¿Por qué preferimos la desigualdad? *

¿Por qué preferimos la desigualdad? *

A pesar de lo que afirman sus principios, nuestras sociedades “eligen” la desigualdad. ¿Por qué? Algunos son de la idea de que la desigualdad sería fundamentalmente buena para el crecimiento. Para otros, la igualdad es un principio abstracto y no un valor por el cual valga la pena combatir.

LA ADVERTENCIA. “Cuando lo social se deshace, lo comunitario, lo nacional y lo religioso se cobran revancha”, alerta el pensador francés. LA ADVERTENCIA. “Cuando lo social se deshace, lo comunitario, lo nacional y lo religioso se cobran revancha”, alerta el pensador francés.
13 Septiembre 2015

Por Francois Dubet

Si no se concede a los otros más que una igualdad de principio, nada impide tenerlos por responsables de las desigualdades socioeconómicas que los afectan. Aun cuando John Rawls haya escrito que, en comparación con las ideas de libertad e igualdad, “la idea de fraternidad tiene menos cabida en las teorías de la democracia” (Rawls, 1987: 135), lo cierto es que la lucha contra las desigualdades supone un lazo de fraternidad previo, es decir, el sentimiento de vivir en el mismo mundo social.

La política de la igualdad (o de las desigualdades lo más “justas” posible) exige la preexistencia de una solidaridad elemental. La prioridad de lo justo no puede deshacerse por completo de un principio de fraternidad anterior a la justicia misma, porque exige que cada uno pueda ponerse en el lugar de los otros, y sobre todo de los menos favorecidos.

¿Cómo se ha llegado a esto? Luego de una treintena de años de crecimiento “milagroso” y de progresos de la igualdad, las desigualdades sociales no dejan de ahondarse por doquier en América del Norte y Europa desde la década de 1980. Los muy ricos son aún más ricos, y las desigualdades de patrimonio se incrementan aún más rápido que las salariales. La tendencia está bien consolidada, porque ahora las rentas rinden más que el trabajo.

Se instalan el desempleo y la precariedad, en tanto que se multiplican los trabajadores pobres; en las ciudades, grandes o pequeñas, se forman “guetos” donde se concentran los más pobres, los migrantes y sus hijos. Hemos terminado por acostumbrarnos a la presencia de mendigos y de personas sin techo.

En Francia las desigualdades escolares y médico-sociales no desaparecen. Parecen incluso ahondarse, a pesar de las sumas asignadas a la educación y la salud y los elevados índices de redistribución. Dentro de las sociedades nacionales más homogéneas, como la francesa, las desigualdades entre los barrios, las ciudades y las regiones parecen ahora un hecho establecido. Algunos territorios concentran la riqueza y la actividad, mientras otros se vacían. A este ritmo, los países ricos de América del Norte y Europa volverán a encontrarse frente a desigualdades sociales comparables a las de las sociedades industriales previas a la Primera Guerra Mundial.

Al mismo tiempo observamos un reflujo de los Estados de bienestar, un retroceso de la creencia en la capacidad de las instituciones de garantizar una igualdad social relativa. En todas partes se manifiestan tendencias al repliegue y la “separación”, y el “hartazgo fiscal” no es otra cosa que la negativa a pagar por quienes presuntamente no lo merecen. Las regiones ricas de algunos países, como Bélgica, Italia y España, optarían gustosas por la secesión. Por doquier, aun en los países más resistentes a la crisis, se establecen movimientos populistas y xenófobos con poder suficiente para acceder al gobierno y, aliados a derechas cada vez más conservadoras, bloquear las políticas sociales (Reynié, 2011). Mientras eso sucede, los partidos de izquierda parecen desarmados, a raíz de la distancia que media entre sus principios y la necesaria adaptación al nuevo orden del mundo.

En varios países de Europa, entre ellos Francia, la desconfianza se convierte en la regla. Se vota poco, y se vota en contra. Apenas se cree ya en la política y las instituciones, no más de lo que se cree en la solidaridad de unos con otros. El fraude y la evasión fiscales se denuncian por principio, pero muchos se entregan a ellos en función de sus posibilidades. Los extranjeros –o aquellos a quienes se supone tales– se convierten en el origen de todas nuestras desdichas; cuanto más se les teme, más numerosos parecen.

Los pobres, se dice, roban a la Seguridad Social, los desocupados “abusan” de sus derechos y los barrios populares se han convertido en “zonas de no derecho”. Muchos consideran que es hora de dejar de lado la corrección política que nos impide llamar a las cosas por su nombre: los “árabes”, los “negros”, la “gentuza”, las “putas”, los “maricones”, los “coimeros”, etc. En una palabra, y aunque todos lo lamenten, los lazos de solidaridad que nos llevan a desear la igualdad social están, al parecer, irremediablemente debilitados.

A menudo sentimos la tentación de atribuir este retorno de las desigualdades a la mera fuerza de mecanismos económicos ciegos e irresistibles, que obedecen a la extensión de un mercado mundial y al peso de una economía financiera fuera de control, desterritorializada y apartada de la economía real. De hacerlo, nos condenaríamos a denunciar el nuevo orden de cosas sin ser verdaderamente capaces de hacer nada, salvo soñar con salir de un mundo donde la creación de riquezas se traslada a los países emergentes, convertidos en las fábricas y los acreedores del planeta. De ser así, habría que concluir que la declinación de la solidaridad es la consecuencia del crecimiento de las desigualdades, y que estas desigualdades incrementadas son el producto de mecanismos económicos a los que no podemos oponer otra cosa que nuestra indignación.

El pensamiento político descansa a veces sobre los reflejos adquiridos en los años 30, y explica así el debilitamiento de la solidaridad como una consecuencia de las desigualdades, y el crecimiento de estas como un efecto de las crisis económicas. Bastaría con que buenas políticas económicas retomaran los caminos del crecimiento perdido y redujeran el desempleo. Bastaría con oponer una sólida barrera moral a los populismos para que los sentimientos y los mecanismos de la solidaridad retomaran su rumbo fluido. En la medida en que la declinación de la solidaridad es considerada como el reflejo subjetivo del crecimiento de las desigualdades sociales, alcanzaría con que políticas económicas inteligentes generaran nuevas riquezas que pudieran compartirse para que aquella retomara los caminos armoniosos de los años de gloria de la posguerra.

Al razonar de este modo se estima que la solidaridad, el sentimiento profundo de participar en la misma sociedad, ese término al que el tríptico republicano da el nombre de “fraternidad”, es una consecuencia mecánica de la igualdad. Cuanto más iguales somos, más nos convertimos en “hermanos”; cuanto menos iguales somos, menos “hermanos” nos sentimos.

Este razonamiento no es del todo discutible; pero, además del hecho de que es poco probable que recuperemos los índices de crecimiento de los 30 Gloriosos 1945-1975, cabe preguntarse si la profundización de las desigualdades no es producto del debilitamiento de la solidaridad. Al sentirnos cada vez menos solidarios, aceptamos las desigualdades que no nos incumben directamente y hasta las deseamos porque nos protegen de los otros, que son percibidos como amenaza y riesgo. Después de todo, los esfuerzos y los beneficios podrían compartirse, aunque la torta sea más pequeña. No se trata sólo de que las desigualdades y las crisis económicas afecten los lazos de solidaridad; la cuestión también es –acaso especialmente– que la debilidad de esos lazos explica la profundización de las desigualdades.

Esta manera de razonar sobre la base de la solidaridad, y más aún de la fraternidad, puede resultar peligrosa en lo político y aventurada en lo intelectual. El riesgo radica en situarse en el terreno de los adversarios de la democracia, el de una tradición conservadora, contrarrevolucionaria, que opone los lazos “naturales” de la religión, la sangre, las raíces y la nación a los desgarramientos del individualismo democrático y los conflictos de clases, y a las ilusiones de la igualdad. Cuando lo social se deshace, lo comunitario, lo nacional y lo religioso se cobran revancha. El peligro radica en negar la autonomía individual, en este caso fatalmente percibida como egoísta, en nombre de la comunidad de sentimientos, emociones colectivas y leyes morales y de la autoridad de lo sagrado.

El riesgo político consiste en situarse en el terreno de los conservadores y no imaginar la solidaridad bajo otra forma que la de una comunidad dada, ya presente en la historia y la naturaleza, la tradición y la herencia; consiste también en encerrarse en una retórica de la decadencia, de la caída y, como contrapunto, de la voluntad. Pero el hecho de que los adversarios de la democracia y la modernidad se apoderen de una cuestión no significa que esta cuestión no exista. Sería incluso peligroso cederles su monopolio, con el pretexto de que la cuestión es molesta o no muy conveniente. Si dejamos en manos de los adversarios de las sociedades abiertas y plurales la cuestión de saber qué es lo que nos hace lo bastante semejantes para querer la igualdad, mal podremos quejarnos de las respuestas que le den los populismos.

* Siglo XXI Editores.

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