La Casa Histórica: debates y prejuicios

La Casa Histórica: debates y prejuicios

Durante las últimas semanas vinieron escuchándose las más variopintas opiniones sobre las modificaciones introducidas en la Casa Histórica. Hay de todo. Quienes sostienen que se trata de un ultraje a la tucumanidad llaman a la resistencia civil. No es exagerado, el show del hablemos sin saber no se permite discriminaciones. Lo que conviene es separar los tantos, porque entre las encendidas críticas al voleo se mezclan las antipatías al Gobierno nacional, el rechazo de plano al revisionismo histórico y el pánico al cambio. De guiones museográficos, preservación del patrimonio e interpelación a nuevos públicos se dice muy poco. ¿No será que lo que molesta es la intervención en sí misma, por la naturaleza de su origen, más allá de los contenidos elegidos?

Empecemos por subrayar que un museo no es un cementerio y que si algo se criticaba entre los especialistas -empezando por los museólogos, de los que hablaremos más adelante- era la condición de intocable de la Casa Histórica. Pues bien, la Casa Histórica se tocó y la noticia se recibió con beneplácito. La intervención está lejos de representar el descubrimiento de la kriptonita. Se hizo, en líneas generales, lo que se estila hoy en el mundo: contar una historia por medio de paneles informativos, limitar la exhibición de elementos para que no abarroten las salas, ambientar los espacios con luces y colores. Es de manual.

No hay museo en el mundo que exhiba más del 25% de su acervo. El resto se guarda en el área de reserva patrimonial, al cuidado de especialistas. Esas piezas van rotando a medida que las muestras temporales se reemplazan. Los descendientes de quienes donaron elementos a la Casa Histórica no tienen motivos para sentirse mancillados ni para preocuparse por el presunto abandono, pérdida o deterioro de esas reliquias familiares. Se puede estar de acuerdo o no con el criterio con el que se monta una muestra, ese es otro cantar. En este caso se apeló al minimalismo, lo que no implica cambiar la próxima vez. Allí radica lo rico y fascinante del museo: en que está vivo.

La visibilización de los pueblos originarios en el entramado sociopolítico que derivó en la Declaración de la Independencia es una novedad del guión, al igual que el papel adjudicado a las mujeres. Son dos colectivos usualmente ignorados por la historia oficial, esa que el revisionismo se anima a cuestionar. Revisionistas hay de todo pelaje y desde hace casi 100 años, por derecha y por izquierda. De Julio Irazusta, Carlos Ibarguren y José María Rosa a Milcíades Peña y Juan José Hernández Arregui. Desde el nacionalismo ultramontano al marxismo lo que se reinterpreta es esa historia escrita por los ganadores de la guerra civil, de la que surgieron buenos muy buenos (los unitarios) y malos muy malos (los federales).

¡Quieren robarnos el 9 de julio!, se escuchó por aquí, cuando lo que se había propuesto era -apenas- un debate sobre el carácter del congreso de 1815 motorizado por Artigas. A nadie se le cruzó por la cabeza renegar de la Declaración de la Independencia, como tampoco se planteó arrasar la Casa Histórica. ¿Desde cuándo repensar los hechos a la luz de las tendencias historiográficas es un crimen? El reviosionismo no sólo es valioso; más bien es imprescindible porque, mal que les pese a pocos o a muchos, la historia se reescribe permanentemente.

El sentido de los paneles tan criticados es servir de hilo conductor, llevando al visitante hacia la máxima atracción de la Casa Histórica: el Salón de la Jura. Es, vale recordarlo, y junto a las puertas de entrada, lo único que queda de la construcción original. Puede objetarse la extensión de los textos y abrir la discusión sobre lo que dicen. La descalificación lisa y llana -y en numerosos casos sin haberlos leído en su totalidad- es mucho más sencilla.

Entre tanto pataleo queda la sensación de que los autores de la intervención fueron una manga de improvisados fanáticos K y no un cuerpo de especialistas de la Dirección Nacional de Museos. Eso sí: faltó sumar al proyecto los puntos de vista de la mayor cantidad posible de colegas tucumanos. Pero la Casa Histórica es un museo nacional y como tal se trató la reforma. Fue un punto en contra.

Aquí es necesario apuntar que Tucumán cuenta con la única carrera universitaria que confiere el título de Técnico en Museología y Documentación Arqueológica. No la tienen ni la UBA ni La Plata ni Córdoba, así que en el resto del país la capacitación se brinda en institutos privados. Lo insólito es que el único museo conducido por un museólogo en la provincia es el de la Facultad de Ciencias Naturales. Lógico, teniendo en cuenta que en esa unidad académica se dicta la carrera, próxima a convertirse en licenciatura.

Los directores de los museos tucumanos se eligen a dedo. Por lo general provienen del palo de la historia o del arte, y eso en los mejores casos. De concursos ni hablar. La situación explica, en buena medida, los llamativos grados de improvisación con los que se manejan muestras y colecciones.

Para armar y conducir un museo se estudia, y mucho. ¿O alguien piensa que los espacios se abren o se modifican sin testear antes los gustos y hábitos del público? El “se mira y no se toca” mutó hace tiempo por la interacción que reclaman los visitantes con el espacio por el que se mueven. Las salas van relatando esa historia que, por lo general, conduce a la “estrella” del museo. En la Casa Histórica es el Salón de la Jura; en el magnífico MAM salteño, por poner un ejemplo, son los niños del Llullaillaco, aun con lo perturbador que significa la exhibición de cadáveres. ¿Imaginan el escándalo si lo que se mostrara en Tucumán fuera la cabeza momificada de Marco Avellaneda? Pero mejor es no escaparse por las ramas de ese debate.

Mañana, a fin de cuentas, se celebra la Noche de los Museos, una excelente oportunidad para -sin prejuicios- visitar, mirar, analizar, descubrir y debatir todo lo que haga falta.

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