“Asilvestramiento” feroz
¿Puede nuestra civilización caer en la barbarie? ¿Es posible involucionar en vez de avanzar? ¿Se puede ir hacia atrás como desencantados viajeros del tiempo? El gran escritor francoargentino Paul Groussac aventuró una respuesta positiva para todos estos interrogantes. Con su particular cinismo y sustantiva exactitud, el autor de “Estudios de historia argentina” ha señalado que la civilización puede ser a veces una etapa transitoria y apenas episódica de la azarosa evolución del género humano y que, en consecuencia, el hombre puede caer en su antigua barbarie. Así, la selva invadirá de nuevo las ciudades, el perro volverá a ser un lobo y el hombre, un salvaje. Y tal vez, algo de razón tenga. Sobre todo si analizamos el comportamiento de los tucumanos en estos tiempos de incertidumbre y desdicha política, en que la civilidad se ha puesto a prueba. O, más bien, ha entrado en crisis. Palabras degradantes forman parte del lenguaje habitual en los medios de comunicación; el tuteo ha arrinconado a la palabra “usted” hasta convertirla en un arcaísmo (cosa que no sucede en otros países latinoamericanos); que alguien acuda en camiseta a un acto solemne ya no sorprende a nadie, y ceder el paso o el asiento en el ómnibus, sea a un hombre o a una mujer y tenga la edad que tenga, lleva camino de convertirse ya en una extravagancia. A todo esto se suma ese universo paralelo que es el mundo de las redes sociales, donde bajo la máscara de un avatar se vuelcan los improperios más soeces.

Tanto hemos retrocedido, que los sociólogos ya hablan de un “asilvestramiento” de las nuevas generaciones. ¿Qué significa esto? Pues que simple y llanamente, ese proceso de involución del que hablaba Groussac, ya ha comenzado. Y su estadio primario es muy visible. Basta preguntarles a las maestras y docentes tucumanas, para ratificar esta teoría. Nuestra sociedad, dicen los expertos, se ha vuelto un espejo que refracta las normas o pautas de convivencia básicas. Incluso, desde el jardín de infantes se aboga por la espontaneidad del niño y por prescindir de programas y materias fijos. “Muchos padres educados de forma autoritaria querían para sus hijos otra cosa. Pero eso ha llevado a cierta inseguridad de los progenitores al educar a sus hijos y, al privarlos de pautas para regirse en su vida diaria, les han causado desorientación. Ya no se atreven a imponerles nada y los jóvenes acaban creciendo sin normas ni modales”, advierte el reconocido sociólogo español Alejandro Navas. Pero esta ausencia de civismo, de conducta recta, de ética, en definitiva, de buenas costumbres, tiene una sola raíz: la familia. Y es que la sociedad ha delegado al sistema educativo la formación cívica, cuando debería ser una cuestión de la familia y del resto de la sociedad. Poco puede hacer la escuela si luego, eso que se adquiere en el aula es destrozado de la forma más vulgar por la televisión o no se corresponde con la conducta real de familia. En este sentido, dar clases de valores en un contexto social totalmente subvertido, es absurdo y hasta contraproducente. Es mejor que la escuela asuma los valores que trata de transmitir dando el ejemplo e involucrando a los padres en el asunto.

Otra de las causas más rotundas que colaboran en este “asilvestramiento” de la sociedad es el menosprecio del esfuerzo. Hacer mérito ya no está bien visto entre los jóvenes. En su afán por convertir a la escuela en un ámbito más inclusivo e igualitario, el Estado ha provocado que todo nivele hacia abajo. En algunas notas a estudiantes brillantes, cuando los periodistas les preguntan cuánto tiempo dedican al estudio, responden de forma invariable que no mucho, que la clave está en organizarse bien. Pero, fuera de cámara o de micrófono, confiesan la verdad: está mal visto estudiar mucho. No se puede presumir de ello porque les cuesta el “bulling” o la agresión. Terrible, pero real. Además, si el que no se esfuerza lo mismo va a ser promovido (según el mandato del Ministerio) ¿para qué estudiar? ¿Para qué dedicarle al colegio más de lo normal? ¿De qué sirve sobresalir? En cambio, en el mundo asiático triunfar en el colegio es algo importantísimo, una cuestión de orgullo para la familia. Lo mismo sucede en Finlandia, considerado como uno de los países con mejor performance educativa. Allí, los alumnos son tratados como ciudadanos únicos e irrepetibles, la transmisión de valores no es discursiva sino práctica y se premia, sobre todo, la curiosidad, la participación y el esfuerzo. Todo lo contrario de lo que sucede en la Argentina. Entonces, a pocos días de un cambio de gobierno, habría que preguntarle a los funcionarios que vendrán, cómo piensan revertir la crisis educativa en la que estamos inmersos y cómo harán para evitar la evaporación de los pocos valores que quedan en nuestra sociedad. No se trata de que añoremos un mundo de pompas y venias. Una vuelta al pasado es, quizás, otro albur imposible. Consiste simplemente en que los actualmente poco ponderados buenos modales constituyan un pasaporte al éxito, porque detrás de ellos se encuentra la esencia de la convivencia: el respeto por los demás.

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