Argentina bipolar
Desde hace casi un año Argentina es un país que vive en un estado de elección permanente. Elegir es parte de la vida. Elegimos todo el tiempo y tomamos decisiones a cada rato. Si sazonamos con más o menos sal las comidas, si nos ponemos el pantalón azul o el negro, los zapatos oscuros o claros, si hacemos o no la llamada que está pendiente, si giramos a la izquierda o a la derecha, si seguimos leyendo o vamos a dormir, o cuando usamos el control remoto, que es una máquina de elegir.

Nuestro cerebro toma varias decisiones por segundo y muchas de ellas sin ni siquiera consultarnos, mecánicas e inconscientes. Y a veces nuestro cerebro ya ha tomado una decisión y nos hace creer que nos consulta. De hecho, científicos españoles comprobaron que nuestro cerebro toma una decisión entre 200 y 300 milisegundos antes de que lo sepamos.

Elegir provoca estrés. Aunque sea entre dos opciones agradables: ¿helado de frutilla o de chocolate? ¿Vino o cerveza? ¿Salsa roja o salsa blanca? Y ese estrés aumenta en proporción a lo que está en juego en cada elección, a los intereses, a las personas o vidas que afecta o involucra. Las llamadas decisiones de vida o muerte, o donde en un segundo debemos optar por algo que nos cambiará el resto de nuestra vida o, peor aún, la vida o la muerte de millones de personas.

¿Qué habrá pasado en el cerebro del presidente estadounidense Harry S. Truman cuando tomó la decisión de arrojar dos bombas atómicas sobre Japón, en agosto de 1945? O por la cabeza de un juez cuando decide condenar a cadena perpetua a una persona. O a muerte.

Estanislao Bachrach es un experto en biología molecular, egresado de la UBA y especializado en Francia y en Harvard, luego contratado por la Unión Europea para ayudar a optimizar resultados en su proceso de transformación hacia un manejo más eficiente de sus recursos. El afirma que el 95% de las decisiones que tomamos son emocionales, aunque muchas parezcan racionales. En una entrevista al diario La Nación de hace un par de años, Bachrach explicó que el cerebro tiene un límite, incluso físico, para tomar decisiones y resolver problemas. Y que esto ocurre en una parte chiquita del cerebro que se llama córtex, que es justamente la que nos diferencia de los animales. “El córtex es el que nos permite planear y tomar decisiones, resolver problemas y lo que usamos todo el tiempo en el trabajo. Ahora, es pequeño, no pueden entrar muchas cosas ahí. Cuando la gente dice estoy estresada es porque puso más problemas o proyectos o desafíos de los que literalmente entran en ese lugar. No da abasto”.

Cómo decíamos al principio, desde hace casi un año Argentina es un país que vive en un estado de elección permanente. Traducido al lenguaje de la neurociencia, los argentinos estamos obligados a estar, política y socialmente, muy estresados durante demasiado tiempo.

Y Tucumán ha sido, lamentablemente, la “comprobación científica” del estado de alteración social y política que soporta toda la Nación.

Al margen de que resulta, a todas luces, un dislate estar todo un año en elecciones, con un bombardeo incesante de mensajes alienados entre las campañas y las administraciones. Fuego cruzado permanente a través de todos los medios, las 24 horas, los siete días de la semana. La gente llega a perder toda noción de realidad, porque le resulta imposible discernir hasta dónde una declaración o una medida, que puede alterar gran parte de nuestras vidas, es una acción proselitista, una mentira de campaña, un efecto marketinero o un hecho fáctico de gestión, una posición real de un funcionario.

También, al margen de que se dilapidan miles de millones de pesos, literalmente, gran parte de los cuales provienen de las arcas del Estado, de los impuestos que con tanto sacrificio pagan los ciudadanos. Millones de pesos por semana viajan en valijas desde el erario hacia la Legislatura provincial, para sostener una estructura clientelar humillante, caudillesca, de patrón de estancia, que subyuga a un pueblo dependiente como un drogadicto de la dádiva caprichosa del nuevo rico.

Y ni hablar del esfuerzo y del tiempo que invierte todo un país en campañas y elecciones. Es decir, se gastan fortunas, muchísimo trabajo y miles de horas en proselitismo, en un país que no está en condiciones de soportar semejante derroche, con entre 11 y 15 millones de pobres -según quien lo mida-, la segunda inflación más alta del continente, y un déficit presupuestario del que no será sencillo salir. Además de muchos otros problemas invisibilizados por el oficialismo y exacerbados por la oposición. Porque, además, la Argentina ha ido mutando en los últimos años, producto de este estrés social y de este estado alterado permanente, de la polarización política a la bipolarización.

Grandes sectores acusan hoy síntomas evidentes de un trastorno bipolar social, si acaso se me permite la licencia de una traspolación desde la psiquiátrica a la sociología.

Producto de una gestión bipolar, maníacodepresiva, que salta de la euforia al llanto en la misma frase, y obliga a la sociedad a someterse a un reduccionismo binario de amigo-enemigo, ellos y nosotros, patria o colonia. Esta bipolarización se ha trasladado a la campaña, que arrancó con fuerza en noviembre del año pasado, y ha recrudecido ahora con el primer balotaje en la historia del país que vamos a experimentar.

La bipolarización en su máxima expresión: cielo o infierno, el pasado o el futuro, donde el presente no tiene ningún espacio, y donde la multiplicidad de ideas no pueden germinar ni florecer.

Para colmo, la sociedad es rehén de una falsa dicotomía donde los valores mutan, de forma tan violenta que el trastorno bipolar se transforma en esquizofrenia. Del cardenal Jorge Bergoglio, cómplice de la dictadura, pasamos sin anestesia a una fila interminable de funcionarios sacándose fotos con el Papa Francisco. Y ejemplos como este hay cientos. En una sociedad multipolar estos cambios podrían razonarse y hasta comprenderse, pero en una sociedad bipolarizada al extremo, estos giros generan enajenación.

Y existe bipolaridad porque la oposición nacional -y las distintas oposiciones, según el distrito-, no sólo levantó el guante, sino que redobló la apuesta y decidió atacar con la misma vehemencia. Todo lo que tenga que ver con el oficialismo es menospreciado, humillado, denostado y basureado a niveles irracionales.

En esta bipolaridad, para colmo mutante, Daniel Scioli le hace guiños a los mercados, a la mano dura policial y a los especuladores financieros, mientras Mauricio Macri se confiesa populista, adorador de los planes sociales y de las empresas estatales.

Todo márketing con encuestas en la mano, donde cada uno dice lo que le conviene. En el medio, siempre está la gente de a pie, estresada, confundida, desahuciada, agotada.

Ambos prometen acabar con la bipolaridad, terminar con la grieta social, aunque sepultar al adversario con chicanas, operaciones, agravios y mentiras no parece ser el camino.

Lo cierto, lo real y contundente, lo que es comprobable y medible, es que en medio de tanto humo y tanta alteración, el 11 de diciembre no estaremos en el cielo ni en el infierno, estaremos en Argentina, que es una sola y, nos guste o no, está habitada por argentinos.

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