Un mercado particular en el sistema capitalista

Un mercado particular en el sistema capitalista

Cuando Horkheimer y Adorno escribieron “Dialéctica de la Ilustración” (1940), en el capítulo dedicado a la industria cultural advertían contra la influencia de la industria del entretenimiento, la comercialización del arte y la uniformización totalizante de la cultura. Adorno y Horkheimer (que dirigían la Escuela de Frankfurt), valoraron de forma decididamente negativa la industria cultural como una adaptación del arte a las exigencias del mercado.

Consideraban casi una “mala palabra” al entretenimiento, y no podían comprender que, en el sistema capitalista, toda producción en general se rige por sus normas; no podían admitir que esa industria totalizara al individuo y sometiera completamente a sus consumidores al dominio del capital. Con la salvedad de leyes, como la de desarrollo desigual y combinado (explicada por Trotsky), el capitalismo unifica toda producción. “El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados se ven obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas”, escribía el revolucionario ruso. ¿Acaso no habla Trotsky, igualmente, de la misma industria cultural (sin saberlo, por aquel entonces, está claro), en la que conviven producciones artesanales junto a otras que aprovechan lo más desarrollado del capitalismo?

Walter Benjamín escribió en “El arte en la era de la reproductibilidad técnica” (1936), que se evidencia la pérdida del “aura” y del valor cultural con la fotografía y el grabado.

Y valen aclaraciones: el sistema de las bellas artes –como nosotros lo conocemos-, nace casi con el mismo capitalismo; lo anterior es algo que nosotros llamamos arte, pero no era así entendido (como una actividad diferenciadora), por esas culturas. Para los pueblos más antiguos, el arte cumplía un ritual; para otros, funciones religiosas.

Arte y capitalismo, pues, son casi coetáneos. Y algunas de sus expresiones, como el grabado y la fotografía, permiten múltiples reproducciones; una mala noticia para aquellos que aún hoy creen que la obra es única. Tanto uno como otro se producen en serie, una característica central, pues, de la industria.

De todos modos, si la obra es una mercancía, pues, habrá que afirmar que lo es de una manera especial: tiene valor de cambio, pero no valor de uso, y perdió el valor cultual; pero el diseño (que invade todo arte), conserva el valor de cambio, pero también el de uso. Las artes escénicas, en tanto (el único arte en vivo), conservan valor de uso, de cambio y cultual.

Si desde Benjamin sabemos que la producción artística no es artesanal (no produce objetos únicos), en las décadas más recientes el proceso se ha acentuado. A principios del siglo XX, ¿Duchamp no “inventa”, acaso los ready-made? ¿No trabajan hoy los artistas sobre materias ya fabricadas, en un fenómeno intertextual, de citas?

El mercado del arte es, igualmente, un mercado especial debe decirse; el concepto de mercancía aplicado a una obra no es, pues, idéntico al que se traslada a cualquier objeto, desde que se considera que el arte no tiene valor de uso, se ha dicho. En ese mercado especial, no rige -no al menos en su totalidad- las famosas leyes de la oferta y de la demanda. Porque, excepto con obras clásicas o modernas, que escasean decididamente, y por tanto, no hay oferta (y una mayor demanda eleva su precio), con artistas vivos como Jeff Koons o Damien Hirst, ¿cómo se explican cotizaciones millonarias si abundan sus fotos, objetos, esculturas o pinturas?

Así, criticar la industria cultural en sí mismo no pasa de ser una posición políticamente correcta, con resabios del romanticismo.

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