La libertad de Sonia, luego de 25 años en un psiquiátrico

La libertad de Sonia, luego de 25 años en un psiquiátrico

Ocho pacientes del hospital del Carmen se mudaron a una casa. La vida, los sueños y la lucha para integrarse.

LOS PRIMEROS ADORNOS. Flores de papel decoran la ventana de uno de los dormitorios; atrás, dos pacientes charlan en el hall de la casa. LA GACETA / FOTOS DE FLORENCIA ZURITA. LOS PRIMEROS ADORNOS. Flores de papel decoran la ventana de uno de los dormitorios; atrás, dos pacientes charlan en el hall de la casa. LA GACETA / FOTOS DE FLORENCIA ZURITA.
La cama está tendida a la perfección. Hay tres muñecas sobre la almohada y un perro de peluche en la mesa de luz. Flores de papel adornan la ventana. Podría ser la pieza de una niña. Pero no. Ahí es donde duerme Sonia, de 56 años. Este es su primer “dormitorio” después de haber estado 25 años viviendo en un hospital psiquiátrico. Casi la mitad de su vida. 9.125 días interminables. De encierro. De soledad. De tristeza.

Sonia tiene la mirada tierna. “Trato de estar bien siempre”, dice. En voz baja aclara que sufre una hemiplejia desde los 27 años, y es por eso que la mitad de su rostro está un poco “caída”. También tiene problemas para movilizar su brazo y su pierna derecha. Cuando un médico le avisó, hace unos meses, que se iba a ir a vivir a una casa, ella no lo podía creer. “Esta es la cara que puse”, ejemplifica. Su rostro es exactamente el de un niño con juguete nuevo (sus ojos revolotean, se ríe en una mezcla de alegría y nerviosismo).

Antes de que atravesara el portón de salida del hospital neuropsiquiátrico del Carmen, en el corazón del barrio Los Pinos, le dijeron: “ahora podés hacer lo que quieras, salir al parque o ir a tomar un café”. Esas frases nunca habían tenido un significado para Sonia hasta hace dos meses, cuando entró a la “Casa de Conviviencia”, un dispositivo de externación creado por el hospital del Carmen, en el marco de la nueva Ley de Salud Mental (26.657) por la que se busca la paulatina supresión de los neuropsiquiátricos y las internaciones prolongadas de enfermos mentales.

Adiós a la vieja rutina

En la casa (no se puede develar la dirección por motivos de seguridad) viven ocho ex internas del psiquiátrico. Es la siesta de un día de semana. En un barrio cualquiera. Hace unos minutos han terminado de comer. Y todo está perfectamente ordenado. El mantel a cuadros sigue tendido sobre la mesa. Hay sillas de plástico y caño. Las que deciden bajar para la entrevista son cinco. Nos invitan a sentarnos. Están contentas y a la vez extrañadas por la llegada de una “visita”. Les cuesta arrancar. A los pocos minutos, ya están desplegando relatos de su nueva rutina, minucias cotidianas, sabores recuperados y chismes de entrecasa.

Las cinco tienen una identidad que resguardar, explica Liliana Torres, encargada de este proyecto (el primero en nuestra provincia). Algunas eligen dar sus segundos nombres, como Sonia, Susana y Mirta. Otras, se inventan uno: Luciana y Ana. Todas prefieren la discreción. En el fondo, tal vez sea porque no pierden la esperanza de reconstruir alguna relación familiar.

Pero la pura verdad es que están ahí -y estuvieron tantos años encerradas en el hospital- porque no tenían adonde ir. Es lo que le pasa al 50% de los pacientes internados en psiquiátricos: no poseen casa ni trabajo ni familia que quiera o pueda hacerse cargo.

Todas las historias derraman dolor. Sonia cuenta, en frases telegráficas y arrebatadas, que entró al hospital en los 90. “Es que me agarraban convulsiones”, detalla. Sus manos se mueven inquietas. Cada tanto, aprieta el rosario rosa que cuelga en su pecho. Dice que todo comenzó cuando tenía apenas un año. Un día se cayó del andador, se golpeó la nuca y eso afectó su salud para siempre. “Yo vivía con mi mamá en Lastenia. Ella murió y quedé solita. Por eso me internaron”, explica.

Al principio le costó adaptarse al hospital. “Andaba deprimida y no tenía ganas de nada”, recuerda. Con el tiempo se acostumbró. Todas terminan por acostumbrarse.

“Ahora es otra cosa”, opina. Le encanta estar en una casa y hacer tareas del hogar. Todas tienen diferentes labores asignadas: limpian, cocinan, ordenan, hacen compras. Alternan estas obligaciones con salidas a la plaza y al centro o almuerzos en algún restaurante. Si bien el alquiler de la vivienda está a cargo del Estado, al igual que la provisión de los alimentos, ellas “hacen una vaquita” con lo que cobran de sus pensiones, pagan los servicios y compran productos de limpieza.

Les parece mentira que ya no haya horarios supervisados por médicos y enfermeras. Que ya no tengan que pedir permiso hasta para ir al baño. Según cuentan, la primera barrera que tuvieron que vencer fue la del miedo. Miedo a salir, a cruzar la calle, a tomar un colectivo... cosas tan básicas, pero que ya estaban olvidadas. Antes de mudarse hicieron talleres para aprender a tomar solas la medicación, para aprender a cocinar, para aprender a manejar la ira y el odio. Una vez por semana, se reúnen en una asamblea con una psicóloga y una psiquiatra. A ellas les cuentan lo que sienten, si hay roces en la convivencia, qué cosas les preocupan. Están solas muchas horas. Aunque todos los días reciben la visita de una operadora social que las ayuda en esta etapa de integración social.

Por suerte, hasta ahora no hubo problemas, aclaran. Están felices de haber dejado atrás sus días en el hospital. Y cada una va encontrando -de a poco y a su modo- el significado de la libertad. María (71 años), la más grande del grupo, ya logró conseguir trabajo en una panadería de la zona. Luciana y Ana son felices en la plaza. Para Mirta lo más parecido a romper cadenas es poder comprarse zapatos y vestidos. Y Sonia, que alguna vez pensó que el fin de sus días llegaría en el neuropsiquiátrico, elige disfrutar de lo simple. Le parece un sueño poder preparar su propio mate, tener una pieza con una cama y un perro de peluche en la mesa de luz.

"Hay más concientización sobre la enfermedad mental"

 
La nueva ley de salud mental (26.657), reglamentada en 2013, fomenta la creación de residencias compartidas entre varios pacientes, con asistencia profesional, con la idea de suplantar al neuropsiquiátrico.

En el marco de esta normativa fue que el hospital del Carmen, dirigido por el psiquiatra Walter Sigler, planteó el proyecto de la casa de convivencia, que se inauguró en julio de este año. “Es principalmente para pacientes que no tienen familia y están en condiciones de ser externadas. Esto no significa que todas estén dadas de alta. Siguen bajo tratamiento médico y farmacológico”, explicó. “El objetivo de este dispositivo es que las pacientes ganen autonomía e independencia. La experiencia en nuestra provincia es hasta ahora muy positiva”, dijo el experto y adelantó que ya preparan una segunda casa en Tucumán.

Actualmente el hospital del Carmen tiene 120 camas de las cuales sólo 32 están ocupadas. “Desde hace un tiempo venimos trabajando con la externación de pacientes crónicos. Antes las camas estaban siempre llenas; en la mitad de los casos eran pacientes que no tenían adónde ir. Los neuropsiquiátricos eran sinónimo de cárceles. Sitios en los que las familias dejaban a los ‘locos’ y no los veían más. Hoy eso cambió. Hay más concientización social acerca de que las personas con padecimiento mental no revisten peligrosidad”, concluyó.

DOLOR Y SUPERACIÓN  

LUCIANA (54 años)

Ella, la de ojos verdes penetrantes, quiere llamarse Luciana. Tiene 54 años. Es la más coqueta. Todos los días se pinta las uñas de los pies y de las manos de acuerdo a la ropa que se pone. Se ríe. Siempre. Su rostro es un festival de gestos. Nadie sabe a ciencia cierta cómo llegó a Tucumán. Según su relato, es oriunda de Chacarita (Buenos Aires) y vino a trabajar de empleada doméstica a nuestra provincia, hace unos cinco años, acompañada por su pareja. “Estaba lavando platos en una casa cuando de repente entró un policía y le pegó un tiro en la cabeza a mi compañero. A mí también me disparó, pero no salió la bala”, cuenta. Tiempo después la encontraron deambulando por las calles de Concepción. La rescataron y la internaron en el hospital del Carmen. ¿Sabe que tuve siete hijos?, pregunta para despertar curiosidad. “Pero no se dónde están”, sigue. Nadie preguntó nunca por ella. Es lo que le sucede a muchos de los pacientes psiquiátricos. Sus familiares desaparecen de sus vidas.

SUSANA (56 años)

Susana es dueña de una mirada penetrante. Ha llegado a la entrevista con los labios pintados, su elegante camisa bordada y los ojos perfilados. Recuerda que ingresó en 2012 al hospital del Carmen. “No tenía un diagnóstico. Me dijeron que era ciclotímica. Esa era la tercera vez que llegaba al hospital. Me internaban porque consumía pastillas y caía descompensada”, detalla.

En el fondo ella está convencida de que está ahí, víctima de un plan de su hermano para sacarla del medio y poder vender la casa familiar adonde ella vivía con su mamá. “A mi madre la internó en un geriátrico y a mí, por medio de un juez, me metió en el psiquiátrico”, dice. Está calmada. Convencida de que en poco tiempo podrá volver a tener su propia vivienda y estar con su hijo, que actualmente tiene 14 años y vive con su abuela paterna. “Se que puedo salir; por ahora no tengo adónde vivir. Ese es mi problema”, aclara.

ANA (55 años)

Hace cuatro años Ana quedó en la calle. Dormía donde la encontraba la noche. Comía cualquier cosa. Lo que le daba la gente. No abría la boca para emitir ni un monosílavo. Vivía el día a día. Sin abrigo en invierno. Sin agua en verano. Ni un solo recuerdo tenía. Estaba en un almacén, perdida, cuando un móvil policial la “levantó” y la llevó al hospital neuropsiquiátrico del Carmen.

Con el tiempo -y gracias a la ayuda profesional- dejó de naufragar en los recuerdos. Y dejó atrás la neurosis. “Yo vivía con mi papá y él falleció. Estuve 10 años en esa casa hasta que vino mi hermana y me sacó de ahí. Pero yo voy a recuperar todo”, dice. Ana es alta y rubia. Tiene las manos temblorosas. Se impone con su mirada seria, con sus palabras justas.

MIRTA (54 años)

Ella es la que siempre está deambulando. Como esperando algo. A Mirta no le gusta sentirse inútil. No quiere ser una carga. Por eso se siente a gusto en la casa. Camina todo el día, sube y bajas las escaleras. Es extremadamente inquieta. Tiene 54 años y siempre trabajó en comercios, le apasiona cocinar. Su rutina es así: todos los días se levanta y sale a tomar un café. Lo que más le gusta es salir de compras. Su debilidad, los zapatos. Desde que está en la casa, atesora una colección envidiable. Sus preferidos son unos tacones plateados que aún no pudo estrenar. Piensa usarlos con un vestido brillante. Mirta es la única que tiene celular en la casa. Gracias a su teléfono, si hay algún problema dentro de la casa las convivientes se pueden comunicar con el hospital.

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