Enclaves populistas

Cristina Fernández parece dispuesta a lanzar cada día una batería de innovaciones con un único objetivo: atar de pies y manos al próximo presidente. Desde el nombramiento de directores en el Banco Central de la República Argentina hasta la creación de agencias controladas por la militancia, desde innumerables cargos nuevos en la función pública (incluyendo puestos clave en Justicia, Economía y el AFSCA) hasta leyes que dificultan la negociación con los holdouts, el desfile de “candados” para la próxima administración es numeroso y variopinto.

Sin embargo, en este aspecto el kirchnerismo tampoco inventó nada. El general Augusto Pinochet, cuando estaba a punto de dejar el cargo en Chile, instituyó una serie de medidas para imposibilitar las tareas de su sucesor: definió el sistema binominal de elecciones, construido ad hoc para que las fuerzas de derecha pudiesen seguir siendo relevantes en los comicios siguientes (un esquema que fue desarticulado hace muy poco tiempo, es decir, que logró sobrevivir dos décadas), imposibilitó al presidente llamar a retiro a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y creó el COSENA, Consejo de Seguridad Nacional, una entidad con atribuciones de señalar al presidente, al Congreso y hasta a un tribunal constitucional cualquier hecho que pudiese atentar contra la seguridad del país.

Estos dispositivos, muchos contenidos incluso en la constitución del país vecino que el mismo general mandó a escribirse a medida en 1980, fueron denominados por el sociólogo chileno Manuel Garretón como “enclaves autoritarios”: mecanismos institucionales generados por un líder saliente para seguir influyendo después de abandonar la presidencia y, en particular, lograr impunidad. El mismo concepto, con un poco de maquillaje, se puede convertir en “enclave populista” y describir con precisión estos salvavidas de plomo que el oficialismo está sembrando con miras al 10 de diciembre y a todo lo que suceda inmediatamente después.

La lección no aprendida por parte de Cristina es que difícilmente estos mecanismos funcionan. Ni siquiera el propio Pinochet, que terminó su mandato con un poder inmenso y con una importante base de la población chilena apoyándolo y que siguió siendo el jefe del ejército aún hasta mucho tiempo después de haber abandonado el cargo de presidente, logró sacar mayores réditos a esta estrategia. No es para asustar a nadie, pero en la materia específica de impunidad, el dictador chileno terminó con causas judiciales en el exterior y totalmente desacreditado en su país. Una de las grandes amenazas que se ciernen sobre la presidenta es, precisamente, el flanco judicial: Hotesur, la muerte de Nisman y la denuncia realizada por el fiscal son tres bombas de tiempo. Y si algo no mejora las cosas en este terreno es la pelea personal de Cristina con Stiuso, que incluyó duras palabras contra los Estados Unidos en la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde sin mencionar al antiguo espía acusó al país del norte de protegerlo. Se sabe: los organismos de inteligencia tienen entre sus misiones principales recopilar información incómoda de gente poderosa. Información que podría sumarse a las causas mencionadas.

¿Tendrán estos enclaves los efectos buscados? El humorista Pepe Biondi acuñó la frase “Qué suerte para la desgracia”. Tal vez, podríamos también aplicarla a este proceso que se inicia. Porque los enclaves estarán ahí independientemente de quién resulte ganador en la contienda electoral. Aún si resultase vencedor Daniel Scioli, la carta oficialista, quedará parado en el borde del muelle con estas piedras atadas al tobillo.

Pero lo bueno de lo malo es que este contexto va a obligar a proponer un consenso más amplio. Quien quede a cargo del Poder Ejecutivo necesitará derribar muchos de estos cerrojos, y para hacerlo deberá construir coaliciones abiertas, disponer de más recursos políticos y ganar la mayor cantidad de espalda posible. Los riesgos políticos de enfrentar los enclaves no serán menores. Retomando el caso chileno, la Concertación no tuvo otro camino que focalizarse en unos pocos objetivos y desandar luego los caminos elegidos en base a un acuerdo amplio. Es cierto que la situación de la Argentina actual dista mucho de la trasandina de entonces: en ese momento el fantasma del retorno del dictador estaba latente y mucho de los obstáculos que éste había diseñado estaban teniendo resultados efectivos en el corto plazo.

Nuestro país podría convertir este desafío en resultados virtuosos, aunque sea por una cuestión de inercia, por necesidad o por desesperación de los próximos mandatarios. Así, se abre un final inesperadamente optimista, un cuadro en el que a fuerza de acuerdos y coaliciones obligadas por las circunstancias no sólo se logre superar las dificultades que vayan quedando en materia económica y política, sino que además se establezca, como en el caso chileno, la base para iniciar dos décadas de prosperidad.

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