Los que equilibran la balanza
“Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire./ El que agradece que en la tierra haya música./ El que descubre con placer una etimología./ Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez./ El ceramista que premedita un color y una forma./ El tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada./ Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto./ El que acaricia a un animal dormido./ El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho./ El que agradece que en la tierra haya Stevenson./ El que prefiere que los otros tengan razón./ Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”. Los versos de este poema de Jorge Luis Borges, llamado “Los justos”, es tal vez una de las manifestaciones más sublimes de la poesía argentina. No sólo por la delicadeza de sus imágenes, sino fundamentalmente por su simplicidad. Hay en esta enumeración una suerte de profecía que se cumple inexorablemente. Porque, si lo pensamos bien, en esa lista de personas justas e ignoradas abundan las que aprecian la belleza del arte (la música o los textos del gran escritor Robert Louis Stevenson), el trabajo bien hecho (el tipógrafo), la serenidad de la vida en el hogar (el jardín), la humildad (dar a los otros la razón) o la magia de la creatividad (el ceramista). Los justos son personas que nunca hacen el mal, aunque su forma de contribuir al bien es extremadamente sutil -casi imperceptible-, que sin embargo está al alcance de muchos.

Una creencia judía sostiene que esos hombres justos están diseminados por todo el planeta. No se conocen entre sí y, cuando uno de ellos muere, otro lo reemplaza en su misión, sin siquiera saber que lo está haciendo. Es decir, ellos mismos ignoran que son justos. Y, en esa ignorancia radica su poder. Viven haciendo el bien a los demás. Sin medir las consecuencias. Son, por decirlo de alguna manera, los pilares misteriosos del Universo. A tal punto que, si no fuera por ellos Dios aniquilaría al género humano con un simple chasquido de dedos.

Eso dice la tradición talmúdica... Pero... ¿será así en la vida real? Borges lo anhelaba y por eso confeccionó ese poema. Pero también representa una necesidad. La necesidad de que en nuestra sociedad consumista, atrevida y oscura exista realmente un contrapunto; algo que equilibre la balanza. Sobre todo ahora, que centenares de políticos vociferan su legalidad para amordazar la ética y dar vía libre a la corrupción. Es una época donde casi no se cultivan jardines sino que se los aniquila (como pasó días atrás con los naranjos de la peatonal), no se lee (porque la educación naufraga entre facilismo y la inclusión mal entendida), ni se prefiere que otros tengan razón. Se opta por desahuciar a los ceramistas y expulsar a los tipógrafos. Por eso, más que nunca se necesitan hombres justos. No para que administren Justicia, sino para que su sola presencia nos redima. No es nada sencillo encontrarlos, pero seguramente andan por ahí, a la vista de todos y, como en “La carta robada” de Edgar Allan Poe, invisibles en su visibilidad. Salvándonos del fin.

Qué bueno sería entonces reconocer que, aunque la injusticia, la corrupción, la violencia, la pobreza, la incultura, el hambre y el maltrato asuelan nuestra provincia, hay al mismo tiempo personas honestas, con la cabeza bien puesta y un corazón enorme que equilibran la balanza; hombres y mujeres que no tiran la toalla y siguen, pese a todo, firmes en sus particulares trincheras. Son seres callados y anónimos, como lo es siempre la generosidad auténtica. No son protagonistas de noticia alguna, no aparecen en los diarios ni se muestran impunemente en la televisión; tampoco firman columnas como esta, ni desnudan sus vidas en Facebook. Sin embargo, si nuestra mirada fuese un poco más sutil y -tal vez- más limpia, podríamos por un instante percibirlos y dejarnos ensanchar un poco el alma con sus ejemplos. Están ahí. ¡Seguro que están! No sabemos sus nombres, pero están. Y tal vez usted, lector, sea uno de ellos.

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