Envía tu fuego hasta el final
Hay palabras cuya sola pronunciación agita el misterio. Abracadabra es una de ellas. “¡Abracacabra!”, dice un mago mientras saca de su galera un conejo tan blanco como la espuma del Egeo. “¡Abracadabra, pata de cabra!”, pronuncian los niños y todo un universo de fantasía se vuelve posible. “¡Abracadabra!”, grita el ilusionista y su bella asistente se deshace como la niebla antes del alba.

Sí, porque abracadabra es tal vez una de las palabras más antiguas y misteriosas. La pronunciábamos de pequeños, pero casi siempre sin saber que tiene un origen arcano. Los lingüistas sostienen que el vocablo proviene del hebreo Aberah KeDabar, que literalmente significa “creo a medida que hablo”. El término no alude a la fe sino al acto de “crear”. Se refiere fundamentalmente al poder que, se le atribuía en el principio de los tiempos a cualquier palabra: Dios creó al universo con un verbo puesto en acción. Y era totalmente veraz, porque en un principio decir era lo mismo que hacer. Las palabras tenían el peso de la voluntad. Eran portadoras de vida. Hoy ya no lo son.

En uno de sus maravillosos textos, Eduardo Galeano asegura que abracadabra proviene del hebreo antiguo y que significa: “envía tu fuego hasta el final”. Esta frase alude, sobre todo, a la faceta sanadora del término. De hecho, los antiguos creían que este vocablo tenía el poder de curar enfermedades físicas, morales y sociales. Aunque, para que sea efectiva, había que escribirla sobre un pergamino virgen, quitándole una letra a cada línea, de manera que se formaba una pirámide invertida que terminaba con la letra A. Luego el pergamino era enrollado y colgado en el cuello del enfermo con una cuerda de lino durante nueve días. Terminado el plazo, el doliente debía arrojar el pergamino por encima del hombro derecho en algún río que corra de oeste a este. Esto bastaba para espantar los males estomacales y los excesos de todo tipo.

En la Edad Media, en cambio, la palabra abracadabra pasó a tener un uso más profano: la pronunciaban los esclavos para frenar la ambición de poder de la clase política. Aunque, en este último caso, no parece haber sido muy efectiva a juzgar por la historia. De hecho, en la Argentina, los políticos han sabido permanecer inmunes a los efectos mágicos de cualquier palabra milenaria. Esto es particularmente visible en Tucumán, que tiene un pasado teñido por la insalvable bipolaridad entre la política y la ética. Funcionarios que nombran a sus familiares, políticos que hacen la vista gorda y hombres públicos que sólo llevan agua a su propio molino, son sólo algunas de las prácticas de esa política sin antídoto que aún pervive en nuestra provincia. Sin embargo es posible acercar algunas posiciones. Para empezar, habría que diferenciar la política de los hombres que la practican: los políticos. La política es la actividad humana que tiene como objetivo dirigir la acción del Estado en beneficio de la sociedad. Por lo tanto, lleva implícita la ética desde el instante mismo de su definición. El político, en cambio es la persona que se dedica a realizar actividades políticas. Y es aquí donde comienza esa absurda dualidad. Una dualidad que algunos intelectuales supieron expresar contundentemente hace años. Aquí van tres frases singulares:

- “El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”. (Winston Churchil, político y hombre de Estado británico)

- “Creo que ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga”. (Jorge Luis Borges, escritor)

- “La vocación del político de carrera es hacer de cada solución un problema”. (Woody Allen, cineasta)

- “La guerra es el arte de destruir a los hombres; la política, el arte de engañarlos”. (Parménides de Elea)

Como se ve, para algunos pensadores, el político es un ser extraño, que casi siempre se conduce sin ética. Pero la realidad es bastante distinta. Si bien los políticos hacen lo posible para tratar de hacer realidad todo aquello que se dice de ellos (las promesas absurdas, el despilfarro casi obsceno de recursos, el uso de los desposeídos como excusa para ganar adeptos, el bolsoneo descontrolado y los planes sin freno) lo cierto es que la política sigue siendo el mejor ámbito para debatir lo que nos pasa. La clave está en saber diferenciar entre lo positivo de la política y lo negativo de los que la practican. Y, de vez en cuando, animarnos a pronunciar la palabra abracadabra.

Todo esto puede parecer el delirio de un columnista demasiado alucinado por la realidad -los antiguos tenían una sabiduría que no es comprendida en nuestros días- pero lo cierto es que si la palabra abracadabra ha podido sobrevivir a los cazadores de brujas y a la mismísima Inquisición, es porque realmente debe tener un poder inmenso. Entonces, tal vez podamos usarla nosotros también; no ya como un mantra infantil, sino como una palabra sanadora. A lo mejor si la pronunciamos correctamente y a conciencia quizás podremos espantar los males sociales que nos quitan el sueño y devolver a la política su real dimensión ética. Hagamos la prueba: escribamos abracadabra y echémosla al viento; sigamos diciendo como Galeano: “envía tu fuego hasta el final”.

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