Conocé la historia de una familia con 50 años de experiencia en la venta de praliné

Conocé la historia de una familia con 50 años de experiencia en la venta de praliné

Alrededor de 50 vendedores de garrapiñada se reparten por el centro tucumano. Muchos heredaron el oficio de sus padres y abuelos, como es el caso de José Juárez.

LA VIDA JUNTO A LA PAILA. Olga trabajó gran parte de su vida vendiendo esta golosina. FOTO JORGE OLMOS GROSSO. LA VIDA JUNTO A LA PAILA. Olga trabajó gran parte de su vida vendiendo esta golosina. FOTO JORGE OLMOS GROSSO.
28 Julio 2015

En invierno, cuando los días están muy fríos y llovizna, José Humberto Juárez se alegra: sabe que será su día, aunque ni siquiera haya salido de su casa. "Los días que 'hiela' son una bendición de Dios", explica José, que vende praliné desde hace 34 años. Los días de invierno crudo las ventas aumentan.

Su familia lleva más de 50 años dedicada al rubro, a lo largo de tres generaciones. Entre tíos, primos y hermanos, se reparten en ocho puntos del microcentro. Quienes mantienen un lugar fijo hace añares son José, en San Martín al 800; Olga Córdoba (su mamá), en San Martín al 700; Mónica Yapura (su esposa), en 24 de Septiembre al 800; y Ramón (su hermano), en Salta y 24 de Septiembre.

Publicidad



La "pailada"
José tiene 44 años y recuerda con precisión la primera vez que hizo praliné, en su puesto ubicado en San Martín, entre Junín y Salta, frente al local de una tarjeta de crédito. "Tenía 10 años, y se me quemó la primera 'pailada' (la tanda). Se me pasó el punto, entonces al final se me terminó quemando", cuenta. Empezó a acompañar a su madre desde niño, y ahí empezó su metejón con el oficio. Antes supo trabajar de manicero y de canillita.

Cambia su tono de voz para atender a los clientes, para ser siempre cordial. Mientras charla sobre su trabajo, hace chasquear entre los dedos las bolsitas antes de colocar el producto. Se conoce con la mayoría de los cadetes, a quienes fía por unas horas las golosinas. Guarda el sencillo debajo de la fuente donde pone el praliné listo para embolsar. El secreto, cuenta, está en la olla: la paila de cobre levanta la temperatura y hace sin problemas el caramelo. Para limpiarla, se le agrega agua a hervir con limón, para que desprenda el azúcar cristalizada.



"Esto no tiene competencia. Vendo garrapiñada de almendra, de nuez y maní. Todo eso lo hago aquí en la pralinera (el mostrador de hierro donde se lleva la garrafa y se apoya la paila)", explica el vecino del barrio 11 de Marzo. También vende pochoclo, maní salado, con cáscara y confites. La temporada de venta es entre marzo y septiembre. Con el calor los clientes cambian de preferencia. "Tengo el oficio de vendedor, de toda mi vida, así que cuando dejo de vender esto ofrezco choripanes en las canchas, trabajo como pintor y como ayudante de albañil", explica. Eso sí, aclara, su oficio preferido es vender garrapiñada.

"Vender praliné es algo tradicional, no lleva conservantes y se hace en el día. Gracias a esto puedo vivir; no es para tirar manteca al techo, pero sobrevivir se puede", describió Juárez.

Publicidad

Antes había instalado su puesto en Crisóstomo y Chacabuco, frente al Cerella, pero debió cambiarse porque se había quedado sin lugar donde guardar la pralinera de un día para el otro. "Este año está durísima la calle. El año pasado vendíamos tres bolsitas por $10, ahora vendemos dos por ese precio. La bolsa de maní aumentó mucho, pasó de $30 a $80", resume. La materia prima la compra en las semillarías de la zona del ex Mercado de Abasto. 


24 de Septiembre al 800
Frente al Archivo de la Provincia, Mónica Yapura -esposa de José- está sentada en compañía de una de sus nueras y de Ian, su nieto de 8 días. "Me enseñó el tío de mi esposo, César, hace 25 años. Ahora tengo 44, así que ya verás. Empecé ayudando a sus tíos en la peatonal, tres días a la semana", comenta.

Ella no quemó ninguna "pailada", no le aturde la calle ni el movimiento incesante y se acostumbró a los bocinazos del centro. "Cuando me junté con José me largué en esto. Para pucherear y para parar la olla alcanza", explica Yapura, que antes vendía aloja. "Así es la vida. Mi vida es vender", subraya con sosiego.


San Martín casi esquina Junín
Olga, la mamá de José, llegó enojada a las 11. Se había levantado a las 5 para ir al hospital para hacerse estudios, pero no pudo terminar con todo lo que le pidió su médico. María, una de sus hijas, atiende el puesto desde las 8.

Con respuestas cortas, María cuenta que son seis hermanos y que tres se dedican al praliné, aunque todos sepan cocinarlo. "Me quemé varias veces las manos, se me pasó el punto de varias pailadas también. A mí no me gusta vender en la calle, estoy aquí sólo porque mi mamá tenía que ir al hospital", resume.

María dejó el lugar a su madre. Apenas se instaló comenzó a vender. Tiene 64 años, el pero corto y los movimientos ágiles. "A ver hijo, sacá la cuenta: empecé con mi madre -Rita Aurora- cuando tenía 17. Nunca quemé ninguna pailada, la que se quemó fui yo, porque a veces no te das cuenta y terminás tocando con la piel la olla", contesta con velocidad. El problema, para ella, no es pasarse del "punto", sino cuando se coloca agua de más: "te puede pasar que se te haga una babucha, porque hay agua de más y se hace un masacote irrompible", explica.

Empezó con su mamá, vendiendo naranjitas japonesas y manzanas acarameladas. Al poco tiempo se independizó y comenzó la venta ambulante. "Cuando José tenía tres años vendía golosinas en la escuela Miguel Lillo. Desde chiquito lo llevaba conmigo. Todas las mañanas en bicicleta desde el 11 de Marzo hasta la San Miguel y España, donde queda la escuela. Como se te escapa el tiempo... así es como él se hizo en el praliné", relata.

En los 70, Olga salía a vender maní tostado en la plaza Independencia. "Durante los mundiales vendía mucho". Hace casi 40 años que dejó las manzanas acarameladas para dedicarse al praliné. Ella fue cambiando de parada a causa de los inspectores municipales. "La verdad es que no sé por qué nos corren, nunca me armé de paciencia para saber el motivo. Sería mejor si la Municipalidad regulara nuestro trabajo y asignara lugares fijos a cambio de un impuesto", reclama.

"Eso ha sido mi vida. Crié seis hijos, que ya se casaron. Me quedé sin madre y sin padrastro. A mí no me entiende en mi casa, pero lo mío es la calle, atender clientes, tratar con las personas", cuenta. Tiene las manos curtidas, con marcas de sucesivas quemaduras. Cuenta que a las manzanas acarameladas ahora las detesta, porque antes se amanecía para prepararlas. "Es porque me trae el recuerdo de mi mamá y me pongo triste".


Córdoba tiene una pensión que no le alcanza. Por eso sale a trabajar, de lunes a lunes. Los días de trabajo está al pie del cañón de 8 a 20 y los fines de semana sólo por la tarde. Conoce a sus clientes que son diabéticos y discute con ellos, porque no quiere venderles. Reconoce dos cosas que le moslestan de su trabajo: "No soporto cuando veo padres que maltratan a sus hijos y tampoco la suciedad de la calle. A veces, los lunes, la vereda está orinada y vomitada, así que traigo agua y lavandina para dejar limpio el lugar donde pongo mi banquito", explica.

"Aunque la calle esté terrible, por la inflación, el praliné es mi vida. Igual que para algunos de mis hijos", finaliza la mujer, que espera que sus hijos puedan continuar con la tradición de la familia. 

Tamaño texto
Comentarios
Comentarios