La verdadera elección será el lunes

La verdadera elección será el lunes

COMO LOS ANTIGUOS GRIEGOS. Aún hoy en dos cantones suizos la población toma decisiones claves levantando la mano. REUTERS (ARCHIVO) COMO LOS ANTIGUOS GRIEGOS. Aún hoy en dos cantones suizos la población toma decisiones claves levantando la mano. REUTERS (ARCHIVO)
Las elecciones están sobrevaloradas. Más aún, sabemos que la democracia es un sistema sobrevalorado, pero como siempre se dice, es lo menos peor que tenemos.

Algunos politólogos y sociólogos sostienen que es apenas un proceso hacia un estadio superior, superador en la disposición de la sociedad y en la distribución de la riqueza, la justicia y el poder de los hombres que viven en comunidades organizadas.

Fue en su momento un buen invento de los griegos para repartir responsabilidades a la hora de tomar decisiones. Claro que se trataba de un modelo mucho más sencillo y directo, y por lo tanto más efectivo: se reunían a lo sumo 5.000 hombres en una plaza y levantaban la mano, por sí o por no, y listo.

Cabe aclarar que entre esos hombres que votaban no estaban incluidos los esclavos, que los había y constituían la mayoría del pueblo, y a quienes algunos ni siquiera consideraban seres humanos.

Entonces, aquello de que la flamante democracia era el gobierno del pueblo, en la época de los griegos era bastante relativo, por no decir falso. Claro que, comparado con una monarquía absolutista, era un avance.

Al menos en la forma, hoy las cosas son bastante distintas. Para empezar, votamos todos, incluso “los esclavos”. Se han mejorado los sistemas de representatividad, los controles republicanos y la distribución del poder en la toma de decisiones.

Tenemos, al menos, la sensación de que todos somos iguales, ante la ley y ante el Estado, y en la escuela nos enseñan que todos contamos con los mismos derechos y obligaciones.

En las cuestiones de fondo no hemos evolucionado tanto, aunque la pomposidad institucional y protocolar nos hagan creer que los congresos son foros casi celestiales donde está lo mejor de la humanidad, las casas de gobierno son reinos de magos iluminados que protegen al pueblo, y que los palacios de tribunales son una especie de templos sagrados e inmaculados.

De la plaza a las placitas

No es necesario ser anarquista, marxista o nihilista para darse cuenta que en el fondo, en los hechos, el “gobierno del pueblo” siguen siendo 5.000 hombres reunidos en una plaza, o en varias placitas: despachos, bancas, gerencias. Con la pequeña gran diferencia que ahora a “los esclavos” se les permite levantar la mano en la plaza, para elegir de tanto en tanto nuevos gerentes, que salvo excepciones casi siempre son los mismos.

Las elecciones están sobrevaloradas, sobre todo en sociedades como la argentina, donde ejercemos una democracia de muy baja intensidad, porque aún no podemos descontextualizarlas de las dictaduras. El voto para nosotros no es sólo introducir un sobre en una urna, es un derecho que hemos perdido muchas veces, demasiadas, durante el siglo pasado. Es un derecho básico que hemos recuperado a costa de muchas vidas, de mucha sangre y violencia, y es muy pronto todavía para dar por superado ese estigma.

Juego de roles

El punto es que creer que tenemos democracia, que “tenemos patria”, por el solo hecho de poder ir a votar, es también una exageración, premeditadamente instalada y promocionada desde el establishment, que cada cuatro años, o dos, nos hace creer mediante un juego de roles que es la mayoría la que toma las decisiones.

En nuestro país el Estado es el gobierno de turno, patriarcal -matriarcal en esta etapa-, personalista, mesiánico, unipersonal, irrebatible, incuestionable. Lo que el jefe/a dice se obedece sin chistar, militarmente -de allí lo de militantes-, porque todo lo que el líder hace es por el bien de su pueblo amado.

El disenso es traición -otra concepción castrense- y los derechos adquiridos no son derechos, son regalos de una supremacía iluminada. Por eso abundan los yoicismos en los discursos políticos: “yo les doy”, “yo les otorgo”, “yo he conseguido”, “yo les regalo”, “yo los cuido y los protejo”, “yo les digo lo que está bien y está mal”. Los dineros públicos no son del Estado, son del gobierno, interpuesto por el mismísimo Dios para salvarnos, y por lo tanto lo que recibimos no es un derecho, es una bendición. Así se bendice a empresas amigas, a jueces, a funcionarios y dirigentes genuflexos, y a sectores sociales que tienen “la camiseta puesta”.

Hasta Cristóbal

El Estado, como estructura que garantiza los derechos básicos de las personas a las que contiene, en Argentina es casi una entelequia burocrática y corrupta. Es siempre el gobierno de turno el que viene para subsanar esas injusticias, en general causadas por la gestión anterior y la anterior y la anterior y así sucesivamente hasta llegar al padre de todos nuestros males: Cristóbal Colón.

Más allá de esta ironía, es una ingenuidad suponer que los próximos gobiernos, nacional, provinciales y municipales, del partido que sean -si acaso pudiéramos comprender lo que es hoy un partido, porque están todos mezclados en un nivel obsceno de promiscuidad- producirán un cambio realmente radical en nuestra sociedad.

Debemos desmitificar la política, despojarla de religiosidad, entender que es apenas una herramienta para organizarnos con más equidad, y que los gobiernos son sólo administraciones, no naves espaciales que bajan del cielo con la verdad revelada.

Porque cuando la expectativa es muy alta, la frustración será luego muy honda, como siempre nos ocurre a los argentinos, obsesionados con las recetas y soluciones mágicas.

Los 11 millones de pobres no desaparecerán el 11 diciembre. Tampoco la corrupción escandalosa, la inflación y la presión impositiva asfixiante, la inseguridad descontrolada, la crispación y la violencia social cotidiana, el narcotráfico instalado en el poder, la justicia para pocos, el clientelismo político y las enormes carencias educativas de esta sociedad, tal vez esta última la madre de todos los problemas. Porque aunque duela, somos un país, en promedio, bastante mediocre, ignorante y mal educado.

El acto de ir a votar es importante y más para los argentinos, como ya dijimos, porque costó miles de vidas y décadas de violencia, pero es sólo un pequeño eslabón en una larga cadena de anillos que conforman una democracia.

Elecciones hay todos los días

No se trata de ir a las urnas, entregarle un cheque en blanco al próximo que venga, y desentenderse hasta dentro de dos o cuatro años.

Debemos ir a votar mañana, en paz y celebrando nuestra democracia, pobre y defectuosa, pero democracia al fin, pero también tenemos que votar el lunes y el martes y el miércoles y así cada día que sigue. En cada acción, en cada acto de nuestra vida cotidiana hay una elección.

Cuando decidimos no pagar una coima estamos votando, cuando pagamos los impuestos votamos, cuando aceptamos una crítica o una opinión diferente estamos ejerciendo la democracia. Cruzar en rojo es un voto, no respetar una cola o un turno es un voto, del mismo modo que ayudar de forma desinteresada y sin exigir nada a cambio al que más lo necesita es un sobre contundente que metemos en la urna.

Ya tuvimos demasiados papás y mamás que nos llevaron de la mano por donde quisieron. Después de 32 años de democracia ininterrumpida, ya es hora de elegir si queremos seguir siendo cómodos esclavos que sólo levantan la mano en la plaza, o vamos a hacernos cargo de la gran responsabilidad que nos toca. El gran desafío no será mañana, será el lunes.

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