¿Por qué creemos en Dios?

¿Por qué creemos en Dios?

Un apasionante viaje al cerebro de los creyentes

EN SOCIEDAD. Diego Golombek atiende a Darío Sztajnszrajber, en la presentación de Las neuronas de Dios. EN SOCIEDAD. Diego Golombek atiende a Darío Sztajnszrajber, en la presentación de Las neuronas de Dios.
09 Agosto 2015

ENSAYO

LAS NEURONAS DE DIOS

DIEGO GOLOMBEK

(Siglo XXI  - Buenos Aires)

La mejor manera de honrar el espléndido libro de Diego Golombek es remitirse a la inquietud que plantea en el epílogo que da en llamar El poeta es un pequeño Dios. Dice Golombek (Buenos Aires, 1964): “Habrán notado (espero) que no trata sobre la existencia de Dios. Ni siquiera sobre Dios. Esas, en todo caso, no son preguntas científicas, por lo que caen fuera de nuestro análisis; casi podría decirse que ni siquiera son interesantes desde el punto de vista que perseguimos”.

Desde esa perspectiva, Golombek debería darse por satisfecho. Habría que ser necio, o perezoso, o solemne, o un poco de cada cosa, para desconocer la honestidad, la claridad, la originalidad y la fecundidad de Las neuronas de Dios, un libro cuya expresa voluntad se desentiende del célebre tópico de refutar las creencias religiosas en clave de burla ilustrada. También, por cierto, se desentiende del no menos trillado recurso de confrontar posturas y coronar con una conclusión, con un moño en el regalo, con la mano levantada del ganador de contiendas de origen remoto. ¿Ciencia o religión? ¿Materia o espíritu? ¿Materia y espíritu? ¿Somos la creación del Altísimo? Y en ese caso, ¿quién creó al Altísimo? Etcétera.

Desde la primera hasta la última página se revela inequívoco que Golombek (doctor en Biología, profesor en la Universidad Nacional de Quilmes, investigador principal del Conicet) descree de que seamos gobernados por la existencia de fuerzas extrañas, invisibles, sagradas, celestiales, sigan firmas. Pero en lo que no descree es en el descomunal valor simbólico que atañe a Dios como regulador, intercesor, iluminador, del devenir humano, desde hace siglos y hasta quién sabe cuándo. De momento parece impensable que los hombres (todos y todas) podamos, o queramos poder distanciarnos de la vigorosa idea de que no sólo somos hijos del destino sino que además ese destino depende de la mirada, del arbitrio y de los designios de un ser superior.

Y es hacia allí donde Golombek desplaza los rigores de su lupa científica: ¿cuáles son las condiciones que hacen posible que Dios habite nuestros cerebros tal si fuera tan esencial como el cerebro mismo? ¿Cuáles son las autopistas neuronales por donde las creencias religiosas circulan más a gusto y cuáles son las que repelen esas creencias o directamente las ignoran?

A cada quien su dios, su cerebro, sus creencias, subraya Golombek en una de las últimas consideraciones de un libro poblado de hipótesis robustas, testimonios, citas, datos, misceláneas, y todo sazonado con un lenguaje ora técnico, ora zumbón, pero siempre atento a preservar el respeto y el buen gusto requeridos por una temática delicada si las hay.

© LA GACETA

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Walter Vargas


Fragmento de Las neuronas de Dios

Hay quienes dicen desde hace rato que Dios, o las religiones, han muerto y que la ciencia y la tecnología se ocupan de echarles encima los últimos puñados de tierra. Sin embargo, la realidad dista mucho de confirmar esta profecía (que, más allá de Nietzsche, fue tapa de la revista Time en la década del cincuenta). Así, una pregunta interesante es por qué la religión y las creencias se resisten a desaparecer en pleno siglo XXI, un siglo dominado por la tecnología de celulares que hablan solos y aspiradoras inteligentes. ¿No es esa una pregunta fascinante?

¿Por qué no referirse entonces a una ciencia de la religión en lugar del consabido “versus”? Esto tampoco es nuevo: particularmente la antropología se ha preguntado desde sus inicios sobre el origen cultural de las religiones; sin embargo, esta no fue una pregunta propia de las ciencias naturales sino hasta hace muy poco tiempo.

De eso trata este libro: de una ciencia “de” la religión, que relega el “contra” a otras guerras.

En realidad, para ser más específicos, hablamos de una neurociencia de la religión, bajo la premisa de que Dios tiene mucho que ver con el funcionamiento de nuestro cerebro. La pregunta entonces se transforma en por qué nosotros –nuestros cerebros– no podemos librarnos de las nociones de religión y de Dios.

Podríamos adelantar dos hipótesis posibles:

1. Porque Dios está en todos lados y así lo quiso;

2. Porque hay algo del cableado de nuestros cerebros que mantiene la idea de religión firme junto al pueblo.

Además de estas dos ideas contrapuestas, también podríamos pensar que tantos millones de personas no pueden estar equivocadas, y que alguna ventaja deben tener la religión y la fe, en términos evolutivos, para ser un carácter seleccionado positivamente.

En definitiva, si no se comprenden las bases del empecinamiento de esas creencias por quedarse cómodamente instaladas en casa, cualquier cruzada planificada para erradicar a la religión y sus circunstancias de nuestro planeta está destinada a fracasar (como suele ocurrir con las cruzadas).

Claro que esto no vale sólo para las religiones en sentido tradicional, sino también para estudiar todos los rituales de la vida cotidiana: por qué están allí, qué función cumplen, por qué no se esfuman. No es fácil: en algunos casos, hasta resulta complicado formular la pregunta que permita avanzar con un experimento adecuado, pero en eso estamos. Veamos un ejemplo.

Si pedimos a un grupo de gente que aplauda porque sí, pero con entusiasmo, notaremos algo bastante extraño: al cabo de unos segundos todos estarán aplaudiendo al unísono, o casi. 

Algo similar ocurre en la cancha: se sabe que dos o tres muchachos de la barra son los encargados de diseñar la rima y el tempo justos, si no para incentivar al equipo, al menos para humillar a los oponentes; y de pronto, tímidamente se van sumando los vecinos más próximos y al ratito toda la popular está cantando al mismo ritmo. Parece ser que este seguimiento maravilloso a un metrónomo popular es privativo de nosotros, los humanos (y no sólo de los hinchas de fútbol).

Y sin duda ese ritmo colectivo es similar a una experiencia religiosa, a un ritual de pertenencia que causa placer o, al menos, seguridad. 

Los rezos, los bailes y los cantos rituales de las religiones –desde un “Padre nuestro” hasta la danza de los derviches– se basan en esta misma propiedad de sincronización tan humana.

* Siglo XXI.

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