Una “guía” por el universo de monstruos de Wilcock

Una “guía” por el universo de monstruos de Wilcock

El primer libro de cuentos de uno de los escritores argentinos más raros Bauso afirma que el controvertido plan fue un plagio análisis de un mercado que mueve miles de millones.

PREHISTORIA. Antes de dedicarse a las letras, Wilcock estudió Ingeniería Civil en la UBA y trabajó en Mendoza en un proyecto ferroviario. PREHISTORIA. Antes de dedicarse a las letras, Wilcock estudió Ingeniería Civil en la UBA y trabajó en Mendoza en un proyecto ferroviario.
02 Agosto 2015

REEDICIÓN

EL CAOS

JUAN RODOLFO WILCOCK

(La Bestia Equilátera - Buenos Aires)

Juan Rodolfo Wilcock es uno de los escritores argentinos más raros que ha dado el siglo pasado. No obstante, su destino cumple a rajatabla con la impronta nacional de ser valorado recién mucho tiempo después de que sus méritos hayan sido reconocidos en el exterior. Amigo íntimo de Silvina Ocampo y de Pier Paolo Pasolini, entre muchos otros, este ingeniero que decidió irse a Italia en 1957 y cambiar de idioma a la hora de escribir, tuvo que morirse para que acá se empezara a exigir su repatriación literaria.

El caos (1960), su primer libro de cuentos, fue publicado originalmente en italiano, antes de ser traducido en 1974; una segunda edición apareció en 1999; ésta (la tercera), al cuidado de Ernesto Montequin, añade dos narraciones nuevas. El cuento que da nombre al libro es el más extenso y logrado del volumen, y es también una suerte de guía por este museo de monstruos y obsesiones en movimiento que pueblan el universo narrativo de Wilcock. Todo empieza con una cita del físico cuántico Erwin Schrödinger, apreciación que serviría para comentar las eventuales obras completas del autor: “La tendencia natural de las cosas es el desorden”.

El protagonista de El caos es un deforme hasta lo grotesco (un verdadero freaky) que se define a sí mismo como “una voluntad insegura plantada en un cuerpo inadecuado, una ilusión de orden y de existencia en medio de un caos de desorden y de inexistencia”, y que quizá por esto mismo se propone descubrir cuál es “el verdadero sentido y finalidad del universo”. Su descubrimiento final es que si el universo tiene algo que lo defina es su indiferencia absoluta frente al fenómeno de la vida (y desde esta perspectiva se puede ver porqué el azar, como en la física cuántica, es la variable a considerar). Aunque lo más importante es que, desde este punto de vista, y acaso nietzscheanamente, todo está permitido. Tal vez no sea ocioso aclarar que el protagonista termina convertido en un exitoso político. La política, de una manera más evidente, también se hace presente en “Felicidad”, donde se alude a Perón y Evita con algún resabio de “El matadero” de Esteban Echeverría.

Perplejidad

Tal vez la característica más importante de Wilcock es que casi todos sus escritos están atravesados por una suerte de perplejidad contemplativa, muchas veces humorística o incluso mordaz, y la sospecha de que nada tiene importancia; nada, salvo la verdad última de que todo tiende a la nada. Esta perplejidad se ve especialmente en textos como “Parsifal”, donde el autor parece haber querido limpiar el relato mítico de todo contenido cristiano (algo que también molestaba a Nietzsche), y en “Recuerdos de juventud”, donde se permite una extraña cruza (seudo policial) entre el tono inventivo de Roberto Arlt y el pathos del primer Cortázar.

Estos cuentos prefiguran muchos de los de El estereoscopio de los solitarios, “una novela de 70 personajes principales que nunca se encuentran”. Allí, por ejemplo, hay una pequeña joyita que es “La lectora”, protagonizada por una gallina, asesora literaria de una editorial, quien se come los libros que no le gustan. Todo el simbolismo sobre el ambiente literario reflejado en esta suerte de fábula, junto con el típico humor negro del autor, es lo que va a ser el centro de los logros de su mejor libro: La sinagoga de los iconoclastas (escrito en italiano y publicado en Italia en 1972). El volumen recién fue traducido y editado en castellano 9 años después.

Wilcock, muerto en 1978, jamás pudo ver su obra maestra impresa en su lengua madre.

© LA GACETA
MARCELO DAMIANI

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