Los “hooligans” del fraude político

Los “hooligans” del fraude político

Los “hooligans” del fraude político
El 29 de mayo de 1985 jugaron en Bruselas, Bélgica, el inglés Liverpool contra el italiano Juventus por la Copa de Campeones de Europa. Los ingleses venían de ganar la Copa de Europa del año anterior y la “Juve” era el último campeón de la Recopa europea. Nadie recuerda el resultado de ese partido ni que Michel Platini era la estrella que todos querían ver, porque ese día pasó a la historia como la tragedia de Heysel (el nombre del estadio belga), en donde a causa del enfrentamiento de barrabravas murieron 39 personas.

Apenas 18 días antes, el 11 de mayo, habían fallecido 56 hinchas en el estadio de Bradford, Inglaterra, luego del incendio intencional de una tribuna de madera.

A la tragedia de Heysel se la considera como el principio del fin de los “hooligans” (hinchas violentos), iniciado primero en Gran Bretaña y luego extendido a otros países como Francia, Italia y Alemania.

Aunque la decisión final tomada por el gobierno británico de erradicar para siempre la violencia del fútbol llegó recién en 1989, luego de otra desgracia, conocida como la tragedia de Hillsborough. El 15 de abril de ese año murieron 96 personas a raíz de una avalancha en una tribuna de ese estadio, en la ciudad de Sheffield, durante un encuentro entre Liverpool y Nottingham Forest, por la Copa de Inglaterra.

Pese a que estudios posteriores determinaron que los “hooligans” no habían sido responsables de la avalancha, la situación había tocado fondo y el gobierno de Margaret Thatcher ya había decidido eliminar definitivamente a los delincuentes de las canchas.

Hoy sabemos, casi tres décadas después, que los ingleses consiguieron pacificar al fútbol y vemos a sus estadios sin vallas ni alambrados, a los hinchas cómodamente sentados e, incluso, disfrutando de una cerveza durante el partido. Pero este proceso no fue sencillo, tardó varios años e implicó una serie de medidas contundentes.

La primera de todas, y quizás la más importante, fue entender que los “hooligans” no eran un problema sólo del deporte y de los clubes, sino que se trataba de un fenómeno sociocultural que involucraba a toda la sociedad.

El gobierno impulsó un paquete de leyes y contó con el respaldo de todo el Parlamento. Crearon grupos policiales de élite para combatir a los barras, infiltraron a los “hooligans”, detuvieron a decenas de líderes y judicializaron a más de 5.000 hinchas violentos. Pusieron cámaras en los estadios, prohibieron el ingreso de todos los “hooligans” a medida que eran reconocidos, incluso de por vida en algunos casos, e impusieron multas y sanciones a todos los sectores de la sociedad que eran permisivos con los “hooligans”, como bares, almacenes expendedores de bebidas o medios de transporte, como trenes y ómnibus.

Obligaron a los clubes a que en un plazo de nueve años adecuaran sus estadios para que todos los hinchas estuvieran sentados e identificados en butacas numeradas. Para ello otorgaron créditos, porque muchos clubes no podían afrontar semejante gasto, en obras, cámaras y personal de vigilancia especializado, lo mismo para los medios de transporte y comercios que debieron contratar seguridad privada.

Se hizo también un complejo y profundo trabajo social con los “hooligans”, algunos provenientes de familias destruidas e incluso inexistentes, con problemas de adicciones, desempleo o falta de educación.

Se cortaron, además, numerosas cadenas de favores y de corrupción ligadas al fútbol, principalmente en la venta de entradas, viajes y subsidios a las barras.

Es decir, el país entero se comprometió y se unió para acabar con este flagelo y para ello el proceso tuvo que atravesar a toda la sociedad y trascender a varios gobiernos, de diferentes partidos, conservadores y laboristas.

Este modelo exitoso implementado por los inventores del fútbol se replicó luego en otros países, con diferentes matices y adaptado a cada sociedad, que también lograron expulsar para siempre a los violentos de los estadios.

Por iniciativa de la AFA y de organizaciones civiles como Salvemos el Fútbol vinieron a nuestro país, en diferentes oportunidades, varios especialistas para estudiar la violencia en el fútbol en la Argentina. Es el caso de Steve Powell, integrante de la Federación de Hinchas de Inglaterra y Gales, o de Otto Adang, un sociólogo holandés, entre otros expertos.

En sendos informes, todos arribaron a la misma, tajante y deprimente conclusión: en Argentina es imposible erradicar a las barrabravas del fútbol. ¿La razón? Los barras están unidos al poder político y así al resto del sistema.

“El problema en la Argentina es mucho más grave que en el resto del mundo, hay que cambiar todo el sistema. Mientras eso no ocurra, es absurdo pensar en reeducar a los barras o en generar un vuelco total desde la educación”, concluyó Adang.

En Argentina los barras no están ligados a la política, son parte inextirpable de ella, son la política.

Están financiados por la política y por los gobiernos comunales, municipales, provinciales y nacionales. Son fuerzas de choque, bandas de música y público rentado en los actos, integran listas de candidatos, entran y salen de las comisarías y de los tribunales como si fueran su casa. Son custodios, choferes, asistentes y empleados de funcionarios, en muchos casos en la administración pública y en los partidos políticos. Participan de la venta y reventa de entradas, drogas, bebidas y merchandising de los clubes. Cuentan con zonas liberadas para robar casas, comercios, vehículos y transeúntes, incluso asaltan a los hinchas de su mismo club a la entrada y a la salida de los encuentros. Reciben subsidios, pasajes y visas para viajar dentro y fuera del país. Los “trapos” y las banderas de los candidatos ocupan lugares de privilegio en las tribunas y manejan decenas de negocios ligados a los clubes, como el control de los estacionamientos en los alrededores de los estadios, no sólo durante los partidos, sino en distintos eventos, como recitales, festivales o actos, donde también participan de la venta de entradas, seguridad del estadio o manejan las cantinas.

La primera y muy anticipada bandera con la leyenda “Alperovich 2015” se desplegó hace más de un año en la tribuna de calle Chile, en el estadio de Atlético Tucumán.

En el primer acto en el que debutó como orador Máximo Kirchner, en Argentinos Juniors, la barrabrava de ese club se ocupó de que no hubiera “blancos” en las tribunas. La barra de All Boys, conocida como “la peste blanca”, recibió 25.000 pesos para “poblar” el acto del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, realizado en Argentina en 2013, según le confiesa Luis D´Elía al dirigente islámico pro iraní, Yussuf Khalil, en una conversación telefónica intervenida por la Justicia. O la probada triangulación entre la barra de Boca, su presidente Daniel Angelici y el candidato a presidente Mauricio Macri.

Estos son sólo algunos de los ejemplos más resonantes. Los casos probados son cientos y salpican a todos los partidos políticos. Hay hasta asesinatos cometidos por barras vinculados a la política.

En Tucumán, todos los dirigentes con “peso territorial” están vinculados a una o más barras. Son los mismos que queman y roban urnas, que atacan a adversarios en caravanas y actos, que adulteran telegramas, que rompen y roban boletas o que golpean a periodistas, amenazan a los votantes y agreden a fiscales adversarios, como ocurrió el 23 de agosto pasado.

El debate sobre el fraude electoral está corrido de eje. La política, tal como hoy funciona, es el verdadero fraude.

Sino cómo justifica un candidato a intendente de una ciudad del Gran Tucumán 29 millones de pesos de gastos de campaña. Y encima perdió. Los cálculos más prudentes hablan de que solamente el domingo de los comicios se gastaron unos 400 millones de pesos en toda la provincia y que en el total de la campaña, desde las PASO hasta las elecciones provinciales, se desembolsaron unos 1.000 millones de pesos.

¿De dónde sale tanto dinero? ¿Cómo se recupera? Es evidente, como dice el sociólogo holandés Adang, que todo el sistema está podrido. ¿Cómo vamos a pretender poner cámaras en los estadios si instalamos sistemas truchos en la propia Justicia Electoral?

Nuestros “hooligans” no están en las canchas, o en todo caso esos son los menos importantes. Los “hooligans” más peligrosos están infiltrados en los partidos políticos, en la Legislatura, en los municipios, en Tribunales, en Casa de Gobierno, en las fuerzas de seguridad, en los sindicatos, entre los punteros que lucran con el hambre de la gente…

Y la única forma de erradicar a los violentos que quieren robarse la democracia es con más democracia. Con más compromiso de los que hoy miran para otro lado, con más coraje de los que tienen miedo, con más participación de los que están silenciados, con más educación y trabajo para los más postergados, con más responsabilidad pensando en nuestros hijos. Antes de que sea demasiado tarde y que en vez de urnas nos quemen el futuro.

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