Más de medio siglo de tragedias políticas y sociales

Más de medio siglo de tragedias políticas y sociales

Más de medio siglo de tragedias políticas y sociales
Tucumán es una provincia fundacional de la República, herida profundamente, con dirigentes políticos y sociales que han demostrado demasiadas veces no estar a la altura de un escenario por demás complejo.

El gobernador José Alperovich es el máximo responsable de la crisis institucional que atraviesa el quinto estado más importante de la Argentina, pero no sólo sería injusto, sino también un grave error histórico, cargarlo con todo el peso de la tragedia.

Tucumán es víctima, por desinteligencias y delitos “fatto in casa” y también por desgracias impuestas desde afuera, de ataques bestiales desde hace más de medio siglo.

El 21 de agosto del año que viene, el del bicentenario de la Independencia, se cumplen 50 años de esa bomba atómica que soltó en esta tierra el dictador Juan Carlos Onganía, al firmar el decreto 16.926, el que junto a otras medidas impusieron el cierre de 11 de los 27 ingenios que molían en la provincia.

No es exagerado compararlo con un ataque nuclear, ya que esto significó el exilio interior de 250.000 tucumanos, casi un tercio de la población. No se trató de un efecto colateral de un programa económico nacional, sino de un plan perverso orquestado deliberadamente para modificar radicalmente la composición social de la capital del norte del país, tal como lo explicó uno de los periodistas más reconocidos de LA GACETA en la década del 60, José Ricardo Rocha: “El plan de 1966 consistía en dejarle a la histórica provincia la estructura económica necesaria y suficiente para mantener nada más que 600.000 habitantes”. La cita está consignada en el libro “Tucumán 1966. Historia de la destrucción de una provincia”, del historiador Roberto Pucci.

La investigación consigna además que “el resto (de la población), no solamente sobraba sino que era necesario expedirlo y centrifugarlo, arrancándolo de su fábrica y de su sindicato para dejarlo convertido en un “villero” del Gran Buenos Aires o en un mendigo del Estado”.

Y recuerda que “meses antes de su derrocamiento, el gobernador Lázaro Barbieri lo había advertido: ‘si los problemas de la provincia no se resuelven, Tucumán tendrá que ser dividida en dos partes: una se la daremos al Norte, para que los industriales de Salta y Jujuy cuiden de ella; y a los otros 500.000 habitantes, que se los lleve Buenos Aires: total, ya está acostumbrado a acumular escombros en sus villas miseria”.

Cuna de la guerrilla

Paralelamente, Tucumán ya había sido cuna fundacional en otro hecho violento: aquí surgió el primer grupo guerrillero de la Argentina del siglo XX: Uturuncos. De origen peronista, se formó en 1959 con el objetivo de conseguir el regreso al país de Juan Domingo Perón, exiliado luego de haber sido derrocado por el sangriento golpe militar del 55.

Los Uturuncos fueron rápidamente derrotados, pero volvieron a surgir en 1963, cuando alcanzaron a resistir apenas cuatro meses en las montañas tucumanas.

Ocho años más tarde, el 6 de septiembre de 1971, el Ejército Revolucionario del Pueblo, liderado por Mario Roberto Santucho, ejecutaba su primera acción armada en Tucumán, liberando a 12 guerrilleros del penal de Villa Urquiza y asesinando a cinco guardias. En la provincia ya operaba también la agrupación guerrillera peronista Montoneros.

Comenzaban los 70 y Tucumán, después del bombazo de Onganía, era epicentro de una de las décadas más violentas de la historia nacional.

Una democracia para pocos

La vuelta de la democracia encontró a la provincia absolutamente empobrecida, con los lazos sociales y de confianza destruidos, en un contexto nacional de colapso: la derrota armada en Malvinas, hiperinflación, levantamientos guerrilleros y nuevos intentos de golpes militares, entre muchos otros problemas gravísimos.

En la provincia, el gobernador Pedro Riera (83/87) soportó decenas de huelgas sindicales y varios amotinamientos de la Policía provincial, en uno de los cuales Riera se puso un revólver en la sien y amenazó con matarse si los uniformados no deponían su actitud.

Le siguió José Domato (fallecido ayer), quien ni siquiera se había impuesto en las urnas y llegó a la Casa de Gobierno gracias a los contubernios del colegio electoral. Acabó con la provincia incendiada e intervenida.

Le siguió Ramón Ortega, que inundó la provincia de bonos, batió récords en denuncias por corrupción y entregó una administración con el doble de deuda de la que había recibido.

Luego vino el condenado por genocidio Antonio Bussi y reabrió las horrendas heridas que aún ni siquiera empezaban a cerrarse. Además de profundizar la grieta social y la agresividad política, dejó una provincia a dos pasos del precipicio. Dos pasos que se encargaría de darlos Julio Miranda, poniendo a Tucumán en los titulares mundiales con niños muertos por desnutrición, en un marco de vacío institucional y quebranto económico sin precedentes.

El unicato de José

Así llegó el turno de Alperovich, quien en nombre de medio siglo de fracasos políticos, económicos y sociales, estableció un unicato feudal, donde logró imponer que un billete valga más que una ley y que un cheque tenga más peso que la Constitución.

Carta Magna reformada para su propio beneficio y el de su entorno, y violada y vetada más veces que los días que estuvo en el cargo.

Conformó un aceitado sistema electoral clientelar y fraudulento, que fue deteriorándose más y más con cada elección, y transformando a los comicios en negocios multimillonarios a costa de la caja del Estado.

Un entramado de promiscuidad electoral que no podía aguantar mucho más tiempo y acabó explotando el 23 de agosto, volviendo a ubicar a Tucumán en los titulares mundiales de la vergüenza.

Lo único que diferenció a Alperovich de sus predecesores es que consiguió ordenar las cuentas (la primera gestión en décadas que logró pagar los sueldos al día religiosamente) y que contó con una billetera bien gorda, en sintonía con el contexto nacional.

En el resto, se pareció bastante a sus antecesores: decenas de denuncias por corrupción (multiplicadas por tres períodos), inundaciones casi todos los años, obras públicas recién hechas que colapsan, levantamientos policiales con muertos, 40% de pobreza, contaminación en preocupante ascenso, inseguridad galopante, nepotismo, desprestigio institucional y avasallamiento de los otros poderes, profundización de la grieta, la violencia y la división social, entre otros problemas ya conocidos por todos los tucumanos.

¿Una bisagra fundacional?

El desafío que deberá afrontar Juan Manzur es monstruoso, casi diríamos de carácter refundacional de la provincia y, casualmente, en coincidencia con el bicentenario de la Independencia.

Manzur no sólo tendrá que recomponer los daños que produjo la onda expansiva de la bomba que explotó el 23 de agosto. Deberá convencer a los tucumanos que podrá revertir más de medio siglo de tragedias que vienen castigando a la provincia, matando, frustrando y empobreciendo a varias generaciones. O al menos demostrar que está decidido a empezar a hacerlo.

Afirman en el entorno de la fórmula ganadora que Manzur y Osvaldo Jaldo pretenden asumir y anunciar algún gran gesto de recomposición institucional. No alcanza con un gesto para un gobierno que llega sin ningún crédito y con una sociedad partida en dos, desde hace medio siglo.

Deberán ser por lo menos cien gestos. Modificar el sistema electoral, transparentar la obra pública, respetar la división de poderes, jerarquizar las instituciones bastardeadas, sincerar y publicar el gasto legislativo, terminar con el nepotismo y la empleomanía, concursar todas las áreas técnicas y de servicios de la administración pública, respetar la independencia de los municipios y las comunas, acatar las leyes, proyectar una provincia a largo plazo y no de corto plazo electoralista, terminar con la perversa y falsa dicotomía de amigo enemigo, dialogar con todos los sectores, convocar a la oposición a que sume y no solamente reste, acabar con la violencia verbal y el ataque a todo el que piensa distinto, aceptar las críticas, dejar de administrar el Estado como si fuera una empresa propia, combatir la corrupción estatal y privada...

La lista sigue y es demasiado extensa. Seguramente Manzur y Jaldo la conocen mejor que nosotros. Ahora tienen la responsabilidad histórica de volver a fundar Tucumán o de seguir fundiéndolo. El 30 de octubre se empezará a saber.

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