercicio, el de encogerse de hombros, no nos gana nadie.

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios