El único que le ganó a Alperovich
La tendencia es definitiva, el resultado inevitable y la conclusión incuestionable: hay que modificar las reglas electorales para desterrar vicios. Con las actuales se duda de todo y la incertidumbre, en este marco, es una sensación antidemocrática. La legalidad y la legitimidad transitan separadas. Cuando se junten se acabarán el fraude y las denuncias de fraude. La voluntad popular no se torcerá ni antes ni después de las urnas. El reto es para la dirigencia, que deberá reconocer la necesidad cambiar el sistema de votación y luego pactar, algo impensado en un país agrietado. Hoy, Tucumán es la gran vergüenza nacional y ofrece la mejor excusa para pensar en la calidad institucional, un concepto que hasta el domingo no aparecía en las encuestas de opinión. Por lo menos hasta la foto del papelón. La provincia muestra al mundo lo que no debe ocurrir en una jornada en la que tiene que honrarse a la democracia y a la opinión del soberano.

Ahora, sobre las sospechas de maniobras fraudulentas se pretenden sentar de urgencia nuevas bases electorales para el país. La boleta única y el voto electrónico son la panacea. La oposición nacional, con oportunismo político y rápida de reflejos, se puso al frente de una exigencia sostenida en las imágenes del clientelismo, de urnas quemadas, de plazas colmadas de indignados -por mil motivos diferentes- y de represión policial. Justificaciones para esta demanda sobran, pero en medio de un proceso electoral en marcha -los comicios-, lo legítimo va por un carril y lo legal por otro. El interés político es entendible y justificable, pero pedir nuevas reglas a mitad de camino no presupone legalidad. “Las modificaciones de las reglas del juego no deben afectar el juego o la partida actual, como si a uno le modificaran las reglas del ajedrez o de una partida de cartas mientras está jugando”, dijo juez Carlos Giovanello, de la sala II de la Cámara en lo Contencioso Administrativo en el fallo que suspendió la aplicación de leyes que impedían dobles candidaturas. Un antecedente para que el reclamo, por los menos para octubre, no prospere.

Entonces, ¿cuándo? Manzur se mostró proclive a discutir cambios en la legislación electoral. Lo hizo en su raid mediático por Buenos Aires. El soplo de ilegitimidad de su victoria provisoria lo condiciona a mirar el aspecto legal para congraciarse con los tucumanos que no lo votaron y que llenaron la plaza Independencia, descontentos con un resultado que consideran originado en maniobras fraudulentas. El peronismo -el perjudicado directo por el escándalo político-, de boca del salteño Juan Luis Urtubey fue claro: “tiene una mancha en su legitimidad de origen”. No se borrará así nomás. Por más que es el escrutinio definitivo lo consagre con un 54% de los votos, Manzur llegará al Gobierno más debilitado que Kirchner con su 22% de 2003. El gobernador de Salta, la cara nueva que quiere mostrar el oficialismo mirando a octubre -sugiriendo que el PJ se renueva no sólo a través de La Cámpora-, también juega con lo legítimo y lo legal. Reconoce que la legitimidad política está dañada, no así la legalidad institucional, porque entiende que la voluntad popular acompañó al vicegobernador. Y que eso dirán los números finales. Servirá para mostrar con papeles oficiales que no hubo fraude; pero el clientelismo, el bolsoneo, la compra de fiscales, las urnas quemadas, el negocio de alquiler y venta de partidos políticos y el sinsentido en el que se convirtió el sistema de acople serán parte de esa mancha de la que habla. ¿Cómo limpiarla?

La Cámara Electoral Nacional defiende la boleta única como una forma transparente de elegir y de respeto a la opinión del pueblo. Imaginemos cómo sería esa papeleta en San Miguel de Tucumán. Pensemos que en Córdoba, con unos pocos partidos, la boleta tenía 47 centímetros de largo por 35 centímetros de ancho. En esta ciudad, en una boleta se tendrían que incluir los siete candidatos a gobernador, los ocho a intendente, los postulantes a legislador de 48 partidos (912) y los aspirantes a concejal de 50 (900). Un papel del tamaño de un pizarrón, de casi dos metros cuadrados. Una exageración. Una exageración a la que se llegó por no hacerle caso a Alberdi y por destruir a los partidos políticos, hoy reducidos a meras siglas para hacer negociados en tiempos de votación. El autor de las Bases sostenía que los temas electorales no debían incorporarse en la Constitución. En su propia tierra lo desoyeron y aplicaron el acople en el artículo 43. El sistema degeneró al amparo de leyes demasiado elásticas para armar una agrupación. ¿Cómo puede ser posible que Tucumán llegue a tener 1.000 partidos en 2016? ¿Uno cada 1.200 electores? Peor aún, ¿cómo puede ser posible que la Junta Electoral apruebe la constitución de un partido político 30 días antes de la elección y le permita presentar candidatos? Esta dudosa legalidad le da una cobertura de ilegitimidad a todo el sistema, y contribuye a descreer en el régimen electoral. Mil partidos presuponen mil ideologías. Imposible.

Y aun si fuera posible, ¿qué debemos concluir si observamos que las listas oficiales -las que sostuvieron el PJ y la UCR- salieron muy detrás de varios acoples? Que los recursos pueden más que las doctrinas. Y que el acople devino en un gran negocio electoral. Destruirlo implicará cambiar la Carta Magna y redactar una nueva Ley de Partidos Políticos. Implicará pactos, diálogos y consensos en una provincia dividida entre los gritos de la plaza y el silencio de los que le dieron el voto a Manzur. El clima impone dar señales en esa dirección. El vicegobernador, el único de los siete candidatos a gobernador que le dijo a LA GACETA hace un par de meses que no debía alterarse el régimen electoral; ahora se inclina por el cambio. No puede menos; se lo debe a los tucumanos, al peronismo y a Scioli, en ese orden.

Entre cuestionamientos y denuncias de fraude hay un resultado indiscutible: la victoria del peronista Germán Alfaro en la intendencia capitalina por el Acuerdo por el Bicentenario. Superó por siete puntos a Pablo Yedlin: 46% (casi 160.000 votos) contra un 39% (128.000 sufragios). Más o menos. Lo suficiente como para que Alperovich reconociera la derrota en la Capital. Claro, lo suyo fue una invitación para que Cano y Amaya hicieran lo propio con Manzur, ya que el FpV le sacó 14 puntos en el escrutinio provisorio. La historia fue distinta. Todo se desmadró. Alfaro se llamó a un prudente silencio político. No puede hablar de fraude; ni negarlo. El dilema lo obliga a festejar con perfil bajo, a celebrar el acierto estratégico de haberse convertido en el único postulante de la oposición para la intendencia y, sobre todo, de ganarle a Alperovich. Es el único dirigente, encima peronista, que derrotó al gobernador en las urnas. Consiguió lo que ningún opositor pudo hacer. El mandatario fue imbatible en todos los comicios que le tocó sortear, con su apellido en la boleta o bendiciendo a uno de los suyos. La de Alfaro no fue una victoria electoral, fue un triunfo político lleno de significado; especialmente en el peronismo. Alperovichistas le han manifestado su respeto saludándolo o haciéndolo a través de su esposa, la legisladora Beatriz Ávila, con felicitaciones a la que suman la palabra “compañero”. Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista, dice una de las 20 verdades. El “pícaro” le ganó al jefe del oficialismo. Sucederá a Amaya legitimado por el reconocimiento de propios y extraños y el aval legal de las urnas. Llegará en mejores condiciones políticas que Manzur a la Casa de Gobierno, si es que el escrutinio definitivo ratifica la diferencia de 100.000 votos del FpV sobre Cano.

Alfaro, ex concejal, ex legislador, ex diputado nacional, ¿tiene razones para saborear esta pelea ganada a Alperovich? Cuando fue legislador (1999-2003) fue uno de los primeros en acercarse al entonces ministro de Economía, pero luego hubo cortocircuitos. En 2011, habiendo resultado el concejal más votado de la Capital, no pudo convertirse en presidente del Concejo por oposición del gobernador; tampoco pudo encabezar la comisión de Hacienda. En 2013 se le negó la segunda candidatura a diputado. Tiene motivos para sonreír. Pero, ¿por qué ganó? Porque pudo mostrarse antialperovichista y captar ese voto adverso al mandatario en la capital, porque enarboló la bandera de la corrupción con eficacia y porque explotó bien el cuestionado sistema de acoples, que le acercaron 25.000 sufragios -según cálculos alfaristas- al triunfo. ¿Quiénes lo votaron? El análisis dice que lo apoyaron pobres, clase media y clase media alta. Ganamos 3 a 1 en los circuitos 1 al 9 (la zona de las cuatro avenidas, ampliada) y salimos 1 a 1 en los circuitos 10 a 21 (en los barrios de la periferia), sostienen. O sea, se impuso donde el voto antialperovichista (radical o independiente) es significativo y empató donde el peronismo tiene sus bastiones electorales.

Desde octubre, Alfaro gestionará el municipio con un gobernador peronista, como él. Un rumor dice que el pragmatismo pejotista los acercará políticamente. Pero, por la forma en que llegó Alfaro -de la mano del ApB-, su relación transitará más por los carriles institucionales. Y, por historia, en la relación con el oficialismo, Alfaro tiene más razones para temerle a Alperovich que a su sucesor. Pruebas: aún Manzur no puede desahogarse y Alperovich ya le puso piedras a un posible acercamiento entre el futuro gobernador y el intendente: salió a decir que la Municipalidad tendrá problemas financieros. ¿Palos en la rueda? ¿Le está diciendo a Amaya que vaya al pie y reconozca la derrota? ¿Le está anticipando a Alfaro quién mandará? ¿Le está sugiriendo a Manzur cómo debe manejarse con Alfaro? Mala señal para una etapa que todos anticipan como de consensos y de diálogo. Y por la debilidad con la que llega Manzur al Gobierno, este no se puede dar el lujo de no conversar con nadie. Menos con quien tiene el voto de aquellos que la dieron la espalda llenando cinco plazas, y con los que debe reconciliarse. Complicada encrucijada.

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