El mundo, finalmente, se nos cayó encima

El mundo, finalmente, se nos cayó encima

Por Sergio Berenztein - Especial para LA GACETA

29 Agosto 2015
Al igual que el pastorcito de la fábula, Cristina Fernández justifica desde hace años los traspiés en materia económica apoyándose en una supuesta crisis externa que, en realidad, no existía. El mundo estaba saludable, las inversiones extranjeras se dirigían hacia otros países latinoamericanos (al tiempo que esquivaban a la Argentina), gracias a lo cuál la región mostraba tasas de crecimiento muy interesantes. Sin embargo, allí estaba la primera mandataria con su disfraz de pastorcito, dispuesta a advertirnos en todo momento que el lobo estaba acechando. “El mundo se nos cayó encima”, dijo en incontables ocasiones.

Así como en la ficción de Esopo, en la realidad ocurrió que, finalmente, el lobo mostró sus garras. Se acaba un ciclo de alto precio de los productos primarios de exportación y no lo hemos aprovechado para nada en materia de desarrollo. La crisis internacional que se vivió en los últimos días es tan compleja y genera tanta incertidumbre que es difícil medir cuál es su dimensión real. Caídas estrepitosas en las bolsas produjeron números para el asombro (o el terror). Sólo en los EEUU, en la primera semana de debacle, se registraron pérdidas equivalentes a U$S 200.000 millones, casi la mitad del PBI de Argentina. A esto habría que sumarle lo que ocurrió en los centros financieros de Asia (China es el epicentro del terremoto bursátil) o de Europa.

Casi todas las monedas de los países con los que tenemos un intercambio comercial intenso están depreciándose: el yuan chino y el real brasileño son ejemplos de esta guerra de devaluaciones.

El precio de los commodities ha descendido significativamente. Por ejemplo, los valores de la soja y del petróleo no registran niveles tan bajos desde la crisis de 2008-2009, cuando la compañía de servicios financieros de EEUU Lehmann Brothers ingresó en el libro Guiness con una de las mayores quiebras de la historia. Sin embargo, en ese momento, aún con el cambalache que suele ser la Argentina, el conflicto encontró al país medianamente fortalecido: tenía una situación fiscal sólida, arrastraba una dinámica de crecimiento económico sostenido desde 2002 y la presencia de Néstor Kirchner aseguraba un liderazgo firme.

Aquella situación es incomparable con la actual. Hoy la Argentina se encuentra con enormes desequilibrios macroeconómicos y en medio de una transición política sumamente compleja. Sólo con la situación interna es suficiente para que la construcción de liderazgo para el sucesor de CFK sea un dolor de cabeza. Si a eso le sumamos este contexto internacional, gane quien gane en las elecciones de octubre (o, eventualmente, en la segunda vuelta de noviembre), sus márgenes de maniobra se están volviendo cada vez más estrechos.

Los problemas estructurales internos incluyen un déficit fiscal equivalente a 8 puntos del PBI, el más grande desde la época de Alfonsín, cuando el país recién salía de la guerra de Malvinas. Además, se arrastra un importante atraso cambiario anterior a las devaluaciones recientes, un default que produjo aislamiento internacional, la caída de reservas del Banco Central, una economía que, si se midiera como corresponde, lleva cuatro años sin crecimiento, y una inflación altísima, cercana al 2% mensual (lo que un país normal tiene en un año, Argentina lo sufre en un mes).

Nuestros vecinos tampoco ayudan. El modelo populista que ocupó buena parte de la geografía latinoamericana en la última década se encuentra, como en Argentina, al borde del colapso, lo que produce vacíos de liderazgo y crisis internas severas. El caso más extremo es el de Venezuela, que incluye presos políticos, estudiantes asesinados, deportaciones masivas de ciudadanos colombianos y escasez de productos básicos. En Ecuador, la población indígena y los gremios están dando cada vez más dolores de cabeza al gobierno de Rafael Correa. Incluso en países más abiertos y estables como México y Chile, las imágenes presidenciales de Peña Nieto y de Bachelet no paran de descender. Brasil atraviesa conflictos gravísimos de corrupción en medio de un severo ajuste ortodoxo que amenazan la continuidad de Dilma Rousseff. A tal punto que el establishment acaba de dar marcha atrás, consciente de que la ausencia de gobernabilidad traería consecuencias aún más nefastas.

Mientras tanto, los principales candidatos que medirán fuerzas el 25 de octubre, para ver quién sucede a Cristina, esquivan hablar de los temas de fondo. Es difícil enfrentarse a los electores y advertirles que llegó el momento de apretarse los cinturones, porque se viene otro ajuste. Una cosa es que nadie dude entre los presidenciables de la inevitabilidad de una fuerte corrección, y otra es avisarlo antes de que los votos estén depositados en la urna. Los profundos desequilibrios internos ya requerían medidas urgentes antes del empeoramiento del contexto externo: ahora la situación se agravó. En este marco, las irregularidades en los comicios de Tucumán parecen haberse robado (entre otras cosas) la atención de los candidatos. Casi un pretexto para no focalizar en la agenda económica.

Existen naturalmente soluciones al alcance de la mano, pero son cada vez más costosas, implican sacrificios crecientes y amenazan con desgastar rápidamente el capital político del próximo presidente. Cualquiera sea el ganador, deberá hacer grandes esfuerzos para construir poder desde la presidencia. Es cierto que detrás de las primeras medidas que den señales de sentido común, racionalidad y convergencia con los parámetros de política pública que se implementan en los países serios (abandonados hace tiempo en la Argentina) aparecerán rápidos beneficios, como caída de la inflación, el regreso de la inversión y el aumento del empleo. Sin embargo, el ajuste del gasto generará fricción entre el mandatario y la ciudadanía, sobre todo los sectores medios.

En La odisea, como analizó tan bien el filósofo analítico John Elster, Ulises se ata al mástil de su nave para evitar que el dulce y engañoso canto de las sirenas lo convenzan de torcer el rumbo. Tal vez, el próximo presidente deba emular esa decisión, taparse los oídos y asumir el costo político que sea necesario para tomar las decisiones que permitan a nuestro país salir de esta situación. Quizás así se cumpla la visión que transmitió Nicolás Sarkozy en su reciente visita: “Argentina será un gran país el día que se abra al mundo.”

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