“Sensación” de fraude
La bronca fluye de la mano del engaño, de la duda, del miedo, de la desesperanza. Una porción de la sociedad tucumana se siente invadida por un virus nocivo comparable al de los celos enfermizos: esos que nublan la razón, que enardecen y que instalan en la mente la certeza de que el engaño existe.

La sociedad tucumana se encuentra partida por el manto de dudas que cubrió el acto comicial del domingo. La desazón respecto del resultado casi no encuentra punto de comparación con otro hecho político de los últimos 20 años. Son muchos -no todos- los que pregonan que se violó su voluntad. Ni en la peleada elección de 1999, en la que Ricardo Bussi se acostó como gobernador y Julio Miranda se levantó con el cargo; ni en aquella de 1987, en la que Rubén Chebaia se impuso en las urnas, pero pereció en el Colegio Electoral ante José Domato, se instaló tal nivel de descontento con los resultados que arrojaron las urnas.

La legitimidad no tan sólo del próximo Gobierno, sino de la democracia, está en juego. ¿Qué hacen los Poderes del Estado para que el próximo mandatario esté bañado de la voluntad popular? ¿Qué hacen nuestros dirigentes para llevar coherencia y tranquilidad a los tucumanos? Hasta aquí, nada.

Los culpables del Tucumán indignado abundan. El principal es el propio presidente de la Junta Electoral Provincial. Antonio Gandur jamás llevó claridad. No actuó antes de los comicios para que la transparencia alumbrara en el proceso. No fue firme ante las denuncias de fraude anticipadas y durante el día de votación. No se instaló como garante de la voluntad popular, en medio de la inédita cifra de 641 mesas observadas, una urna inflada (que se pudo probar y que abre la duda sobre cuántas más también lo habrán estado), 42 quemadas y un escrutinio que -en medio de todo ello- fue lento y confuso. La máxima autoridad electoral no estuvo a la altura de las circunstancias. Ni siquiera hoy, cuatro días después de la votación, tomó una decisión que sirviera para que los miles de votantes que dudan del resultado puedan creer que el escrutinio muestra que ganaron los hoy “electos” y no otros. ¿Cómo hará ahora para garantizar el resultado, con un 20% de urnas objetadas, telegramas adulterados y sospechas de que entre el domingo y el martes las cajas se llenaron de votos? Ya nadie creerá en el resultado que en dos semanas anuncie Gandur.

El Poder Ejecutivo actuó de la peor manera. No sólo utilizó la Casa de Gobierno de búnker de campaña y de festejo, cuando es lugar en el que viven de prestado. No se bancaron el reclamo del sector social que duda de la legitimidad del triunfo oficialista y lanzó deliberadamente a una voraz e inusitadamente feroz fuerza policial a reprimir. ¿Había desaforados y militantes políticos en la plaza? Sí, estaban. Pero eran unos cientos entre miles que colmaron los alrededores del Palacio Gubernamental para exigir Justicia y respeto por la voluntad popular. ¿No habría sido conveniente dejar que se expresen? ¿No habría sido más sensato y menos costoso políticamente permitir que -incluso- actuaran violentamente? ¿No habría mostrado eso que la violencia era de los manifestantes y no del Poder Ejecutivo? ¿Cómo puede decirse que un jefe de Policía actuó sin la venia policial? Los propios efectivos de la fuerza exteriorizaron ayer su bronca por esos dichos. Afirman que, otra vez, los enfrentan con la sociedad, cuando la orden no partió de la propia fuerza, sino del poder político. La intolerancia ganó las calles y el Estado lo permitió. Porque que “oligarcas” y “gorilas” quieran voltear un Gobierno -si esa versión fuera cierta- no amerita que ese poder superior y garante de la paz social actúe aún con mayor violencia.

Mientras tanto, la sensación de fraude se disemina como el aire mismo. Desde la periferia hacia el centro, las charlas callejeras y de Whatsapp multiplican fotos, datos y testimonios de irregularidades. A esta altura, nadie cree que Juan Manzur fue electo por la voluntad popular. El peor lesionado -quizás- sea el propio vicegobernador. ¿Cómo hará para bañarse de legitimidad? Arrancará con un Gobierno en duda y con el escarnio social en su cuerpo. Ya antes de comenzar su mandato, soportó marchas en su propia vivienda. Le costará ser como el José Alperovich de la gente, ese que aún hoy camina por doquier y que recién en los últimos años de una extensa gestión sufrió el desdén social. Incluso en estos días de furia, el mandatario mostró más pericia política que propios y extraños. Tras la represión, al menos la repudió y -estratégicamente- se sumó al pedido de que se abran todas las urnas. Manzur, en cambio, echó más leña al fuego: habló de instigación de Mauricio Macri a la violencia y de falta de aceptación de la derrota por parte de la oposición. Nada de grandeza y de ponerse por encima de sus críticos.

La herida social es profunda y toda la clase dirigente deberá repensar su forma de hacer política y de gobernar para poder dar vuelta la triste historia que comenzó a escribirse el domingo. Desde el sistema electoral de papeletas y de acoples hasta el modo de conformación de la siempre sospechada Junta Electoral deberán ser otros si se pretenden evitar plazas colmadas de indignados en el futuro.

Alperovich, Manzur y José Cano deberán oír ese mensaje. Porque se podrá hablar de que las protestas fueron parciales o interesadas, pero nadie podrá decir que no fueron miles los que salieron a decir basta de manera pacífica y desinteresada. No había en el parque 9 de Julio decenas de colectivos ni en las veredas miles de bandejitas con sándwiches, los signos de los que llegan “movilizados” a algún acto político. Hay bronca.

¿Quién podrá desterrar la “sensación” de fraude?

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