¿Por qué ahora todo lo que comemos parece malo?

¿Por qué ahora todo lo que comemos parece malo?

 Ellen Weinstein Ellen Weinstein
10 Octubre 2015
Jim Windolf / The New York Times

Mientras crecía en los suburbios de Nueva Jersey, mi almuerzo habitual era un sándwich que consistía en pan untado con una gruesa capa de manteca, unas rodajas de mortadela y una rebanada de queso. La bebida era leche entera, jugo o Coca-Cola. Un montón de Pringles saladas rodeaban la comida.

Aun cuando en aquel entonces yo hubiera sabido que la gente que come mucha carne procesada tiende a morir de enfermedades cardiacas, y que el queso procesado se mantiene comprimido gracias a emulsificadores que podrían conducir a problemas renales, y que el pan blanco tiene un valor nutricional casi nulo, y que los refrescos son basura, y que las Pringles quizá no califiquen como papas fritas, no me habría importado. Tenía muchas cosas en la mente, como la escuela y los juegos, y no había desarrollado todavía el temor a la muerte.

Pero ahora que soy un adulto que aparentemente no tiene nada mejor que hacer que dejarse bañar por la luz de la pantalla de una computadora, tengo mucho tiempo para visitar artículos ansiosos de convencerme de que la comida me está matando.

Como todos los demás, creo cada palabra de esos artículos. Y cuando mi mirada llega al quinto párrafo, el que inevitablemente cita al profesor universitario que ha realizado el más reciente estudio que induce al temor, asiento ligeramente y me digo que de algún modo ya todo lo sabía, que siempre tuve la sensación de que esta carne o esa verdura está acelerando mi deceso. Es una sensación extraña, porque, al mismo tiempo, creo que la comida me está manteniendo vivo.

Todos vamos a morir. Y todos ingerimos alimentos. Por tanto, los alimentos deben ser los culpables. Ese parece ser el absurdo razonamiento que radica debajo de la superficie de muchos artículos publicados en la prensa especializada en salud, alimentos y ciencia.

La lista es la siguiente: demasiada carne roja podría conducir a una apoplejía, cáncer y enfermedades cardíacas; hasta este año, el pollo que se vendía en los supermercados podría haber contenido arsénico; e incluso pequeñas cantidades de cerdo, cuando no está bien cocinado, pueden producir triquinelosis.

Se dice que algunos de los pescados más consumidos podrían contener mercurio. Por esa razón, no nos quedan muchas más opciones que consumir esas criaturas blandas que viven en el fondo del mar, como almejas, ostiones, mejillones, berberechos, langostas y cangrejos. Pero aun cuando algunos activistas de la salud muestran entusiasmo por los moluscos bivalvos, otros nos recuerdan que tienden a absorber toxinas, virus y bacterias que podrían perjudicar a los consumidores.

Y así siguen las cosas.

Las frutas y verduras en general presentan un dilema: las que se cultivan comercialmente podrían incluir pesticidas vinculados con el trastorno de hiperactividad y el déficit de atención; la variedad orgánica podría no ser mejor, según un estudio de Stanford que encontró “poca evidencia de beneficios para la salud” para quienes llevan una dieta orgánica.

Incluso el agua se ha vuelto un blanco de críticas. Artículos recientes señalan que beber ocho vasos al día, desde hace tiempo considerado una buena idea, es una tontería, y que demasiada agua puede matarte.

Espero que no les importe cenar escarabajos estercoleros, orugas y grillos, entre otros bichos similares, porque eso es lo que Naciones Unidas recomienda en un exhaustivo reporte. Necesitamos superar nuestra aversión a la entomofagia, argumentan sus autores, si deseamos sobrevivir en un planeta excesivamente poblado y arruinado por el cambio climático.

Otra especie de alimento que ahora se considera menos problemático que, digamos, la carne, es la tierra. Sí, la tierra. Hasta recientemente, la práctica de comerla era clasificada como patológica. Ya no. Resulta que la geofagia está extendida, es relativamente inocua y podría proteger al cuerpo contra las toxinas.

Las historias que nos asustan respecto de la salud, incluso aquellas que no son exageradas, extraen su poder especial del hecho de que pasamos los días negando nuestra mortalidad. Cada uno nos recuerda una vez más que no hay escapatoria.

Incapaces de evitar esta trágica y al parecer absurda condición, nos rebelamos contra nuestro destino encontrando nuevas razones para convertir en villano a algo cuyo papel es mantenernos vivos: la comida.

Añadimos sal a la herida síquica cuando momentáneamente nos convencemos de que los insectos, los gusanos y la tierra son las únicas cosas aptas para consumo humano.

Pero basta. Voy a regresar a la mortadela y el queso.

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