La payasa que te divierte incluso cuando ya no quedan motivos para reír

La payasa que te divierte incluso cuando ya no quedan motivos para reír

María Alejandra Acosta es una enfermera apasionada que insiste con hacer felices a los enfermos terminales. Aquí, su historia de vida.

“¿QUIEN COMO A QUIÉN?”. La payasa “amenaza” a uno de sus pacientes con un cocodrilo de juguete. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO “¿QUIEN COMO A QUIÉN?”. La payasa “amenaza” a uno de sus pacientes con un cocodrilo de juguete. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO
Hoy podría surgir una mala noticia. De esas que son tristísimas. Ella lo intuye. Llega al hospital y va directo a abrir su locker. Saca la peluca fucsia. La nariz colorada. La pollera amarilla. Las medias naranjas. Dos zapatos distintos. La chaqueta colorida. Se transforma en pocos minutos y entra a la sala de pacientes oncológicos. Lleva puesta su mejor sonrisa.

- Hola, me mandaron a esta salita de jardín porque aquí son todos lindos.

Ellos, los pacientes, se ríen. Menos uno. El hombre está con los ojos cerrados. A su lado, su esposa permanece inmóvil, al borde del llanto. “Está agonizando”, cuenta la mujer, con la voz entrecortada.

“Ummmmm, vamos a ver”, le propone la enfermera vestida de payaso. Y se acerca despacito al oído del moribundo: “Hola, yo me llamo Plasticola”, le dice. El, con voz gruesa, le contesta: “Hola, yo me llamo boligoma”. Y se ríe.

La risa se propaga de cama en cama. A ella, la enfermera María Alejandra Acosta, nunca más se le pudo despegar el apodo “Plasticola”. “Así ando ahora por la vida, procurando que sólo se me peguen las cosas lindas”, resalta la mujer de tez blanquísima y pelo rubio, corte carré.

Es alta, expresiva hasta las lágrimas. Tiene 43 años. Es divorciada y no tiene hijos. Hace dos décadas que se recibió de enfermera. Pasó por salas de emergencias, se especializó en salud pública y luego en cuidados paliativos. Estuvo varios años hasta que descubrió cuál era su lugar en el mundo. “Un día me dijeron si quería desempeñarme en la sala de Oncología del hospital Centro de Salud. Era un lugar gris, feo, silencioso, que se desgarraba de tanto padecimiento. Yo entré y dije: ‘es el paraíso, quiero estar para siempre aquí’. Fue en 2007. Recuerdo que uno de los jefes levantó un teléfono y le comentó a alguien: ‘estoy con una loca fascinada por trabajar aquí’”, recuerda.

Llegó contando chistes

Hay dolor. Hay soledad. Hay desesperanza. Las paredes transpiran sufrimiento. Pareciera que las cosas no podrían ser de otra forma en un lugar donde muchos pasan los últimos días de su vida. María Alejandra piensa que no todo tiene que ser tan trágico. Por eso, cuando empezó a trabajar en Oncología llegaba contando chistes y al poco tiempo se preguntó por qué los payasos terapéuticos sólo estaban disponibles para los hospitales de niños.

Así comenzó un proyecto personal que hoy hizo realidad: es la presidenta de la Fundación Payaterapeutas de Tucumán, una entidad que se encarga de alegrar la vida adonde los llamen. A los pacientes oncológicos del Centro de Salud los ven los sábados. No obstante, Alejandra tiene siempre a mano la ropa y la peluca para transformarse en su otro yo, la payasa “Plasticola”. “Si veo que algún paciente está mal, o que recibió una mala noticia, enseguida me cambio”, dice ella.

Enfundada con sus colores estridentes, Alejandra va de una cama a otra tomando la presión, alcanzando pañitos húmedos, haciendo masajes, inyectando calmantes y poniendo sondas. Se nota que ama profundamente el cuidado de los enfermos terminales. Lleva un minúsculo bolsito entre las manos. Ahí tiene juguetes pequeños. Los saca cada vez que hace un chiste. Y así arranca sonrisas.

En su recorrido encuentra un paciente desayunando, sentado en la cama. Está ofuscado. Ella le pregunta por qué se empacó esta mañana. “Me quiero ir y no me dejan”, le responde el hombre. “Esperá que ya lo resuelvo”, dice ella. Revolotea los ojos y agarra el suero como si fuera un teléfono. Despotrica contra los remises que “no quieren” ir a buscar al paciente. En cuestión de segundos, desaparece el ceño fruncido y se oye una carcajada.

“Creo que en el fondo elegí esto porque me parece injusta la vida: cuando nacés todos te reciben y cuando te estás yendo es más común que te abandonen y estés triste. También es injusto que no te puedas reír en el final de la vida, que no puedas volver a divertirte como un niño”, explica la profesional, la misma que se encarga de ponerles sábanas con dibujitos a los pacientes, la misma que pobló las frías paredes de la sala con murales que tienen cascadas, el fondo del mar, hadas y bosques encantados.

“Los últimos momentos de la vida no tienen por qué ser tan tristes; la muerte es un proceso natural, todos tenemos fecha de vencimiento”, añade Alejandra. Luego confiesa que le parece un sueño ir por el hospital vestida de payaso. No fue fácil que la aceptaran. “Cuando recién empecé a los médicos no les gustaba. Me prohibieron y me llevaron a la guardia. Decían que me burlaba de los adultos. Pero no me quedé de brazos cruzados. Inicié una investigación sobre terapia de la risa en la que demostré cómo después de una visita de un payaso un paciente mejora su estado de salud durante 72 horas (ver aparte) Y así pude volver a mi pasión, la sala de Oncología”, rememora.

Recurso infalible

Cuando ningún paciente se quiere reír, “Plasticola” tiene un recurso que es infalible: su historia personal. “Perdí a mi papá antes de nacer. ¿Saben qué día? Era un Día del Padre y tuvo un accidente. Mi mamá falleció a mis 12 años. Y era el Día de la Madre”, relata. “¿Y saben qué más? En 2006 me casé muy enamorada. Pensé que era lo mejor que iba a pasar. Me duró dos meses”, añade. “Pero la vida es tan linda... Ser felices depende de nosotros”, remata la mujer. Y el público queda impresionado.

Parece una payasa demasiado irreal. Hasta que admite que todas, absolutamente todas las muertes de sus pacientes, le desgarran la tela de amianto con la que viste su alma para que las desgracias no la perforen. “Lloro mucho; las lágrimas son tan necesarias como la risa”, dice desde la puerta de la sala en la que nunca se festejan cumpleaños. “Cada mañana cantamos nuestro cumple día. No sabemos cuánto más estaremos vivos y por lo tanto es nuestra obligación festejar todo el tiempo”, explica. Se acerca un paciente. Lleva el suero a cuestas. Mira por una ventana el cielo gris. Y ella le dice: “¿viste?, el día está raro. No sabía qué ponerme... y me puse contenta”. 

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